Contenido

La nostalgia de los objetos

¿Quién no ha sucumbido ante el poder de un hechizo? ¿Quién no atesora objetos pueriles y no los contempla, a veces, con los ojos empañados? ¿Quién no acaricia la superficie de las cosas más insignificantes con la esperanza de recrear estados emocionales ya pasados? ¿Quién no acumula recuerdos sirviéndose del sustrato material de la experiencia? ¿Quién no ha intentado convertir una piedra en un recuerdo? 

Modo lectura

Sin necesidad de negar su valor económico, todos sabemos del valor emocional de los objetos y conocemos la manera, a veces sinuosa, y otras veces inmediata, por la que nuestras relaciones sentimentales con el mundo se construyen a través de su mediación y bajo su presencia. Por debajo de las relaciones de intercambio, los objetos se animan hasta convertirse en fetiches. La religión y la economía política siempre estuvieron de acuerdo en este punto: los huesos de los santos compartían propiedades inmateriales con las mercancías del mercado. Los relicarios y los comercios de abastos eran portadores de un valor social invisible que aparecía ligado a sus propiedades visibles. Esto lo sabe todo el mundo: desde los bebés que juegan con su doudou hasta el ejecutivo que sueña con su Mercedes. Nuestras formas de actuar, de pensar y de sentir están reguladas por propiedades intangibles, por los excesos de significación que hemos otorgado a las cosas como parte de lo que fuimos y de lo que somos.

Al comienzo de una de sus piezas autobiográficas, el escritor francés conocido como Stendhal reflexionaba sobre su vida mientras contemplaba las ruinas de Roma desde el monte Janículo. La experiencia emocional de su pasado se configuraba de acuerdo con la pluralidad de las formas que habían servido para dar sustrato material a la Italia de la Antigüedad clásica o del Renacimiento romano. Poco antes de cumplir los cincuenta años, el basamento material de la ciudad eterna le permitía recorrer sus recuerdos y ordenarlos de acuerdo con el espectáculo de grandeza y frustración que aparecía ante sus ojos en un solo golpe de vista. Entendía el escritor francés que la descripción de las emociones humanas estaba siempre ligada a una fisiología material, a una morfología descriptiva de los pobladores del mundo. Mucho antes de que la antropología y la cultura material vinieran a sugerir que las personas nos comprendemos a través de formas económicas y materiales de intercambio, los grandes autores de la novela romántica ya señalaron el sentido metafórico de los objetos, la forma alambicada en la que las cosas atesoran la experiencia de los seres animados. En tanto que metáforas sólidas, las cosas poseen una vida social en ocasiones muy intensa. Las detalladas descripciones con las que Balzac recrea La comedia humana no son un mero añadido retórico de una historia (como piensa el lector poco avisado), sino la expresión del mismo universo emocional que describe la novela bajo la perspectiva de las formas inertes. Se equivocan quienes no aciertan a ver en las naturalezas muertas la melancolía de los objetos. A fuerza de estar atravesadas por relaciones humanas, las cosas se arrugan, se encorvan y envejecen o, por el contrario, se adaptan, se estiran y crecen. El ejemplo de Balzac parece especialmente adecuado puesto que los protagonistas de sus novelas asisten al nacimiento de la nación moderna, mientras a su alrededor cambiaban las formas y los colores de las aldeas y ciudades de Francia. Desde Saumur a Lyon, o desde Grenoble a París, la Restauración se materializa en formas expresivas que adquieren un tinte melancólico. Cuando Balzac escribió Las ilusiones perdidas, acababa de llegar a la capital de Francia el gran obelisco de Luxor, una pieza del antiguo Egipto que Napoleón quiso regalar a Josefina como parte de su campaña militar en el norte de África, pero que sólo llegaría a París en 1832, diecisiete años después de la muerte del emperador. Olvidando aquellas viejas promesas, el que a la postre sería el último rey de Francia quiso convertirla en un signo de reconciliación nacional, así que después de hacerla descender por el Nilo, y de embarcarla en Alejandría rumbo al Sena, la piedra, de 227 toneladas, fue finalmente ubicada en la Plaza de la Concordia.

 

Al otro lado del Atlántico, las identidades nacionales y locales también se edifican con piedras. Una de ellas preside desde 1964 la entrada del Museo Nacional de Antropología de México, en el bosque de Chapultepec. Labrada en tiempo inmemorial, lo que en términos arqueológicos quiere decir entre el siglo VI y el siglo VIII de nuestra era, el más grande de todos los monolitos prehispánicos fue trasladado desde la pequeña localidad de San Miguel Coatlinchán, en el municipio de Texcoco, hasta el Museo Nacional de Antropología. Como el obelisco de Luxor, también este monolito ha permanecido desde entonces como fiel centinela del laberinto de la identidad. En un trabajo de investigación reciente, que se ha materializado además en la forma de película documental, la antropóloga Sandra Rozental y el cineasta Jesse Lerner han trazado la historia de ese desplazamiento, no sólo en relación al esfuerzo titánico para trasladar las 167 toneladas de piedra tallada desde Texcoco a la capital federal, sino por lo que respecta a un movimiento cultural más intricado: el que afecta a la significación colectiva de los objetos, a su valor emocional como parte de la idea programática de las identidades locales. Como Stendhal, Rozental conoce la admiración que produce la contemplación a distancia de los objetos. A la manera del escritor francés, su tarea ha consistido en trazar al mismo tiempo la biografía de una piedra y la historia de esa misma biografía.

No se trata, sin embargo, de una piedra cualquiera. La historia de este objeto, de sus tránsitos y de su reproducción, se enmarca, en primer lugar, en el contexto de las formas de valorización que sirvieron a la arqueología y al estado moderno para explicarse mutuamente. Menos los filósofos de lo eterno, todo el mundo sabe que las filologías y las historias del arte nacieron al mismo tiempo que las historias nacionales, como parte de un programa de gobierno que ponía los saberes justificados al servicio de los proyectos políticos más injustificables. Mientras los obeliscos del antiguo Egipto servían en Francia para representar la concordia de la monarquía de Julio, el monolito de Coatlinchán, una talla inacabada de basalto que supuestamente representa a Tláloc, el dios de los dioses, de la fertilidad y de la lluvia, formaba parte de las políticas de centralización y concentración de patrimonio en el México de la segunda mitad del siglo XX. La mitología de la cultura teotihuacana permitía que el Estado pudiera trazar las señas de identidad nacional en un pasado prehispánico, anterior a la llegada del catolicismo. Invirtiendo el caso del contradictorio nombre de su aldea de origen, San Miguel Coatlinchán, en donde el ángel del Señor había derrotado y enterrado vivo al demonio pagano, la deidad de la lluvia pudo renacer como centinela del progreso bajo el mandato del presidente López Mateos. Para que no faltaran elementos épicos en esta dramatización de la modernidad, el día que la piedra llegó a la capital federal, el cielo descargó un verdadero diluvio sobre la ciudad de México.

Pero el acierto de Rozental y Lerner no consiste en dar cuenta tan sólo de los mecanismos de construcción y deconstrucción del mito nacional, una tendencia ya bien explotada por las humanidades del siglo XX. En su recorrido biográfico, el documental incide sobre la cicatriz que el trozo de basalto dejó en su viaje al mismo tiempo físico y político. Para los habitantes de Coatlinchán, el traslado de la piedra se vivió como una tragedia festiva en la que convivieron el ventajismo político, la victimización calculada y la pena sincera por una pérdida en apariencia irreparable. La piedra ausente enfatiza el drama de la muerte material como forma específica de las prácticas colectivas del duelo y de las formas culturales de hacer frente a la muerte del fetiche. El acierto es enorme, al menos desde el momento en que se invierte la tendencia a estudiar los objetos como elementos accesorios de la cultura del duelo, pero no como causa de esa misma experiencia emocional. Al mismo tiempo, el guión pone las humanidades lejos del quehacer de los museos para narrar la historia de un conflicto inacabado: el que atañe al valor cultural de una mole de piedra, por un lado, y el que respecta a la dinámica conflictiva de la propia historia, por el otro. Enfrentando lo nacional a lo local, el documental remite a un relato colectivo mediado por formas diversas de codificación y de escritura que sobrepasan, con creces, la experiencia de vida que, por su propia condición temporal, se aferra a lo que acontece entre el nacimiento y la muerte. Conviven en la biografía del Tláloc el testimonio, la crónica y el informe. Tanto el documento oficial como la memoria local describen el camino sinuoso por el que una piedra pudo transformarse en relato. En ese proceso, no cabría decir que la historia nacional sea más o menos importante que la memoria local. Cada una de ellas tiene sus reglas y observa sus propias servidumbres. El documental avanza así a fuerza de testimonios y documentos singulares: fotografías y actas notariales conviven con piezas musicales nunca antes interpretadas y con modelos a escala de pasados utópicos nunca antes realizados; los mapas, los códices y las palabras proferidas entre vacas coexisten con inscripciones y huesos del pasado náhuatl, pero también con las cicatrices de la conquista española y de su lucha contra la idolatría, con los cómics y las historietas que se consumían en los años sesenta como parte de la historia de México, con el relato de los ingenieros, pero también de los obreros y constructores, con los recortes de prensa o los documentos audiovisuales. La entrevista, el documento y el testimonio entran al servicio de un monstruo proteico del que no surge un único relato, sino la conciencia de que la historia se reescribe a cada instante y de que, como en el ¡Absalón, Absalón! de William Faulkner, ni todos los narradores conocen todos los datos, ni hay una única historia que sea la historia final que pudiera emerger como la fea verdad que saliera del pozo más profundo. Por el contrario, la historia fluctúa porque las piedras tiemblan. El trozo de basalto oscila entre su densidad material y su significación cultural, tan descomunal como ella. La mole bascula entre lo femenino y lo masculino, entre lo terrenal y lo divino, entre el símbolo y el ejemplo, entre el original y la réplica, entre el objeto y su capacidad de representación. Ni siquiera, por cierto, tiene un solo nombre.

 

La nostalgia, esa enfermedad de la que caían presos los soldados italianos durante las guerras napoleónicas, fue más tarde transportada al paraíso de las pasiones románticas. Preguntados los médicos franceses acerca de la razón por la que semejante condición, a veces mortal, afectaba especialmente a los italianos, los sabios doctores franceses estuvieron de acuerdo en que ningún inglés tenía razón alguna para echar de menos su tierra. Quizá los habitantes de San Miguel Coatlinchán tengan buenos argumentos para alimentar la nostalgia del objeto ausente. Quizá las réplicas que invaden los espacios públicos de la República de México no sean lo suficientemente auténticas. Después de todo, quizá compartan la opinión de que incluso en la mejor reproducción faltará el aquí y el ahora, la existencia irrepetible de la obra de arte en el lugar en el que fue originariamente creada. Lejos del aura de la autenticidad, y tanto si los habitantes de Coatlinchán han leído al tantas veces copiado y reproducido Walter Benjamin (¿no se suicidarán nunca sus ridículos imitadores?), no cabe pensar que estemos al final de ninguna historia. Por el contrario, desde su particular monte Janículo, La piedra ausente nos recuerda que los relatos están hechos de verdades y simulacros, de seres animados e inanimados, del aura de lo irrepetible y de la política de las identidades colectivas. El Museo Nacional de Antropología de México pide a gritos una actualización del marco conceptual en la que se inscribieron en los años sesenta sus colecciones. Sin tocarla, Sandra Rozental y Jesse Lerner han conseguido mover la piedra de su sitio, desplazarla todavía un poco más allá y un poco más lejos, a una proximidad contemporánea. Sus 167 toneladas ya no pueden ser tan sólo el basamento del indigenismo sobre el que se levanta la identidad nacional. Por el contrario, la biografía de esta humilde roca tallada habla de muchos pasados que remiten, todos ellos, a otros tantos futuros posibles. Es lo que tiene la nostalgia: cuando por fin regresas a casa, ya nada es lo mismo.

Javier Moscoso

Javier Moscoso (Madrid, 1966) es profesor de investigación de Historia y Filosofía de las Ciencias en el CSIC. En 2010 comisarió la muestra SKIN, en la galería Wellcome Collection de Londres, por la que pasaron más de cien mil personas. Es autor de Historia cultural de dolor (Taurus, 2011), libro del que se publicó también una edición inglesa. En breve se irá a vivir a Chicago.