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Joseph Joubert (1754 - 1824)

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Muy pronto, en 1838 —a raíz de la publicación confidencial de la primera selección de sus Cuadernos, catorce años después de su muerte—, el exquisito Saint-Beuve trazó el retrato canónico de Joubert: «Aunque los Pensamientos de este hombre notable hayan sido impresos solo para los ojos de la amistad, siento que están destinados a ver extenderse de tal forma el círculo de amigos que el público terminará por conocerlos. Nunca escribió un libro, pero leyó los de los otros. Era el público de sus amigos, el lector más refinado, original e inspirador. Pertenecía a esa dinastía flotante de espíritus delicados cuya seña de identidad consiste en no dejar su nombre. Su crítica, no escrita, sino hablada, aportaba algo de la primera escuela de Atenas. Su pensamiento era una columna antigua, solitaria, que nunca tuvo templo. En 1789, vio llegar la Revolución con esperanzas tan vastas como su amor por los hombres. Durante mucho tiempo persistió en considerarla exclusivamente desde su aspecto provechoso para el porvenir y, sobre todo, regenerador. Inmediatamente después de los días del terror y la ruina [1794], fue un buen consejero de instrucción pública. "Dichosos aquellos que hayan salido inmaculados de tantos crímenes e ilesos de tantos peligros. ¡Viva para siempre la libertad!". De vuelta al otro polo, es decir, a la escuela monárquica, sentencia: "No hay libertad en nada; pero si hubiese justicia en todo, ya sería suficiente libertad". Por muy ocupado que pudiera estar consigo mismo, siempre tuvo un rincón donde hospedar a los otros. Era el más hospitalario de los corazones. Ningún libro corona mejor que el suyo la serie iniciada por las Máximas de La Rochefoucauld, continuada por Pascal, La Bruyère y Vauvenargues, y que por múltiples atajos retorna a Montaigne».

Intermitentemente creyente o ateo, pero indistintamente lúcido, este hijo de cirujano —que leyó desde muy joven a los clásicos grecolatinos en sus lenguas nativas— solo cultivó con seriedad la religión de la síntesis. Desechada la tentación del sacerdocio, se consagraría a la escritura de cuadernos, que a diferencia de la escritura de libros apuesta por la inmortalidad en lugar de por el éxito. Desde su conocimiento de la cultura griega, graduó la exacta contribución de su generación: «Nosotros, los modernos, tenemos más brillo, pero menos claridad» (1805). Chateaubriand lo describió como un Platón en el corazón de La Fontaine; Saint-Beuve, como un Sócrates pintado por Rembrandt. Salvo el del amor, palabra infrecuente en sus cuadernos —«Para amar verdaderamente, hay que hacerlo en un sentido sereno», observa—, trató todos los temas eternos con la cercanía del escritor que se impone como deber hablar al oído de su lector.

Llega a París a los 24 años, conoce a Diderot y se declara ateo. Con 35, durante la Revolución, ejerce como juez de paz y trabaja en una «historia imparcial» de Francia. A los 40, contrae matrimonio con Adélaide Moreau, tiene un hijo, comienza a pasar temporadas extramuros: «Me entristece dejar París, porque tengo que separarme de mis amigos; y me entristece dejar el campo, porque entonces tengo que separarme de mí mismo». Anota esta confesión el mismo año (1803) en que Pauline de Beaumont —en cuyo salón oficiaba la pequeña sociedad literaria de la que formaba parte junto a Chateaubriand, Fontanes, Bonald y Molé— moría de tuberculosis en Roma, en brazos del autor de Memorias de ultratumba.

«Únicamente con lentitud y extrema fatiga puedo hacer bien las cosas», afirma. Hacer bien las cosas, es decir, expresar de manera concisa lo que sabe. Pero lo que sabe es justamente lo que se le escapa, lo sublime, aquello que solo merecería ser escrito sobre seda. Sabe que la verdad puede tocarse, pero no empuñarse, que es necesario volverse loco sin perder la cabeza, que para pensar en serio hay que estar alegre, que la sangre lucha sin cesar contra el precepto... Saint-Beuve, quien le reprocha cierta afectación, lo exime de toda vanidad. Sus aforismos —pensamientos o reflexiones, en sentido genérico; anotaciones o apuntes, en sentido estricto— carecen de superficie: solo tienen fondo. Transparentes a la vez que enigmáticos, parecen surgir como fosforescencias. Maurice Blanchot los denomina «cortes de meditación»; Georges Perros, «fragmentos cristalizados»; Elias Canetti, «exhalaciones». Su poética reza: «El sonido ha de ser breve; el significado, infinito».

No estar a la cabeza de nada le permite ser el alma de muchas cosas; un alma que irradia por igual ternura y cortesía. Pasa los días condensando frases, fundiendo palabras, combinando sonidos y sentidos capaces de expresar con precisión y sencillez un pensamiento memorable. El tiempo que economiza en la escritura, lo invierte en la lectura: de Homero a Descartes, de Confucio a Tácito, de Pascal a Voltaire. Incondicional de las ideas, pero contrario a la argumentación, el arte de Kant, a quien también leyó, se le antojaba laberíntico.

Amigo de perderse en sus propias indagaciones, atisbó reveladores destellos de la condición humana: «Algunos defectos se hallan tan ligados a grandes cualidades que no conviene tratar de corregirlos». Nunca agradeceremos lo bastante a su viuda que pusiera a disposición de la posteridad los diarios de su esposo. Chateaubriand —quien definió a Joubert como un egoísta que solo pensaba en los demás— promovió una edición póstuma destinada a los amigos (Pensamientos, 1838). Cuatro años más tarde, vio la luz una selección más amplia y accesible. Durante las primeras décadas del siglo XX, Eugeni d'Ors tradujo e introdujo a Joubert en Cataluña, con felices consecuencias, pese a lo tardío de la fecha. La primera antología en castellano tuvo que esperar hasta 1995. Su autor, el barcelonés Carlos Pujol, presentaba así a Joubert:

«Pertenece a una tradición muy francesa, la de los llamados "moralistas", que cifra su visión del mundo en frases cortas. Al lado de Joubert, La Rochefoucauld resulta relamido; Pascal, perdido en apasionadas abstracciones; Vauvenargues, tímido; Chamfort y Rivarol, avinagrados. Domina el término medio entre lo sublime y el humor; expresa la hondura por medio de un roce verbal que es casi música. Fue la suya una vida sin relieve, una presencia social de escaso brillo, casi la de un burgués ermitaño, la de un don nadie. Después de un lento y silencioso proceso de maduración, sufre una mudanza. Aspira entonces a la luz de la verdad, no al resplandor de la propaganda. La media sonrisa enigmática que muestran sus retratos es la del hombre de vida interior, la del filósofo de puertas adentro».

Pujol recoge un ramillete de textos que glosan la figura de Joubert: «Nadie más adecuado para conquistar y cautivar a la gente delicada del futuro, caso de que aún exista gente delicada en el futuro» (Barbey d'Aurevilly); «Pasar casi inadvertido para su propia generación, pero ser admirado por los más iconoclastas de la siguiente y ver transmitirse esa predilección a sucesivas generaciones, como la lámpara misma de la vida. Eso le ha sucedido a Joubert, y es una suerte envidiable» (Matthew Arnold); «Espíritu sutilísimo, etéreo y luminoso, paradójico, humorista. La celebridad de este soñador es completamente póstuma, pero muchos preferirían ser autores de sus Pensamientos que de las voluminosas producciones de Chateaubriand» (Menéndez Pelayo); «Un estilista de gran rareza, un moralista agudo y profundo, una figura de gran señor en la república de las letras, con la doble nobleza del pensamiento y la bondad» (Eugenio d'Ors).

De los testimonios recopilados a continuación, el primero y el segundo  proceden respectivamente del elogio fúnebre dedicado a Joubert por Chateaubriand, y de una edición conmemorativa del bicentenario de su nacimiento.

René de Chateaubriand (1824): «Nacido con talentos que hubieran podido hacerlo célebre, prefirió llevar una vida apartada. Era uno de esos hombres que atraen por la delicadeza de sus sentimientos, la benevolencia de su alma y la claridad de su espíritu. Nadie se olvidó tanto de sí mismo para ocuparse de los otros».

Raymond Dumay (1954): «Uno de nuestros autores más secretamente leídos y menos frecuentemente citados. Su obra se parece a una casa abandonada abierta a todos los vientos».

Josep Pla (1918 / 1919 [1966]): «Leemos a Joseph Joubert no solo con gran provecho, sino con auténtica delicia. La insistencia que ha puesto y pone Eugeni d'Ors en hacérnoslo leer es uno de los mayores favores que le debemos. Para personas como yo, que tienen una especie de incapacidad biológica para la metafísica, estos textos son capitales. Siento que, por muchos años que pasen, no podré olvidarlos. Su lectura fue como un impacto en el punto preciso» / «Por influencia del libro de Joseph Joubert que Climent ha leído por sugerencia de Josep M. Capdevila, el cual se aficionó —a Joubert— por orden de don Eugeni d’Ors, mi amigo suele decir que la esencia de la buena educación consiste en disimular de manera sistemática la cualidad preeminente... Encuentro la lectura de Joubert infinitamente agradable, fruto de un hombre sin hiel ni pedantería, de un gusto admirable. Como escritor, es literalmente inconcebible en estas latitudes».

Maurice Blanchot (1959): «La oscuridad en la que vivió constituye a menudo el privilegio de la actividad artística: incluso un dios debe ignorarla. Llevó tan lejos como pudo el ahuecamiento de las cosas y el ahondamiento de lo real».

Elias Canetti (1960): «Joubert tiene seriedad, encanto y profundidad. Estas tres cualidades participan proporcionadamente de su pensamiento, y por eso da la impresión de hallarse más cerca de la Antigüedad que cualquier otro autor de aforismos. Capta lo espiritual como si fuese un movimiento del aire. Siente las ideas y las palabras como aliento, como vuelo de aves que subieran o bajaran planeando».

Georges Perros (1973 / 1981): «Sus lectores, raros, han llegado a formar una especie de sociedad secreta, hasta el punto de que se ignoran los unos a los otros. Solo puede hablarse de él a media voz, como si aquel hombre apasionado por la luz no soportara ser apreciado sino en la sombra. Sus palabras dejan pasar al texto como las flores al viento. No publicó nada, y sabía muy bien por qué. Su obra póstuma respira en una eternidad de segunda fila, en una de esas aldeas que las grandes carreteras dejan siempre al margen de su infierno motorizado. Aldeas protegidas por no se sabe qué resistencia secreta, como si Dios hubiera buscado allí refugio clandestino. Joubert tiene la posteridad que merece, la que deseaba. Poco conocido, poco leído, pero de modo apasionado, pasa con silenciosa discreción de generación en generación sin apenas mostrar sus papeles en la aduana» / «La más inteligente sonrisa que pueda concebirse».

Raland Barthes (1979): «La preparación de la obra puede ser un puro fantasma, del que el escritor no conoce más que algunos destellos, algunas notas, algo que Joubert expresaba de la siguiente manera: "Soy como un arpa eólica, que produce hermosos sonidos, pero no ejecuta melodía alguna"».

Cristóbal Serra (1996 / 2002): «Le debemos un sinfín de distinciones sutiles propias de la conciencia moderna iluminada» / «A causa de su frágil salud, era incapaz de llevar a cabo el esfuerzo sostenido que exige la creación de grandes obras, pero, por otra parte, pudo ser un gran lector, un meditador y sobre todo un infatigable anotador. El más poético de cuantos escritores franceses han cultivado la literatura salteada».

James Geary (2005): «Fue el menos mundano de todos los grandes escritores franceses de aforismos. Cuando murió, sus pensamientos se encontraron en dos centenares de cuadernos. Muchos de ellos, incluyen las luminosas ideas de Joubert sobre el arte del aforismo en sí: "Me gustaría que los pensamientos se sucedieran con el mismo orden que las estrellas del cielo, a intervalos, sin apreturas, sin confusión, con la debida secuencia, armonía y estructura. Me gustaría que girasen juntos, pero independientemente, como perlas sin enhebrar". Los aforismos de Joubert son en realidad como estrellas: su tenue luz tarda en llegar a nosotros, pero forma constelaciones de una majestuosa elegancia».

Valentí Puig (2014): «Joubert es el sage [cuerdo] que no busca llamar la atención entre los egos que pueblan un salón de ilustración cortesana. Escucha, observa, destila mesura mientras los ambiciosos galopan y los mediocres imitan. Los pequeños maestros nos salvan a veces de hacer el ridículo. Ese es Joubert».

Cuadernos (1776-1824)

No es equivocado decir que a veces se nos ama más por nuestros defectos que por nuestras virtudes. (1776)

¿Queréis conocer el mecanismo del pensamiento y sus efectos? Leed a los poetas. ¿Queréis conocer la moral, la política? Leed a los poetas. Profundizad en lo que os agrada de ellos: es la verdad. (1783)

Se establecen siempre grandes vínculos entre los pueblos que se hacen largas guerras. La guerra es una especie de comercio que vincula en cierto modo a los mismos que desune. (1783)

El pensamiento se forma en el alma como las nubes en el aire. (1786)

Se adquiere el derecho a consolarse de todos los males que existen haciendo todo el bien que se puede. (1787)

Por medio del recuerdo remontamos el tiempo; por medio del olvido, nos abandonamos a su curso. (1791)

Somos en el mundo lo que las palabras en un libro. Cada generación, una línea, una frase. (1791)

Enseñar es aprender dos veces. (1793)

Platón es un autor cuyas ideas no se comprenden hasta que se han convertido en las nuestras. (1796)

Si queréis dar a los hombres una virtud, empezad por darles una pasión. (1796)

Si la fortuna quiere hacer estimable a un hombre, le da virtudes. Si quiere hacerlo estimado, le da éxitos. (1796)

Diríjanse a los jóvenes, ellos lo saben todo. (1797)

No cortéis lo que podáis desatar. (1797)

Si te dan un palo, devuelve un haz de leña. (1797)

No es sino buscando las palabras como se encuentran los pensamientos. La palabra es el cuerpo del pensamiento. (1798)

Rousseau. En sus libros se enseña a estar descontento de todo, excepto de uno mismo. (1798)

Empieza haciéndolo mejor que los demás, y luego mejor que tú mismo. (1799)

La verdad en perspectiva, y la paz en posesión. (1799)

Amonedar la sabiduría. Acuñarla en máximas, proverbios, sentencias fáciles de recordar y transmitir. (1799)

Al actuar hay que atenerse a las reglas, y al juzgar hay que considerar las excepciones. (1799)

Los niños tienen más necesidad de modelos que de críticas. (1800)

Cierra los ojos y verás. (1801)

El mal sirve de estiércol al bien. (1801)

¿Es que el talento no necesita pasiones? Sí, necesita muchas pasiones reprimidas. (1801)

Todo exceso es defecto. (1802)

En la composición de la dicha interviene la certeza de haberla merecido. (1803)

Me entristece dejar París, porque tengo que separarme de mis amigos; y me entristece dejar el campo, porque entonces tengo que separarme de mí mismo. (1803)

Afortunados, en literatura, quienes llegan a continuación de los peores; desafortunados, quienes llegan después de los mejores. En la vida y en el mundo, sucede lo contrario. (1803)

El pulido y el acabado es al estilo lo que el barniz a los cuadros. Los conserva, los hace durar, los eterniza en cierto modo. (1804)

Todo lo exacto es corto. (1804)

Intentar convertir a un ciego en escultor. (1804)

Gloria. Mejor desearla que poseerla. (1805)

La amistad es una planta que debe resistir la sequía. (1805)

Nosotros, los modernos, tenemos más brillo, pero menos claridad. (1805)

Para descender dentro de uno mismo, es preciso primero elevarse. (1806)

Cuando mis amigos son tuertos, los miro de perfil. (1806)

Haced que las pequeñas frases digan grandes cosas. Montesquieu tuvo ese talento. (1806)

El gran asunto del hombre es la vida, y el gran asunto de la vida es la muerte. (1806)

El anochecer de la vida porta consigo sus propias luces. (1807)

Soy, como Montaigne, inepto para el discurso continuo. (1808)

El mayor inconveniente de los libros nuevos es que nos impiden leer los antiguos. (1808)

Libertad. Libertad de hacer el bien. No es necesaria otra. (1808)

La atención es el aliento el espíritu. (1808)

La medicina y la moral son hermanas. Para prevenir o curar las enfermedades y los vicios, descienden si es preciso a las cloacas e inspeccionan los excrementos. (1808)

No confundáis lo que es espiritual con lo que es abstracto. Y recordad que la filosofía tiene una musa y no debe ser una simple tienda de razonamiento. (1809)

La señora Victorine de Chastenay decía de mí que tenía «el aspecto de un alma que ha encontrado por casualidad un cuerpo, y sale del paso lo mejor que puede». La frase es muy bonita y no puedo afirmar que no sea acertada. (1812)

Estoy enfadado con la tesorería, porque contemplo el dinero como estiércol, como abono, y ellos lo miran como la cosecha». (1813)

Hay quien dibuja sus pensamientos, quien los pinta, quien los graba y quien a veces los esculpe. (1813)

No se puede hallar poesía en parte alguna si no se lleva dentro de uno mismo. (1813)

La justicia es la verdad en acción. (1814)

Soy, lo reconozco, como un arpa eólica, que produce hermosos sonidos, pero no ejecuta melodía alguna». (1815)

Atormentado por la infausta ambición de resumir todo un libro en una página, toda una página en una frase y esa frase en una palabra. Este soy yo. (1815)

Cuando has encontrado lo que buscabas, no tienes tiempo de decirlo. Hay que morir. (1815)

Reclamad una autoridad antigua para cada opinión nueva. (1816)

Santa Teresa es la Safo de la devoción. (1816)

¡Libertad, libertad! No hay libertad en nada, pero si hubiera justicia en todo ya sería suficiente libertad. (1817)

Llaman «progreso de las luces» a la disminución de la credulidad. Pero si esta disminución de la credulidad solo produce un aumento de la presunción personal, ciertamente las «luces», en vez del progreso que se les supone, estarán muy pronto todas apagadas. (1819).

Si la industria es demasiado favorecida, domina. Si domina, es un poder. De modo que vais a ser gobernados por los mercaderes, por los banqueros, en vez de serlo por los sabios; por los villanos, en vez de por los nobles. (1823)

 

[A partir de aquí, no ha podido ser acreditada la fecha de redacción de las anotaciones;  las señaladas con asterisco eran ya transcritas por Sainte-Beuve, quien confesaba: «No me cansaría de citarle»]

 

¿Qué es, pues, la poesía? Por ahora, no lo sé; pero sostengo que en todas las palabras empleadas por el verdadero poeta hay cierto fósforo para la vista, cierto néctar para el gusto y una ambrosía para la atención que no existe en las otras. *

La sabiduría es el reposo en la luz. *

Para escribir bien, hay que poseer una facilidad natural y una dificultad adquirida. *

Antes de emplear una bella palabra, hazle un sitio. *

Una obra no solo debe ser buena, sino estar hecha por un buen autor. *

No hay música más agradable que las variaciones de las canciones que conocemos. *

El tiempo que ayer perdía en los placeres, hoy lo pierdo en los sufrimientos. *

Los libros que nos proponemos releer en la edad madura semejan los lugares donde nos gustaría envejecer.

Todos nuestros instantes de luz son instantes de dicha. Cuando hay claridad en nuestro espíritu, hace buen tiempo.

Los pueblos que han perdido la virtud y el saber, ya no piensan en recobrarlos. Nadie —excepto el verdadero sabio— quiere volver atrás, ni siquiera para tomar un buen camino.

Uno de los saberes más útiles es saber que nos hemos equivocado; uno de los descubrimientos más delicados, descubrir un error. «Capaz de desengañarse»: hermosa alabanza y hermosa cualidad.

El error agita; la verdad sosiega.

Empleamos la vida entera en ocuparnos de los otros; la mitad, queriéndoles; la otra mitad, maldiciéndoles.

Todo aquello que es fácil de ser expresado bien, ha sido ya expresado; el resto es nuestra tarea: penosa tarea.

En general, la paradoja enuncia una proposición verdadera, cuya proposición contraria es igualmente cierta.

Virtud: la elevan tanto al exaltarla, que parece pequeña.

Existe una diferencia entre descubrimiento y hallazgo: se descubre lo que se busca; se halla lo que no se buscaba.        

Al educar a un niño hay que pensar en su vejez.

Existen inteligencias parecidas a espejos cóncavos o convexos: representan los objetos tal y como los reciben, pero nunca los reciben tal y como son.

Las palabras, como el vidrio, oscurecen todo aquello que no ayudan a percibir mejor.

Para que una expresión sea bella, debe decir más de lo necesario, sin dejar de decir con precisión lo que estaba llamada a decir. Lo excesivo y lo suficiente deben confluir, al igual que la economía y la abundancia. Lo estrecho y lo amplio, lo poco y lo mucho, tienen que fundirse. El sonido ha de ser breve; el sentido, infinito. Todo cuanto es luminoso posee este carácter. Una lámpara alumbra el objeto al que se aproxima, a la vez que otros veinte a los que no se tenía intención de aproximarla.

Hay mil maneras de decir lo que se piensa, y una sola de decir lo que es.

Algunos escritores crean noches artificiales para dar apariencia de profundidad a su superficie, resplandor a sus luces mortecinas.

La ignorancia, que en moral atenúa la falta, es una falta capital en literatura.

Escribiendo demasiado, arruinamos nuestro espíritu; no escribiendo, lo oxidamos.

La obra dudosa o mediocre necesita del consenso para agradar a su autor; lo perfecto lleva consigo la convicción de su belleza y su mérito.

No es la abundancia, sino la excelencia lo que hace la riqueza.

La razón puede advertirnos de lo que conviene evitar; solo el corazón nos dice lo que es necesario hacer.

La más bella de las valentías: ser feliz.

Las revoluciones son tiempos en los que el pobre no está seguro de su honradez, ni el rico de su fortuna ni el inocente de su vida.

El genio comienza las bellas obras; solo el trabajo las acaba.

La verdad se parece al cielo; la opinión, a las nubes.

Justicia sin fuerza, y fuerza sin justicia: terribles desgracias.

No hay que escoger por esposa sino a la mujer que se elegiría como amigo si fuese un hombre.

Prefiero quienes hacen el vicio amable a quienes degradan la virtud.

Unos instantes antes de morir, Franklin repitió estas palabras basadas en la religión que se había hecho para sí mismo: «Un hombre no ha nacido realmente hasta después de su muerte».

Sé excelente y vivirás.

El final de una obra siempre debe hacer recordar el comienzo.