Contenido

La afición de Chamartín

Modo lectura

Rodrigo se planta en Concha Espina ante la puerta 20. Eleva la vista hacia la torre B y suspira. 83 centímetros más abajo en la vertical, Rodri lo mira con los ojos desorbitados y la boca medio abierta. Rodri no mira el estadio, sino a su padre. Es su primer clásico pero también su primera noche en el Bernabeu. Ya arriba en las gradas, percibe la profundidad y la altura del campo como un paisaje de montaña. Categoría 1, sector 535. “Papa, con tanta luz parece de día”. Rodrigo comienza a relatar la historia de Zarra, y cómo Messi podría anotar su tanto 13 esta misma noche, y que sería su 251, y… Salen los jugadores al campo. Con el dorsal 1, el capitán Iker Casillas. “Papa, ¿por qué chillan a Iker?”. Rodrigo frunce el ceño: “La gente está triste. Dudan de su actitud. Como madridista...".

Algo sucede en el Bernabeu que aleja sensiblemente a Chamartín de Arganzuela,  de Vallecas, de Getafe, de Alcorcón… No se trata (simplemente) de la estratificación social de cada una de las aficiones. No se trata de una reproducción, en el contexto futbolístico, de las diferencias entre clases económicas, ideologías políticas, gustos y preferencias estéticas, o idiosincrasias de un barrio o de un área metropolitana. Algo sucede en el Bernabeu que podría sucedernos a cualquiera. Y tiene que ver con la pitada a Casillas. No con el hecho de que esté cuestionado –por las últimas estadísticas en juego aéreo a balón parado, por su labor como capitán, por sus deficiencias en el juego con los pies…–. No tiene que ver con la situación objetiva de Casillas, sino con el hecho de que la afición le pite. Algo sucede en el Bernabeu que depende fundamentalmente de su afición. ¿De qué se trata?

El Bernabeu premia la entrega, el esfuerzo y el sacrificio, ¿son éstas las actitudes que la afición ya no está segura de encontrar en Casillas? Retrocedamos unos cuantos años para encararlo en perspectiva. Raúl González Blanco era –y aparentemente sigue siendo– la representación más ajustada al modelo, el paradigma. Raúl es la encarnación del madridismo, el Eterno Capitán, el Ángel de Madrid, el 7 de España. Por su parte, Guti representaba, a ojos de la afición, su perfecto contrario: holgazán, indolente y ocioso. Raúl solía verlas llegar, esperando con los brazos en jarra en su perpetuo reducto de ariete. No obstante, cuando las cosas iban mal “era el primero” (así se cuenta) en bajar a defender. Tenía un olfato magistral para saber cuándo y cómo levantar la moral del Bernabeu. Y aquí lo importante: Raúl se caracterizaba por pelear balones imposibles, por correr a por balones que estaban perdidos de antemano. El Bernabeu estallaba en éxtasis. Guti, por el contrario, llegó a decir: “Yo no voy a correr a por el balón sabiendo que no voy a llegar”.

Así que la actitud merengue no es meramente aquella de la entrega, el esfuerzo, el sacrificio, sino incluso y sobre todo la de la entrega, el esfuerzo y el sacrificio ciegos, gratuitos, sin objeto y sin consumación. El esfuerzo por el esfuerzo, el empecinamiento improductivo, el arrojo infinito. La actitud merengue se organiza en torno a lo que podemos llamar moral de la abnegación resignada: la convicción de que, aunque esté todo perdido, lo suyo es pelear. Don Quijote dijo de Don Quijote “que si no acabó grandes cosas, murió por acometellas”. Así Raúl González Blanco. Por cierto, ¿no es precisamente esto lo que demanda la afición de Ventas a sus matadores? No obstante, una dificultad emerge bien como causa, bien como efecto de tal resignación abnegada, pero en irremediable matrimonio con ella. A la moral de la resignación abnegada le acompaña siempre una moral del mérito indirecto: la convicción de que, tanto sacrificio, alguna recompensa tendrá. El mero hecho de intentar algo –intento que encuentra el límite cuando su consecución es imposible– exige algún tipo de efecto positivo, algún tipo de compensación. “Y si, por lo que os quiero, algo merezco…” (La Galatea). Se trata de reivindicar la acción frente a sus fines y sus efectos, de reapropiarse la derrota. Se trata de la gloria de quien perdiendo ya ha vencido. Reza el himno: “Cuando pierde da la mano, sin envidia ni rencores, como buen y fiel hermano” –y así ya siempre ha ganado–. 

Hasta aquí no hemos sido completamente justos con Guti. Siendo Raúl el paradigma del madridismo, Guti no representa una simple negación. La dualidad no termina de funcionar si se entiende de modo excluyente. Quizás Guti, en su dejadez y holgazanería, está más cerca del modo de ser de la afición madridista. Si al alma le corresponde el señorío ascético y la renuncia (Raúl), al cuerpo, la ociosidad sencilla y el goce (Guti). Y ambos no son incompatibles. A todos nos ha fascinado el contraste de encontrarnos a Guti de fiesta por Madrid, cubata y pitillo en mano, y verle al día siguiente hacer magia desde el círculo central. Esa virtud liviana e inmediata, esa facilidad. No obstante, el contrapunto corporal aparece lamentablemente como eso, como contrapunto. Guti siempre fue incógnita, vivió bajo presión constante, cada minuto de juego podía ser el último. Guti es el desheredado, Raúl el apadrinado. Y todo lo dicho hasta ahora refiere a una tradición que viene organizando nuestro modo de vivir en el terruño y a la que podemos reconocer bajo el nombre de “estoicismo cristiano”. En virtud de esta dualidad y de sus tensiones se organizan nuestras nociones del éxito y el fracaso, del laborioso y del vago, del trepa, del insumiso, de la honra, el honor, la indignidad y la vergüenza…

En conclusión, no hay Madrid ni madridismo sin Raúl, pero tampoco sin Guti. Y la actitud del Bernabeu parece siempre el efecto de esta tensión irresoluble. Raúl y Guti han sido y serán el alfa y el omega. Apolo y Dionisos bajo el manto de Cibeles.