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La Bola de Cristal y las dos Españas
La bola de cristal, el programa dirigido por Lolo Rico entre 1984 y 1988, fue un espacio ingenioso pero chapucero, valiente pero trufado de improvisaciones, fresco y renovador pero desordenado y técnicamente imperfecto. Todos estos defectos forman parte de su encanto, sin duda, pero si sus virtudes lo han convertido, treinta años después, en un mito que toda una generación recuerda con nostalgia es porque lo que vino después agiganta sus luces. Este mito, digamos, señala menos el valor intrínseco del programa que la decepción y malestar que presiden la actualidad. Alguna vez he escrito que los que colaborábamos en La bola de cristal con total irresponsabilidad y alegría sin bridas nos permitíamos anchos márgenes de improvisación convencidos de que se trataba de un ensayo, de un primer escalón hacia algo mejor, del primer eslabón de una estirpe que vería aumentar sus criaturas junto a la libertad y la democracia en España. Ocurrió más bien lo contrario. Con La bola de cristal nace y muere un entero linaje y, cuando todo el mundo esperaba que la transición desembocase en el Renacimiento, llegó en cambio la Edad media en colores. Es decir, nos fueron dando abalorios y caramelos mientras nos quitaban esperanzas de cambio, luego derechos laborales y sociales, luego libertades civiles. Conviene no olvidar que la suspensión del programa prácticamente coincidió con la aprobación de la Ley de Televisión Privada del PSOE (mayo de 1988) que, en realidad, condenó a muerte la televisión pública.
"Lo más terrible de las bromas es que pueden convertirse en política de gobierno"
Cuando hoy releo los guiones que escribí para Los electroduendes o los que escribieron Carlos Fernández Liria, Carlo Frabetti e Isabel Alba para El librovisor y La cuarta parte, me resulta difícil imaginar que alguna vez se emitieran por la televisión. Más allá de su calidad, a veces alta y a veces no tanto, sorprende la desenvoltura con la que se intervenía críticamente en la realidad del momento, sin contemplaciones ni excepciones: el capitalismo, el imperialismo, la represión policial, la comida basura, los bancos y, desde luego, la herencia franquista y –por supuesto– el gobierno de Felipe González. Toda esta electricidad subversiva se resume muy bien en la célebre consigna de la bruja Avería (“viva el mal, viva el capital”) o en la falsa publicidad de la Caja de Ahogos y Tensiones (“usted pone la soga y nosotros le ahorcamos”), a la que los desahucios y la corrupción proporcionan en 2014 una terrorífica actualidad. Todas esas críticas, en clave de sátira, hoy serían imposibles no sólo porque las televisiones privadas han excluido mercantilmente la política de la pantalla sino porque todo lo que eran chistes hiperbólicos en La Bola de Cristal se ha hecho luego realidad: todas las locuras que se le ocurrían a la bruja Avería como presidenta de la República Electrovoltaica de Tetrodia algún gobierno –del PP o del PSOE– las ha convertido más tarde en leyes, hasta el punto de que alguna vez he pensado que nuestros ministros copiaban y copian el programa delirante del gripante personaje. Decía Kafka que lo más terrible de los deseos es que se cumplen siempre. Lo más terrible de las bromas es que pueden convertirse en política de gobierno.
No hay que sobrestimar el pasado y esa cuña de libertad de expresión explosiva está asociada más bien a un período de ambigüedad –el de la primera legislatura del PSOE– en el que se estaba fraguando el bipartidismo luego dominante. De hecho La bola de cristal no sobrevivió al segundo gobierno de Felipe González, el que nos metió en la OTAN, creó los GAL, reformó el mercado laboral y acometió la reconversión industrial. Durante esos años hubo muchas grietas en un suelo social y político paradójico: había muchas tensiones y se tomaron medidas que sellarían durante décadas el horizonte institucional español, pero había mucha menos represión y autocensura verbal que hoy. La esfera pública, más amplia que la suma de los espónsores publicitarios, era mucho más políticamente incorrecta. De hecho, una de las consecuencias evidentes de la mercantilización de la imagen (de la berlusconización de los medios) ha sido la criminalización social del discurso político, con la desmovilización que la ha acompañado. Evocando la famosa frase de Stendhal, entre 1988 y 2014 una frase realmente política hubiese sonado en las televisiones españolas –de haberse pronunciado– como un pistoletazo en medio de un concierto.
El éxito de La Bola, junto a los aciertos de Lolo Rico, tiene que ver con este mundo aún sin fraguar. Y tiene que ver con la convergencia de dos Españas muy diferentes condenadas luego a separarse. No me refiero a las Españas de la guerra civil, aunque sí hubo entre ellas una recíproca impermeabilidad ideológica. En La bola de cristal coincidieron brevemente –y fue una fórmula irresistible, una explosión liberadora– ese movimiento de renovación estética y cultural, tras décadas de ceniciento franquismo, que llamamos Movida, y una izquierda que salía de la dictadura con ganas de transformaciones profundas y que creyó ingenuamente que había llegado su momento. La Movida, en realidad un fenómeno superficial, anticonservador y reaccionario, asociado también al genocidio de la heroína y la despolitización de la juventud, acabó integrándose en el régimen del 78 y legitimando muchas de sus peores derivas. La izquierda quedó por su parte marginada, desautorizada, lamiéndose las heridas en cubículos desde los cuales, con viejos discursos y viejos esquemas, intervenía cada vez menos en la realidad. La generación de niños que se educó viendo los sábados por la mañana La bola de cristal y que hoy mitifica el programa es hija de esta doble España post–franquista y se ha bifurcado sin duda en dos corrientes diferentes y encontradas. Una que festeja a Alaska y Loquillo y recuerda sus canciones. Otra que se acercó a la política, dando bandazos y desde luego con rodeos, para cuestionar hoy, sin deudas con ningún legado histórico, la democracia recibida de los padres. Alguien podrá pensar que los vástagos de Alaska son los modernos y guays y los vástagos de Avería los antiguos y cutres. Si no ha quedado claro ya, muy pronto esta España “fin de régimen” demostrará lo contrario. La Movida está muerta y hiede un poco. La Vida está del lado de los que, contra el régimen desahuciado del 78, recogen hoy el impulso democrático traicionado en el 82 para construir un nuevo país. Un nuevo país en el que La bola de cristal sólo será eso: la chapuza pionera de una larga y fecunda estirpe de libertades públicas.
La Bola de Cristal y las dos Españas
La bola de cristal, el programa dirigido por Lolo Rico entre 1984 y 1988, fue un espacio ingenioso pero chapucero, valiente pero trufado de improvisaciones, fresco y renovador pero desordenado y técnicamente imperfecto. Todos estos defectos forman parte de su encanto, sin duda, pero si sus virtudes lo han convertido, treinta años después, en un mito que toda una generación recuerda con nostalgia es porque lo que vino después agiganta sus luces. Este mito, digamos, señala menos el valor intrínseco del programa que la decepción y malestar que presiden la actualidad. Alguna vez he escrito que los que colaborábamos en La bola de cristal con total irresponsabilidad y alegría sin bridas nos permitíamos anchos márgenes de improvisación convencidos de que se trataba de un ensayo, de un primer escalón hacia algo mejor, del primer eslabón de una estirpe que vería aumentar sus criaturas junto a la libertad y la democracia en España. Ocurrió más bien lo contrario. Con La bola de cristal nace y muere un entero linaje y, cuando todo el mundo esperaba que la transición desembocase en el Renacimiento, llegó en cambio la Edad media en colores. Es decir, nos fueron dando abalorios y caramelos mientras nos quitaban esperanzas de cambio, luego derechos laborales y sociales, luego libertades civiles. Conviene no olvidar que la suspensión del programa prácticamente coincidió con la aprobación de la Ley de Televisión Privada del PSOE (mayo de 1988) que, en realidad, condenó a muerte la televisión pública.
"Lo más terrible de las bromas es que pueden convertirse en política de gobierno"
Cuando hoy releo los guiones que escribí para Los electroduendes o los que escribieron Carlos Fernández Liria, Carlo Frabetti e Isabel Alba para El librovisor y La cuarta parte, me resulta difícil imaginar que alguna vez se emitieran por la televisión. Más allá de su calidad, a veces alta y a veces no tanto, sorprende la desenvoltura con la que se intervenía críticamente en la realidad del momento, sin contemplaciones ni excepciones: el capitalismo, el imperialismo, la represión policial, la comida basura, los bancos y, desde luego, la herencia franquista y –por supuesto– el gobierno de Felipe González. Toda esta electricidad subversiva se resume muy bien en la célebre consigna de la bruja Avería (“viva el mal, viva el capital”) o en la falsa publicidad de la Caja de Ahogos y Tensiones (“usted pone la soga y nosotros le ahorcamos”), a la que los desahucios y la corrupción proporcionan en 2014 una terrorífica actualidad. Todas esas críticas, en clave de sátira, hoy serían imposibles no sólo porque las televisiones privadas han excluido mercantilmente la política de la pantalla sino porque todo lo que eran chistes hiperbólicos en La Bola de Cristal se ha hecho luego realidad: todas las locuras que se le ocurrían a la bruja Avería como presidenta de la República Electrovoltaica de Tetrodia algún gobierno –del PP o del PSOE– las ha convertido más tarde en leyes, hasta el punto de que alguna vez he pensado que nuestros ministros copiaban y copian el programa delirante del gripante personaje. Decía Kafka que lo más terrible de los deseos es que se cumplen siempre. Lo más terrible de las bromas es que pueden convertirse en política de gobierno.
No hay que sobrestimar el pasado y esa cuña de libertad de expresión explosiva está asociada más bien a un período de ambigüedad –el de la primera legislatura del PSOE– en el que se estaba fraguando el bipartidismo luego dominante. De hecho La bola de cristal no sobrevivió al segundo gobierno de Felipe González, el que nos metió en la OTAN, creó los GAL, reformó el mercado laboral y acometió la reconversión industrial. Durante esos años hubo muchas grietas en un suelo social y político paradójico: había muchas tensiones y se tomaron medidas que sellarían durante décadas el horizonte institucional español, pero había mucha menos represión y autocensura verbal que hoy. La esfera pública, más amplia que la suma de los espónsores publicitarios, era mucho más políticamente incorrecta. De hecho, una de las consecuencias evidentes de la mercantilización de la imagen (de la berlusconización de los medios) ha sido la criminalización social del discurso político, con la desmovilización que la ha acompañado. Evocando la famosa frase de Stendhal, entre 1988 y 2014 una frase realmente política hubiese sonado en las televisiones españolas –de haberse pronunciado– como un pistoletazo en medio de un concierto.
El éxito de La Bola, junto a los aciertos de Lolo Rico, tiene que ver con este mundo aún sin fraguar. Y tiene que ver con la convergencia de dos Españas muy diferentes condenadas luego a separarse. No me refiero a las Españas de la guerra civil, aunque sí hubo entre ellas una recíproca impermeabilidad ideológica. En La bola de cristal coincidieron brevemente –y fue una fórmula irresistible, una explosión liberadora– ese movimiento de renovación estética y cultural, tras décadas de ceniciento franquismo, que llamamos Movida, y una izquierda que salía de la dictadura con ganas de transformaciones profundas y que creyó ingenuamente que había llegado su momento. La Movida, en realidad un fenómeno superficial, anticonservador y reaccionario, asociado también al genocidio de la heroína y la despolitización de la juventud, acabó integrándose en el régimen del 78 y legitimando muchas de sus peores derivas. La izquierda quedó por su parte marginada, desautorizada, lamiéndose las heridas en cubículos desde los cuales, con viejos discursos y viejos esquemas, intervenía cada vez menos en la realidad. La generación de niños que se educó viendo los sábados por la mañana La bola de cristal y que hoy mitifica el programa es hija de esta doble España post–franquista y se ha bifurcado sin duda en dos corrientes diferentes y encontradas. Una que festeja a Alaska y Loquillo y recuerda sus canciones. Otra que se acercó a la política, dando bandazos y desde luego con rodeos, para cuestionar hoy, sin deudas con ningún legado histórico, la democracia recibida de los padres. Alguien podrá pensar que los vástagos de Alaska son los modernos y guays y los vástagos de Avería los antiguos y cutres. Si no ha quedado claro ya, muy pronto esta España “fin de régimen” demostrará lo contrario. La Movida está muerta y hiede un poco. La Vida está del lado de los que, contra el régimen desahuciado del 78, recogen hoy el impulso democrático traicionado en el 82 para construir un nuevo país. Un nuevo país en el que La bola de cristal sólo será eso: la chapuza pionera de una larga y fecunda estirpe de libertades públicas.