Contenido

Joan Fuster (1922 - 1992)

Modo lectura

Hijo de un tallista —de un tallista apellidado precisamente Fuster, es decir, “carpintero”—, cultivó con maestría el arte de modelar el lenguaje. Tras concluir sus estudios de Derecho, vivió como un cosmopolita sedentario en su tranquilo pueblo natal, Sueca, que apenas abandonaba para viajar a Valencia o Barcelona. Formado en los círculos próximos al exilio republicano, del que se sentía partícipe, publicó su primer texto en catalán en 1944. Diarista, articulista, ensayista, poeta, epistológrafo, funámbulo de la literatura, afirmaba en 1962: “Soy un gran trabajador —esta virtud no quiero que me la nieguen—, y lo único que lamento es que la necesidad de ganarme la vida a fuerza de escribir me deje tan poco tiempo para leer”. Hasta tal punto fue prodigiosa su capacidad de trabajo que en 1967 —a la edad de 45 años— asistió al inicio de la publicación de sus obras completas. En su descargo, puntualiza: “Una de las peores cosas que podían pasarme en esta vida era verme calificado de clásico. El epíteto resulta ligeramente mortuorio, si bien se nos aplica corregido por dos atenuantes muy explícitos: clásico catalán y del siglo XX, una ración muy módica de clásico”. No es extraño que a partir de 1970 experimentara la sensación de haberse muerto. Por desgracia para él, el periodo de transición de la dictadura a la democracia reclamó su protagonismo como autoridad moral, circunstancia que desembocó en furiosas campañas antifusterianas: amenazas, atentados contra su domicilio y, finalmente, profanación de su nicho. “Nos sentimos nacionalistas, porque los otros no nos permiten dejar de serlo”, señalaba en 1956. La amarga misantropía del último Fuster ha sido interpretada como una versión particular del Desencanto.

Antólogo de Ausiàs March, prologuista de Salvat-Papasseit, traductor de Albert Camus, el pabellón de sus figuras tutelares podría completarse con las de Erasmo, Montaigne, Voltaire, Eugeni d’Ors —el D’Ors en lengua catalana, pues el que colaboraba por entonces en la prensa del régimen franquista le parecía “una lamentable degeneración barroca”— y, sobre todo, Josep Pla, a quien profesó una admiración correspondida: “Una inteligencia excepcional, de primera categoría”, afirmó el ampurdanés a propósito del valenciano, veinticinco años más joven que él. Ambos compartían la afición por la “piedra picada” del aforismo. “Residuos aforísticos”, los denomina Fuster en sus Juicios finales, libro que Pla definió como una “liquidación de existencias”. Se trata de un conjunto de apuntes, notas marginales, ejercicios de meditación, arabescos metafísicos, esbozos de una moral cuyo propósito estriba en hacer de la vida una experiencia decente. Con toda justicia, se ha considerado a Fuster una prolongación levantina de la fértil tradición moralista francesa. Dos pasajes, distantes quince años entre sí, condensan su pensamiento: “Un libro que no haga pensar, no es un libro, sino un barbitúrico” (1969) / “No debería importar la fortuna ulterior de nuestro arte. Basta que nos ayude a vivir y a morir, que nos dé noticia clara de nosotros mismos” (1954). Próximo ya el centenario de su nacimiento, ni valencianos, ni mallorquines, ni catalanes, ni mucho menos sus vecinos de lengua castellana, parecen conservar noticia alguna de la increíble existencia de Joan Fuster. 

Juicios finales (1960)

Imaginemos a un estoico sonriente: sería el hombre perfecto.

Tú no has elegido vivir, y sin embargo eres responsable de tu vida. Esta es la paradoja fundamental que las éticas, si nos atrevemos a admitirlo, no acaban de resolver.

Piensa —sobre ti mismo, sobre el mundo, sobre cualquier cosa—, y te sentirás distinto a los demás: la reflexión aísla.

La heterodoxia es siempre soledad. O viceversa: la soledad es siempre heterodoxia.

No esperes ni temas, y serás perfecto.

Sólo con la muerte te liberarás de ti mismo. Resígnate, pues, a no ser nunca libre.

Lo peor del plagio no es que sea un robo, sino que es una redundancia.

Los adjetivos son siempre subjetivos.

Sólo hay una manera seria de leer, que es releer.

Poe —lo decía él mismo— era artificial por naturaleza. La mayoría de nosotros, ¡pobres!, intentamos ser, o parecer, naturales a fuerza de artificio.

Las pocas lecturas apartan de la vida; las muchas, nos acercan.

Todas las leyes tienen un mismo objetivo: proteger la compraventa —y eso lo explica todo.

Ser perseguido es ya una victoria.

Hay un peligro: el de acabar pareciéndose demasiado a uno mismo.

No he admirado jamás a ningún hombre de acción. Lo lamento.

 

Diccionario para ociosos (1964)

Cómplice es aquel que te ayuda a ser como eres.

 

Proposiciones deshonestas (1968)

La vida, ¡ay!, es tan fragmentaria.

Sólo es auténticamente ambicioso aquel que lo es sin esperanza.

Y la castidad, ¿qué? ¿No es una forma de avaricia?

La mayoría de edad sólo se consigue cuando el hijo empieza a sentir compasión del padre. Digan lo que digan las leyes.

Y morir debe de ser dejar de escribir.

Mi adversario es mi colaborador. A su pesar, naturalmente.

Todo lo que ahora pienso y escribo lo ha pensado y escrito mucha, muchísima gente antes que yo. Si no fuese así, no tendría mérito.

Es triste no haber contado con un crítico implacable cuando más lo necesitábamos.

¿Sócrates? ¿Maiakovski? ¿Pavese? Los suicidios que me ponen la carne de gallina son los de los analfabetos.

Pedagogía.— Saber es saber repetir.

Cuando el pintor pinta, el mundo crece.

Corregir y aumentar: eso es la cultura.

Necesitas un rival para afirmarte. ¡No lo destruyas! ¡Presérvalo, subvenciónalo, si es preciso!

Sé previsor: que tu mortaja tenga tu talla.

Tal como están las cosas, ser catalán, hoy en día, no pasa de ser una simple hipótesis.

 

Pocas palabras (1980)

El único consuelo de ser mortal es que los otros lo son tanto como tú, o más.

Lo único reprobable del suicidio es que casi siempre se trata de una muerte prematura. Y, sin embargo, ¿hay acaso alguna muerte que sea realmente prematura? Todo el mundo se muere demasiado tarde.