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Interstellar: casa y universo

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"Así, en todo sueño de casa hay una inmensa casa cósmica en potencia"
Gaston Bachelard, La poética del espacio

La capacidad de la ciencia ficción para convocar las inquietudes colectivas más inconscientes y reprimidas es proporcional a su propia inventiva auto-regeneradora. Interstellar de Christopher Nolan profundiza algunos temas de la ciencia y la filosofía a lo largo de la historia para el disfrute de la audiencia en un drama galáctico de proporciones épicas. Es un rasgo de la buena ciencia ficción que las preguntas científicas y las filosóficas se entrelacen hasta hacerlas indistinguibles; el origen y la naturaleza del universo, las distancias cósmicas, la vida en otros planetas, la teoría de la relatividad conjuntamente con la metafísica del ser, las paradojas de la temporalidad y el horizonte espacio-tiempo. La denominación conjunta de “ciencia” y “ficción” faculta al género para la reflexión exacta y la especulación más imaginativa al mismo tiempo, y acusar a Interstellar de tener más agujeros en la trama que “agujeros de gusano” hay en la película resulta una tarea baldía a no ser que se quiera desautorizar a Kip Thorne, el reputado experto encargado de la parte científica. Nolan es consciente de estas fallas, y sus películas son invitaciones al espectador a detectarlas. Lo que distingue a Interstellar de otros blockbusters es su disposición para convocar preguntas existenciales en medio de un espectáculo estético y auditivo arrollador, un tsunami que pasa literalmente por encima del espectador en una experiencia a la vez física y metafísica.

La situación que describe el filme es la de un futuro cercano donde grandes drones indios (se deduce que la geopolítica ha virado de eje en cuanto a las superpotencias mundiales) quedan desorientados y fuera de control, la televisión no existe y el sector primario es de urgente necesidad. Un futuro en el que resulta más prioritario devenir agricultor que enviar a tus hijos a la universidad. Un futuro en el que el programa espacial de la NASA es aún más secreto ante la dificultad de explicar a la opinión pública su desorbitado gasto. Una situación apocalíptica de tormentas de polvo donde la polución amenaza los cultivos y la vida en la Tierra. Un horizonte de no futuro con una única alternativa; usar un “agujero de gusano” como si de una máquina del tiempo se tratase para alcanzar un planeta habitable a una distancia inalcanzable. Interstellar recupera el viejo instrumento de H. G. Wells, la máquina del tiempo, ahora mediante la teoría de la relatividad de Einstein como una metáfora de las complejidades de los atajos de espacio-tiempo y las temporalidades paralelas o desplazadas.

Científicamente se considera que los “agujeros de gusano” existentes en la galaxia tienen la facultad de plegar el tiempo, y ello ofrece una posibilidad argumental para Christopher Nolan, todo un innovador en la recepción del tiempo no lineal dentro del cine de gran presupuesto. La complejidad en los modos narrativos es uno de los sellos distintivos de Nolan, al igual que en otros cineastas contemporáneos como David Fincher. No en vano uno de los directores que más le ha influenciado es Nicolas Roeg, director de filmes de culto como Performance (1970) y Bad Timing (1980). En cualquier teoría del posmodernismo, la no linealidad es la marca de un tiempo desquiciado y una subjetividad fronteriza y esquizoide. Nolan lo sabe, y a su vez asimila como nadie la complejidad del crowdworking y la escritura colectiva además de la retórica de los videojuegos y los simuladores de ordenador en el espacio cibernético. Un claro ejemplo de esto era Origen (Inception) (2010), un filme que tenía un punto de partida genial: ¿Cómo implantar una idea en el cerebro de alguien con sigilo y cómo utilizar el momento del sueño para realizar dicho implante? Pero mientras que en Inception se abordaba las imposibles arquitecturas de la mente con sus juegos de espejos y laberintos de Escher, ahora Interstellar gira alrededor de la dialéctica “casa/universo” a través del espacio-tiempo. Lo que el cine de Nolan parece ofrecer es una reflexión temática, al menos desde la película que le lanzó a la fama, Memento (2000), del actual fin de la temporalidad en el que lentamente parece nos adentramos. Por este fin de la temporalidad me refiero a la dificultad endémica de nuestra cultura occidental para mantener una coherencia sobre pasado, presente y futuro y, por otra parte, a la creciente aceleración de los viejos paradigmas de consumo hacia la repetición y el pastiche mientras que en otro lugar se produce una desaceleración en la invención y la creatividad en la cultura popular del siglo XXI.

Interstellar propone una serie de ecuaciones que trascienden propiamente a su argumento: El yo como parte del cosmos o su reverso, el axioma del cosmos como parte del sujeto; la vida y la muerte como subordinadas; la inmensidad como límite entre espacio interior y espacio exterior, el amor, etcétera. Cuanto más se aleja la historia de la Tierra, más importancia se da a las relaciones familiares; cuanto más lejos se encuentra Cooper (Matthew McConaughey) de su hija Murph (Jessica Chastain) mayor es el vínculo que les une. Esta desasosegante oscilación entre el infinito y lo doméstico está en el origen de la emoción. En su libro La poética del espacio, Gaston Bachelard dice que la inmensidad es una categoría filosófica del ensueño. Y añade: “Los dos espacios, el espacio íntimo y el espacio exterior vienen, sin cesar, si puede decirse, a estimularse en su crecimiento. (…) Parece entonces que por su ‘inmensidad’, los dos espacios, el espacio de la intimidad y el espacio del mundo se hacen consonantes”. Este retrato de la inmensidad en Interstellar navega entre la seguridad del hogar y el cataclismo inminente, entre la infinitud del espacio íntimo y las distancias cósmicas. Un ejemplo de esto es la habitación de Murph, un espacio cerrado con su pequeña biblioteca que resulta ser un auténtico diseño digno de Borges lanzado a la experiencia, se dice fácil, de la quinta dimensión.

Hay un número de detalles narrativos en Interstellar que nos informan de esta acumulación escritural: el nombre de Murph en alusión a la “Ley de Murphy” no significa que algo malo vaya a suceder sino que lo que tenga que suceder sucederá; los guiños a 2001: una Odisea del espacio de Kubrick, especialmente en el robot irónico TARS, un híbrido formalista entre HAL y el monolito negro; el polvo, por su parte, no es sólo el causante de la ruina de las cosechas y de la propagación de algún tipo viral de cáncer sino que es también una metáfora del tiempo, como bien indica el primer plano del polvo acumulado en el estante de la biblioteca; el discurso sobre el amor, “el amor es la única cosa que somos capaces de percibir que trasciende las dimensiones del tiempo y el espacio”; o el hecho de que la película toca otro viejo género narrativo, los relatos de fantasmas, aunque determinar el tiempo del que proviene este fantasma no es sencillo.

Pero junto con las lecturas cósmicas y trascendentes, cargadas de misterio y que se intuyen más que se explican, se añade una lectura más social y contemporánea, pues Interstellar no aparece por casualidad. Más bien puede ser leída en consonancia con la función que la ciencia ficción puede todavía realizar, y que no es otra que cartografiar los puntos sensibles de un sistema mundial cuya representación es inabarcable si no directamente irrepresentable. La inmensidad de Interstellar es todo un sinónimo de la totalidad del sistema mundo. No está de más contemplarla en paralelo a otros filmes psicológicos y apocalípticos de altura como Melancolía de Lars von Trier (2011), o conjuntamente con Take Shelter (2011) de Jeff Nichols, en cuanto alegoriza las ansiedades de una clase trabajadora norteamericana actual.

Resulta bastante evidente que Interstellar se inscribe también como una parábola del cambio climático, aunque en ningún momento se explique cuales son los motivos que llevan a la Tierra a ser enemiga del ser humano. En lugar de profundizar en las causas del desastre ecológico, el filme lanza un mensaje social y políticamente mucho más preocupante en el que el abandono del planeta Tierra refleja el derrotismo político de nuestra época. Un espíritu de fracaso que expira la posibilidad del cambio y alternativa al sistema presente. Lo que nos produce verdadero terror es que este derrotismo resulta más creíble y realista que la otra posibilidad, el optimismo tecnológico como solución provisional, esto es, la posibilidad de repoblar la humanidad en otros confines. Aunque la escena final pueda ofrecer una brizna de positivismo y esperanza, ésta ya ha quedado denegada científicamente. De nuevo “ciencia” y “ficción” se bifurcan. Cuando este determinismo político parece irreversible, y a propósito de las bondades de la ciencia ficción, generalmente se cita la frase de Fredric Jameson al comienzo de Las semillas del tiempo: “Parece que hoy día nos resulta más fácil imaginar el total deterioro de la tierra y de la naturaleza que el derrumbe del capitalismo; puede que esto se deba a alguna debilidad de nuestra imaginación”.

Pero la posibilidad de la utopía y la esperanza de un producto de masas como Interstellar no puede quedar supeditado al contenido de éste o aquel hilo argumental. Más bien, su potencialidad reside en que mediante su emoción abre una puerta al acontecimiento y a la imaginación, y lo hace a una escala tan grande que reconcilia el disfrute colectivo y la agudeza crítica como sería deseable en todas las producciones de cultura popular en este comienzo de siglo.