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Resentimiento y naufragio

Las raíces históricas de la indignación

Al contrario que la ira, el resentimiento no va acompañado de signos visibles. La pasión no modifica el color de la piel, como supuestamente ocurre con la envidia, ni se expresa en imprecaciones o llantos, como sucede con la furia o con el abatimiento. El resentido vive en el silencio de la misma historia que rumia y que mastica, mientras su estado emocional aparece con frecuencia ligado al rencor, al odio o a la angustia. Atenazado en el cuerpo, como un cáncer moral, consume primero la razón y a veces también la vida. 

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Su estudio es complejo porque entre los efluvios de esta forma de vehemencia no se encuentran ni los ojos encendidos del odio, ni los puños cerrados de la cólera, ni los sudores fríos de los celos. A la invisibilidad de sus elementos expresivos también se suma el silencio de las fuentes y la ocultación pública de los protagonistas. Por su propia condición, el resentido ha quedado excluido de la comunidad y fuera de la historia. Su comportamiento conduce a la anomia social y a la desconfianza colectiva. Desde el punto de vista de la lógica de la navegación, el resentido es un náufrago; abandonado de sus ilusiones y defraudado en sus esperanzas, se aferra a la memoria de lo acontecido como a un pecio que pudiera mantenerlo a flote. Le va la vida en ello. 

Si la apariencia exterior es opaca, el significado de la palabra es igualmente confuso. En el mayor repositorio de las emociones de la Antigüedad, la Retórica de Aristóteles, no hay mención alguna a un sentimiento o afecto que, de una manera o de otra, pudiera corresponderse a lo que hoy nos representamos con ese nombre. Por un lado, nuestro conocimiento contemporáneo, la forma cotidiana en la que nos enfrentamos a esta experiencia emocional, lo confunde con el odio residual. En esa línea lo entiende el Diccionario de Oxford, que define la pasión como una sensación de indignación causada por una afrenta que permanece viva en la memoria. El Diccionario de la lengua española también lo describe como una dolencia o daño que no desaparece. La incapacidad del resentido para compadecerse en la ética del perdón lo ha condenado moral y colectivamente. La retórica de Nietzsche y la prosa de Max Scheler también contribuyeron a transformarlo en una emoción negativa, propia del esclavo, del débil. Detrás de la moral cristiana, argumentaba Nietzsche, no había otra cosa más que resentimiento. En el conjunto del mercado y del mundo contemporáneo, en las fuerzas económicas de la modernidad, razonaba Scheler, sólo había resentimiento. 

Pese a todas estas caracterizaciones, el resentimiento deriva su fuerza de un juicio relacionado con la provisión de acuerdos y con el desamparo al que la ruptura de esos acuerdos ha dado lugar. El resentido, por lo tanto, no sólo siente, sino que también razona. La pasión perturba por su denuncia de pactos incumplidos y de promesas rotas. Su lógica no se rige por la sorpresa de la ira o la avidez de la envidia, sino por la experiencia pulsional y corporal de una historia que nada tiene que ver con el rencor. Todo esto requiere algunas clarificaciones. 

En primer lugar, el resentimiento no es una emoción universal. Al contrario que lo defendido por el historiador francés Marc Ferro en un ensayo relativamente reciente, el resentimiento es una pasión de la modernidad que se desarrolla durante el conjunto del siglo XIX ligada a la secularización de la justicia, a la promesa de una sociedad meritocrática y a la democratización de la enfermedad mental. Las formas históricas de la indignación no se encuentran en el cristianismo primitivo, como pretendía Nietzsche, sino en el momento de creación de las modernas identidades nacionales. Sus provisiones más remotas están ancladas en los elementos constitutivos de las naciones modernas. Los principios de representación, de soberanía y de acción política proporcionan los mimbres sobre los que se construye una reacción emocional que no se atiene a las formas pausadas de la vida rural, sino que se desarrolla en el contexto del crecimiento urbano y de la movilidad demográfica y social de finales del Antiguo Régimen. La meritocracia y la promesa igualitaria proporcionan coloratura al drama de una experiencia que se manifiesta al socaire de la Revolución y del Imperio, pero que sobre todo eclosiona durante el terror blanco de la Restauración borbónica. Su historia, la historia oculta y silenciosa de esta forma de experiencia, atañe tanto a la historia (cultural) de las emociones como a la historia (política) de la psiquiatría. 

En segundo lugar, la emoción apareció siempre ligada al contexto dramático de la teatralidad moderna, a los espectadores de un pacto imaginario que mediaba entre personas afectadas de distinta manera ya fuera por la fortuna o por el infortunio. Estos espectadores de la tragedia no compartían tan sólo las pasiones de los otros, sino que asumían sus posiciones emocionales, su sed de venganza o su deseo de justicia. Sin ser ellos mismos los principalmente afectados, el estado emocional de los testigos, razonaba el filósofo Adam Smith, se alimenta de los miedos y las esperanzas de otros. Esta dramatización de la experiencia refleja uno de los significados que el Diccionario de Oxford  también atribuye al significado de la palabra: una forma de percepción o de discernimiento. Adam Smith lo llamó “resentimiento imaginario”, al tratarse de una emoción que se extendía más allá del sistema nervioso y que alcanzaba las estribaciones mismas del cuerpo social. Esa es la segunda razón por la cual el resentimiento no es sólo un sentimiento duradero en el tiempo, sino un re-sentimiento hecho de las emociones de otros, de las sombras o fantasmas de otros. Su forma dramática remite a una pasión vicaria, resultado de un naufragio emocional. El resentimiento, y más específicamente, el resentimiento político, lejos de ser una pasión baja del corazón, apareció en la Modernidad como una forma obsesiva de discernimiento ligada al deseo de objetividad y a la sed de justicia. 

Ambas condiciones, la que concierne a la dramatización de la experiencia y la que refiere a su dependencia de la historia política, florecieron sobre todo en el marco del romanticismo histórico. Herederos de Napoleón, nuestros protagonistas han sobrevivido a la Revolución, al Terror y al Imperio. Han visto también el retorno de la dinastía decapitada y han sabido de la muerte del emperador en Santa Elena. Con él se han ido algunos de los grandes sueños revolucionarios. En el marco de la construcción de una nueva identidad nacional, de una nueva forma de ordenación política, de una reforma de la educación y de la investigación, el resentimiento aparecerá allí donde menos se lo espera: en las casas de locos de la nueva salud mental y en las telas de algunos de los más grandes pintores de la época. En ambos casos, la emoción se expresa bajo la forma obsesiva de la denuncia que no puede ser silenciada y de la injusticia que no puede permanecer incólume.

 

El naufragio

Tal vez no haya imagen que mejor refleje los valores estéticos del romanticismo que la representación del naufragio. Durante las primeras décadas del siglo xix, no fueron pocos los pintores que, a ambos lados del Atlántico, decidieron dirigir sus pinceles hacia el terror sublime que inspiraba la furia del mar o el batir amenazante de las olas. Antes de que el tema llegara a los Turner, a los Delacroix o a los Courbet, lejos también de la retórica del heroísmo marino propio de la pintura holandesa, no hubo en Francia ningún otro artista que incidiera de forma más dramática en esta tragedia que Théodore Géricault. Su descomunal representación del mismo naufragio que había conmocionado a Francia, y al resto de la venerable y de nuevo católica Europa, vino precedido de una inmersión obsesiva en los detalles más sombríos de la tragedia. Su obra La balsa de la Medusa, de la que los críticos escribieron que estaba pintada para los cuervos, se presentó al público en 1819. Al verla por primera vez, todavía en el estudio de su maestro, el joven Delacroix, recibió una impresión tan fuerte que salió corriendo y continuó corriendo sin parar desde el estudio de Géricault, hasta la rue de la Planche, donde vivía entonces, al final del Faubourg Saint-Germain. 

Géricault, el hombre que se ruborizaba ante la más leve emoción, y de quien escribieron sus biógrafos que murió a consecuencia de una caída de caballo y de un exceso de relaciones sexuales, tenía 26 años cuando regresó de Italia y tan sólo 33 en el momento de su muerte. Entre estas dos fechas vivió dos periodos de retiro: la soledad de su estancia en Roma y el aislamiento al que se sometió en otoño de 1818 para pintar nuestro cuadro. A diferencia de su maestro David, que encontró su fuente de inspiración en los grandes relatos históricos, o del propio Delacroix, que fijaría más tarde su mirada en la tradición clásica, Géricault estaba interesado en la realidad inmediata, en los acontecimientos del aquí y el ahora. Su obra maestra partía del convencimiento de que la expresividad dependía del detalle de los elementos dramáticos tal y como habían sido descritos por los protagonistas. El cuadro, la representación teatralizada de una experiencia humana, debía ser también la crónica de un acontecimiento singular e irrepetible. 

La fragata francesa La Méduse había partido hacia las costas de Senegal el 18 de junio de 1816. Junto con los nuevos miembros del gobierno colonial y los empleados principales de este protectorado francés, el barco transportaba alrededor de cuatrocientas personas entre funcionarios, marinería y pasajeros. El 2 de julio, debido a la impericia de su capitán, un viejo oficial recuperado del retiro por sus lealtades monárquicas, la nave comenzó a hundirse y después de cinco días de trabajos intensos para mantenerla a flote, fue finalmente abandonada. Sin que hubiera un número suficiente de botes de rescate en los que evacuar al pasaje, y bajo la promesa del capitán de que estos arrastrarían la balsa hasta lugar seguro, unas ciento cincuenta personas fueron colocadas sobre una balsa construida con los restos de la fragata. Ya desde el primer momento, el agua les llegada a las rodillas. Tan pronto como hubo acabado la operación, el capitán faltó a la palabra dada y, argumentando en favor de la vida de aquellos que habían quedado acomodados en las barcas, dio órdenes de cortar las amarras, de modo que la embarcación fue abandonada a su suerte, a la deriva, en alta mar. Trece días después, el buque Argus sólo pudo rescatar a quince supervivientes, incluyendo entre ellos a Jean Baptiste Henri Savigny, un cirujano que, de regreso a Francia, publicó un pequeño libro titulado Comentarios sobre los efectos que hambre y la sed habían causado sobre La Méduse después de su naufragio. Bajo su apariencia médica, el texto escondía una detallada descripción de las circunstancias que habían rodeado el naufragio. 

El relato explicaba, en efecto, cómo esas ciento cincuenta personas fueron abandonadas con 25 libras de pan mojado por agua de mar y algunos pocos barriles de vino. La situación era tan dramática que la primera noche desaparecieron 12 personas tan sólo a consecuencia de los golpes de mar. El segundo día, sometidos a la fuerza de las olas y con el cuerpo hundido en el agua, otras 63 personas murieron, muchas de ellas a manos de sus compañeros de infortunio. El cuarto día, algunos de los supervivientes empezaron a devorar los cadáveres atrapados en la balsa. Al día siguiente, un nuevo conflicto redujo a 30 los sobrevivientes. Cuatro días después, cuando ya sólo quedaban 15, comenzaron a beberse sus propios orines para combatir la falta de agua. Algunos de entre ellos, a decir de Savigny, mostraban claras señales de demencia. 

Desde un punto de vista político, la oposición liberal utilizó el caso de La Méduse contra el gobierno monárquico. La elección del tema permitía avivar el desprecio hacia los verdugos, la aversión contra la incompetencia y la perversidad de todos aquellos que, ya fuera por acción o por omisión, podían considerarse responsables de la tragedia. Géricault podía haber utilizado la escena como una manera de indicar su animadversión hacia la Restauración borbónica, pero sus intereses eran más profundos. Por un lado, el pintor estaba convencido de que su obra debía evitar el estilo limitado del retrato y, por otro, entrar en el género histórico. Sabía bien que no había ningún artista de prestigio que no hubiera dirigido sus brochas hacia la historia inmediata. Los historiadores del arte han comparado La Méduse con la pintura que Antoine-Jean Gros realizó de la visita de Napoleón a un campamento de soldados asolados por la peste. En ambos casos, la elección del motivo ponía al espectador en disposición de considerar, como en los tiempos de Lucrecio, el espectáculo de la tragedia. 

En el caso de Géricault, este nuevo “naufragio con espectador”, como el filósofo Blumenberg podría haberlo llamado, comenzó por la acumulación de testimonios. El pintor se las ingenió para interrogar y retratar a los supervivientes. También encontró a uno de los carpinteros, y se hizo construir un modelo a escala que completó con figuras anatómicas en cera. Decidió entonces dejar su estudio en la calle de los mártires y trasladarse a otro mayor. En las palabras de Clément, uno de sus primeros biógrafos, encontró un lugar en el que podía estudiar “todas las caras del sufrimiento humano, desde las muecas más visibles a las agonías más horribles, junto con los rasgos que imprimen en el cuerpo humano. Fue capaz de encontrar modelos que, incluso sin necesidad de realizar un gesto, señalaban todas las expresiones del sufrimiento físico y de la angustia moral, los males de la enfermedad y los terrores de la muerte”. Para Géricault, como para el famoso fisiólogo Xavier Bichat, era necesario investigar la muerte para comprender la vida; era esencial estudiar lo patológico para extraer la norma; era imprescindible contemplar a los ciudadanos más comunes para poder trazar la historia de los movimientos más heroicos o de las más singulares hazañas. Su técnica le dirigía hacia el examen cuidadoso de las características expresivas de animales, locos y cadáveres. Como otros tantos de sus contemporáneos, estaba convencido de que el aumento de aneurismas y problemas cardíacos estaba relacionado con los males de la Revolución. Pensaba, como Bichat, que la ira aceleraba la circulación de la sangre y que el terror debilitaba el sistema vascular, de modo que, al impedir que el flujo de sangre alcanzara los vasos capilares, causaba la palidez del rostro. Aquellas caras transparentes de mejillas sonrosadas que proliferaron durante el reinado de Luis xv, las mismas caras pintadas por David, comenzaron a palidecer como resultado del miedo y de la angustia. 

Esta relación entre lo visible y lo invisible, entre las pasiones humanas y sus manifestaciones físicas, aunque presente en los protagonistas de su obra maestra, ha sido estudiada principalmente en relación con las cinco pinturas que produjo en 1822 sobre la condición mental conocida entonces como “monomanía”. Estas obras, producidas en cooperación con el médico Georget, un psiquiatra del Salpêtrière que estaba interesado, junto con sus maestros Pinel y Esquirol, en el estudio sistemático de enfermedades mentales diagnosticadas sobre evidencias clínicas, incluían una detenida representación del aspecto físico de los rasgos fisiognómicos de este tipo de enfermos. La monomanía interesaba a Georget porque era una enfermedad que “confronta al observador con los más numerosos y más importantes temas de reflexión; porque incluía todas las misteriosas anomalías de la sensibilidad y del conocimiento humano, todas las perversiones de nuestros instintos y todas las aberraciones de nuestras pasiones”. 

 

La denuncia

El resentimiento ha estado siempre relacionado con una forma de locura “parcial”, en el sentido de que aquellos dominados por esta pasión no la reivindican todo el tiempo. Su estado emocional apareció ligado a la eclosión de la condición psiquiátrica que pasó a denominarse “monomanía”. Durante la primera mitad del siglo XIX, la pasión y la enfermedad tuvieron vidas paralelas. Por un lado, la enfermedad se presentaba como un desequilibrio emocional que requería una forma de tratamiento moral. Por el otro, la pasión siempre tuvo componentes de irracionalidad obsesiva, una forma de conducta que a duras penas se compadecía con lo estatuido, lo convenido o lo acordado. 

Introducida por el médico alienista francés Esquirol en 1810, la palabra “monomanía” había adquirido plena notoriedad hacia 1830. La existencia de la enfermedad, sin embargo, fue cuestionada hacia 1850 y despareció progresivamente durante la segunda mitad del siglo. En su corta vida, pasó a ser una de las condiciones psiquiátricas más diagnosticadas de todos los pacientes que accedían a los asilos franceses. Más tarde se extendería también por el resto de Europa. Definida como una enfermedad crónica cerebral, sin fiebre, y acompañada de una lesión limitada de la inteligencia, de los sentidos o de la voluntad, el mal se presentaba como un delirio parcial en el cual el paciente se aferraba a una idea, en principio falsa, de la que deducía consecuencias verdaderas. Entre las causas del desorden, los expertos enumeraban todas las afecciones morales que aquejaban de manera inesperada a la economía animal: las pasiones violentas, las noticias de una muerte inesperada, la pérdida de libertad, las conmociones de una conciencia pusilánime, el temor o los miedos exagerados. También se incluyeron todas las pasiones ardientes obstaculizadas por imposibles: el amor exagerado hacia las bellas artes, los sueños religiosos, la tristeza de la avaricia, los deseos desorganizados propios de la arrogancia y la ambición, las enfermedades de la autoestima, de la inteligencia o la felicidad de una esperanza insatisfecha. El mal afectaba a todos los estratos sociales, pero incidía especialmente en aquellas personas con aspiraciones profesionales, sociales o económicas. Mientras que en el campo, razonaba Esquirol, la mayor parte de las enfermedades mentales se originaban a partir de pasiones simples, como el amor, la ira o las peleas domésticas, en las ciudades y los centros urbanos, la locura resultaba de las heridas del pundonor o de la ambición truncada. Aunque el estudio, por sí mismo, no conducía a la locura, sí lo hacía el deseo de distinción: “He visto –escribía– muchos estudiantes que, guiados por el afán de emular o superar a sus compañeros, han caído víctimas de la masturbación o han sido presas de la locura. Y lo mismo se aplica a novelistas y escritores, músicos y artistas, militares y funcionarios públicos”. 

En el primer caso clínico que abre la Medicina de las pasiones, nuestro alienista describe la historia de un oficial del ejército que abandonó una noche sus aposentos y comenzó a deambular sin rumbo por las calles de París. Mientras cruzaba la plaza de Louis xv, le extrañó sobremanera la ausencia de la columna Vendôme. Aunque esta columna tiene casi cuatro metros de diámetro y unos cuarenta y cuatro metros de altura, nuestro pobre militar simplemente no fue capaz de verla. Por el contrario, se convenció a sí mismo de que un grupo de rebeldes la había derribado, así que se hizo fuerte en el puente impidiendo el paso y permaneció allí atrincherado hasta que fue detenido por el Ejército Nacional, no sin ofrecer resistencia. 

Aunque Esquirol interpretó el error en la percepción como uno de los síntomas predominantes de su locura, los orígenes de la enfermedad eran algo más intrincados. El hecho de que el funcionario creyera que el país había sido tomado por fuerzas insurgentes constituye un síntoma físico de un error de percepción anterior y más profundo. Como en otros casos similares, la enfermedad dependía de la falta de simetría entre la expectativa y la realidad. En palabras del propio Esquirol, nuestro oficial “no había sido recibido en París como esperaba o, en otras palabras, no se le había concedido lo que creía merecer”. A lo largo de las páginas de los grandes tratados sobre enfermedad mental de comienzos del siglo XIX hay muchas historias similares. En un caso, un joven artista, un admirador de Jean-Jacques Rousseau que no había podido ganar un premio de escultura, desarrolló un odio extraño hacia la humanidad. Así que empezó a desplazarse a cuatro patas como un perro, se negaba a dormir en una cama y trababa de alimentarse de pequeños frutos que encontraba en el suelo. En otro caso, un joven químico, después de una crisis de agotamiento consecuencia de un intenso trabajo no recompensado, se arrojó por la ventana. La primera frase que pronunció antes de morir fue: “Creo que tengo que renunciar a mis expectativas”.

En todos los casos, la monomanía estaba vinculada a las condiciones urbanas, al deseo de gloria y al anhelo de grandeza. Como el resentimiento, la enfermedad mental también comenzaba con un juicio obsesivo sobre la realidad. Era una forma de locura que se apoyaba en el anhelo de distinción y en la obsesión de reconocimiento: “Estos monomaníacos –escribió Esquirol– están convencidos de que se les deben los más altos honores, de modo que todo el mundo tiene que aceptar que habitan una región superior, en la que permanecerán para siempre”.

 

La enfermedad democrática

Amediados del siglo XIX, el historiador escocés Thomas Carlyle interpretó la obra maestra de Géricault como una metáfora de toda la nación de Francia. Los cuerpos de ese lienzo parecían reflejar la esperanza entera del pueblo francés y el nuevo prospecto de su identidad nacional. Cada uno de los protagonistas del cuadro servía un propósito y todos en su conjunto señalaban la esperanza remota, apenas visible en el cuadro, de un rescate colectivo. En 1845, cuando Esquirol publicó su tratado sobre enfermedades mentales también hizo una comparación similar entre el mundo y el asilo. La similitud entre los principios de la sociedad del siglo XIX y las salas que daban cobijo a los enfermos no dependía tan sólo del hecho de que el asilo pudiera considerarse una consecuencia del primero. Para Esquirol, la maison de fous, la casa de locos, más que un reflejo del mundo, era un modelo a escala de la sociedad. Cada una de ellas contenía las mismas ideas, las mismas pasiones, las mismas desgracias que podían encontrarse fuera de sus paredes. Al igual que la sociedad, el asilo tenía sus dioses, sus sacerdotes, sus congregaciones, sus fanáticos, sus reyes y reinas y emperadores, sus cortesanos y ministros, sus generales y académicos y funcionarios. Entre sus miembros, siempre había alguien que se creía un dios y otro que pensaba tener el genio de un Newton o la elocuencia de un Bossuet.

Si todavía hoy el resentimiento atrapa por igual a los académicos, a los músicos o a los artistas es tan sólo porque ninguno está dispuesto a aceptar que su posición social o profesional dependa de ninguna otra cosa que del propio mérito o de la propia capacidad y, segundo, porque sus expectativas se han visto, a su juicio, injustamente defraudadas. Lo mismo se aplica a los novelistas y a los escritores, a los militares o a los funcionarios. En todos los casos, la pregunta que inspira tanto el resentimiento como la monomanía es por qué yo o por qué a mí. ¿Por qué no se me ha librado de este injusto destino? ¿Por qué no me cuento entre los supervivientes de este naufragio? ¿Por qué no podía ser yo un comandante militar, el emperador de Francia o el propio Napoleón?

No intento decir, por supuesto, que la monomanía y el resentimiento siempre tomaran cuerpo en la misma persona. Lo que sugiero es que tanto la pasión como la enfermedad se relacionan con la promesa revolucionaria de un espacio político y con una forma de organización social basada en medidas igualitarias. Ambas están comprometidas con una promesa meritocrática que postula una secularización de la justicia y una distribución de la riqueza independiente del nacimiento o de la fortuna. En los dos casos, el juicio emocional o pasional toma la forma de una idea fija que se expresa de manera obsesiva con la denuncia de una promesa incumplida. 

Enfrentados con el naufragio político de la Restauración borbónica, Géricault no busca ni compadecer a las víctimas ni denunciar a los malhechores. La forma cultural de sus imágenes se encuentra a medio camino entre la política y la estética, lo sensorial y lo cognitivo, lo epistémico y lo emocional. Este resentimiento moral y político invita a mantener la mirada, a contar una historia, a convertir la singularidad en relato. A su manera testifica el destino de una pasión que a finales del siglo xix, en los tiempos de la Comuna de París, los psiquiatras comenzaron a denominar morbus democraticus.

Hoy en día, la crisis económica del sur de Europa, especialmente en lo que respecta al hundimiento de sus clases medias, ha vuelto a poner en circulación las viejas ideas retóricas de los naufragios, de los náufragos y de sus rescates. Como en los tiempos de Géricault, los indignados se mueven entre la compasión hacia todos aquellos que han sido defraudados en sus promesas y el encausamiento de los traidores. Entre la solidaridad y la justicia, la enfermedad democrática de la nueva indignación política también se sostiene sobre una idea fija que no acepta ni los avatares de la fortuna ni la mera fuerza de las olas para dar cuenta de la desgracia. Sus proclamas pueden parecer ingenuas, disparatadas incluso. Sus juicios, sin embargo, se atienen a la lógica emocional de quien sabe, o cree saber, que todas las palabras dadas han sido incumplidas y todos los pactos sociales han sido igualmente rotos. Al abogar por un nuevo proceso constituyente, de pie en una balsa, con el agua ya a la altura de la rodillas, la indignación de una parte de Europa se bate de manera obsesiva entre la aceptación de los avatares de la economía, que algunos representan como fuerzas incontroladas e imprevisibles, o la denuncia colectiva de las formas de corrupción que han conducido a la tragedia. “Son sólo unos resentidos”, dicen sus enemigos políticos. Y tienen razón. La suya es una protesta del discernimiento, de quien sabe, o cree saber, que el mundo moderno creó un nuevo espacio político en el que los náufragos ya no podían ser un resultado de la necesidad, sino de la impericia de quien gobierna la nave o de su abuso de confianza. 

Javier Moscoso

Javier Moscoso (Madrid, 1966) es profesor de investigación de Historia y Filosofía de las Ciencias en el CSIC. En 2010 comisarió la muestra SKIN, en la galería Wellcome Collection de Londres, por la que pasaron más de cien mil personas. Es autor de Historia cultural de dolor (Taurus, 2011), libro del que se publicó también una edición inglesa. En breve se irá a vivir a Chicago.