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La arbitrariedad

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Uno de los grandes logros de la ciencia moderna fue afirmar que las mismas ecuaciones que permitían calcular la caída de un fruto podían también explicar los movimientos planetarios. Hubo que esperar hasta finales del siglo XVII para que los cuerpos celestes obedecieran las mismas leyes que las manzanas y se sometieran a sus mismas servidumbres. Después fue necesario aguardar otros cien años para que los ciudadanos dejaran a un lado sus diferencias y se igualaran ante las leyes, como antes habían hecho los objetos.  Se comprobó entonces que las cabezas de todo el mundo también describían, al caer, el mismo movimiento hiperbólico que las manzanas. La abolición de las excepciones y privilegios feudales que acometió el absolutismo y que culminaron las revoluciones americanas y europeas llegó solo después del igualitarismo de los objetos y la igualdad, al menos en principio, de los sujetos. La característica fundamental del razonamiento científico moderno no consistió tanto en la aplicación de un método, pues hubo muchos, como en el rechazo a una forma de pensamiento que dividía al conjunto de los seres en compartimentos estancos y  que aplicaba, además, leyes diferentes (para las cosas) y distintas formas de tratamiento (para las personas).

Las señas de identidad de la llamada modernidad, –que son también las características fundacionales de la prosperidad económica, del desarrollo tecnológico y de la hegemonía política del llamado mundo occidental–, siempre descansaron sobre dos condiciones inexcusables: las pruebas,  en cualquier ámbito, debían ser públicas, y los razonamientos, de cualquier tipo, debían ser escalables. Mientras la primera de estas condiciones ponía en tela de juicio el secretismo, fomentando el intercambio de mercancías, opiniones y experiencias, la última sugería que si un argumento podía utilizarse con éxito en un dominio también debía ser bueno para otro grupo de fenómenos. De ahí que los dos grandes enemigos de la razón no fueran los partidarios de esta o de aquella teoría, sino el obscurantismo, en cualquiera de sus formas, y el parroquialismo, en cualquiera de las suyas. Los enemigos de la Ilustración no fueron estos curas o aquellos príncipes, sino todos aquellos grupos, gremios, señores o corporaciones que pensaban que lo que ocurría en su parroquia, en su tribu, en su terruño, o en su condado era tan singular e irrepetible que o bien debía mantenerse en secreto, o bien debía gozar de privilegios o excepciones legislativas.

"La chapuza y la arbitrariedad van de la mano porque ambas se apoyan en una visión limitada del mundo que antepone valores medievales, como la hombría, o barrocos, como la ejemplaridad, antes que defender principios democráticos y transparentes de acción colectiva"

El uso de argumentos y de razonamientos que pueden utilizarse en diferentes escalas no ha sido suficientemente enfatizado como marca de distinción de nuestro mundo contemporáneo. El olvido de esta condición cognitiva se debe a los restos de mentalidad feudal que ensucian nuestra vestimenta moderna y que avergüenzan nuestras señas de identidad colectiva. Convivimos con grandes avances tecnológicos, pero las mismas habilidades intelectuales que permiten enviar un vehículo a la superficie de Marte desaparecen en la mayor parte de las políticas públicas. Así ocurre con frecuencia que, lejos de discutir principios de aplicación general, andamos enredados en los líos de la excepcionalidad, ya sea real o imaginada. Como por arte de magia, proliferan argumentos que empequeñecen el mundo y nos retroceden en la historia. Como norma general, no podemos renunciar a la República, pero nuestro compromiso es monárquico, dicen los partidarios de este absurdo. Siempre he sido vegetariano, pero le soy fiel al carnicero, responden las redes sociales. Tal vez el desmoronamiento electoral de la socialdemocracia en España no se deba solo a su falta de contacto con la realidad, como afirman sus dirigentes, cuanto a la extraña modalidad de sus razonamientos. Pero el retorno a las lógicas de la excepción tampoco es prerrogativa del socialismo. La expresión autoritaria y de regusto feudal por la que se ejecutan órdenes de acuerdo con las atribuciones del cargo no oculta sino una política basada en la estrechez de los argumentos y en la oscuridad de las razones. Por el mismo principio, la defensa de intereses corporativos o nacionales se apoya, con demasiada frecuencia, en supuestas excepciones que, ya sean de naturaleza metafísica o mesiánica, hacen imposible una norma de aplicación general.

Los ciudadanos solemos percibir los efectos de la arbitrariedad sobre todo en cuestiones legislativas, cuando las características de algunas personas parecen impedir el alcance universal de la legislación, que es algo así como si algunas manzanas, podridas o no, cayeran de los árboles de acuerdo con sus propias leyes. El imperio de lo arbitrario tiene, sin embargo, raíces mucho más profundas. La decisión no justificada, la imposición, la prepotencia, el razonamiento falaz, o la ocultación de datos, no solo resultan moralmente reprobables, sino que dan lugar a formas ineficaces de gobierno. La chapuza y la arbitrariedad van de la mano porque ambas se apoyan en una visión limitada del mundo que antepone valores medievales, como la hombría, o barrocos, como la ejemplaridad, antes que defender principios democráticos y transparentes de acción colectiva. El renovado interés por la conducta ejemplar resulta llamativo a este respecto. Pues de la misma manera que no hace falta ser “un buen león” para ser un mero ejemplar de león, no hace falta ser un político ejemplar para ser un buen político. Antes al contrario, la invocación de virtudes propias de la España contrarreformada y de sus concepciones imitativas del poder, nos recuerdan hasta qué punto nos enfrentamos a formas de razonamiento más propias de un cortijo, en donde lo singular siempre convive con lo secreto y en donde la legitimidad del cargo no depende de la capacidad, sino de la ejemplaridad del señorito de turno. Tampoco cabe afirmar, sin embargo, que la sociedad feudal fuera arbitraria. El mundo medieval más que arbitrario era pequeño; tan pequeño que las relaciones sociales y comerciales casi cabían en la cabeza de cualquier analfabeto. Por eso, cuando escuchamos en nuestros días que tal o cual presidente de no importa qué institución, ya sea local, asociativa, autonómica o nacional, tiene a la institución que gobierna en la cabeza, ya sea el ayuntamiento, la comunidad autónoma, o el gobierno de la nación, ya sabemos que estamos ante el imperio de lo arbitrario. No porque su cabeza sea pequeña, que también, sino porque su concepción del mundo es medieval.

 

Imagen: detalle del cuadro Naturaleza muerta con frutas, conchas e insectos (1625), Balthasar van der Ast