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Contenedores de todo
Al comienzo de Francofonia (2015), la última película de Aleksandr Sokúrov, éste merodea por su casa-estudio tratando de mantener una comunicación vía internet con el capitán de un barco en medio de una tormenta. La comunicación va y viene. La voz se entrecorta, la imagen se detiene, pixelada en la pantalla del ordenador. Mundo Google. Mundo Hangouts. Sokúrov habla en ruso y la persona en el barco (un tal Dirk), en inglés. No está muy claro si uno se dirige al otro, pero el espectador puede hilar la funesta idea de que un contenedor marítimo con obras del Museo Louvre haya caído al mar en medio de la tormenta. Más adelante, imágenes-documento muestran fragmentos igualmente pixelados de grandes buques en medio de oleajes gigantes. Contenedores de colores flotando.
La meditación de la globalización actual en la que el mar es el canal invisible de una industria que igualmente escapa a la representación se cruza, más adelante, con el imperialismo y la colonización, cuando Napoléon aparece en escena para recordarnos que todo eso (tout ça!), colgado en el Louvre se debe a su voluntad expansionista y de hacer franquicia. Francia capital de Europa y centro del mundo. Sokúrov relata entonces el viaje marítimo de las grandes obras de arte persas durante el siglo XIX en su camino a Francia. ¿Cuántas cajas de antigüedades asirias permanecen en los fondos marinos? ¿Cuántas tempestades en nombre de la cultura y Occidente?
El contenedor marítimo es ahora un icono de la globalización económica; un camión sin ruedas, una caja-concepto que desafía los límites de la civilización y la ley que tan firmes parecen en tierra. ¿Qué sucede cuando la logística domina al arte y la cultura? En Francofonia la globalización económica y la cultural entablan un estrecho diálogo con un trasfondo geopolítico que va de Rusia a Francia pasando por todos los lugares de llamado Tercer Mundo saqueados en nombre de una dominación que es también económica y cultural.
El contenedor, el comúnmente llamado container, es ampliamente tomado como un factor crucial en la emergencia de la globalización capitalista al incrementar el volumen, la velocidad y el alcance del comercio a través de un número de rasgos que son tanto estéticos y políticos: estandarización, función modular, homogeneidad, fungibilidad y eficiencia. Sus consecuencias no son menos visibles, pues el container señala la devastación de los puertos y el trabajo marino, la dislocación del transporte y la producción a centros de control remoto, la separación del puerto de la vida social de la ciudad, la desmaterialización, y también una opacidad radical o invisibilidad que llega a afectar al comercio y a la industria en su conjunto.
Éste es el marco en el que se desarrolla la temporada 2 de la célebre serie de televisión The Wire, centrada en la ciudad de Baltimore, para la que muchos fans es la mejor de las cinco temporadas. La investigación policial se centra en la aparición de un número de prostitutas de Europa del Este muertas “dentro de una lata”, en la que el tráfico de esclavitud sexual detalla la decadencia de la labor portuaria. El polaco-americano Frank Sobotka, carácter entrañable, líder y activista principal del sindicato de trabajadores del puerto emerge entonces en toda su latencia utópica: su complicidad con el crimen organizado y contrabando de “mercancías” es el precio que debe pagar para que todo el dinero manchado de sangre que recibía se usara, legal o ilícitamente, para ayudar a que la actividad portuaria se mantuviera y hubiera trabajo para los estibadores. Desde su cuartucho de oficina en el puerto, la moral y la ética de Sobotka quedó resumida en la frase: “sabíamos que teníamos que hacerlo aunque también sabíamos que estábamos equivocados”. Sobotka es un personaje utópico en la Tragedia griega que es la temporada 2.
En su libro Noventa por ciento de todo. La industria invisible que te viste, te llena el depósito de gasolina y pone comida en tu plato, Rose George se muestra irónica con la siguiente paradoja: cuanto más han crecido los barcos y buques de carga en tamaño y trascendencia, cuanta mayor dependencia existe de ellos para cualquiera de nuestras comodidades más triviales, menor es el espacio que llegan a ocupar en nuestra imaginación. La inexistencia de la navegación en el imaginario colectivo puede deberse quizás a una debilidad en el poder de imaginación, o a un efecto de invisibilidad masiva por ocultación, esto es, la maravillosa y casi mágica facultad que tienen los productos y las mercancías para esconder sus orígenes y el recorrido llevado desde su lugar de producción hasta nuestra mesa o nuestro cuarto de baño. Los datos que aporta George resultan mareantes, a tenor de la información y datos prácticos dados por Maersk, la mayor empresa mundial en el sector del transporte marítimo:
El mayor buque puede transportar hasta quince mil contenedores. Se pueden cargar 746 millones de plátanos, uno para cada europeo, en un solo barco. Simplemente con los contenedores Maersk puestos en fila se podrían alcanzar once mil millas, esto es, casi la circunferencia de la Tierra. Si se apilaran unos encima de otros, llegarían casi a los veinticinco mil kilómetros de altura, 7.530 torres Eiffel.[1]
Embarcada en el Kendal, un cargo cuya sola presencia cerca de un muelle provoca saturación óptica y visual, Rose George explica el funcionamiento de una industria que es un submundo en la sombra. La invisibilidad de esta industria reside en que la regulación marítima de costas y fronteras oceánicas no responde a las mismas reglas que las divisiones de los Estados-nación. La containerización de prácticamente todo dentro de la economía global es una realidad que se nos escapa por completo como consumidores. El transporte lento y pesado a través del mar es la base sobre la que se sostiene el consumo acelerado las 24 horas del día y también es ese otro lado de la digitalización de nuestras vidas. En este sentido, una cartografía o “mapa cognitivo” del capitalismo global a través del mar y sus representaciones emerge aquí como un potente concepto, un modo de hacer que tuvo en el artista Allan Sekula (1951-2013) a uno de sus más imperturbables exploradores. Sekula (a través de su serie Fish Story y otras obras fotográficas y fílmicas) centró toda su labor artística en el océano como un espacio clave en la globalización, explorando la industria marítima y su rol en la distribución de mercancías a lo largo del mundo.
El mar, ese espacio olvidado, escapa milagrosamente a la representación, y algo parecido sucede con los puertos industriales. Recordemos las misteriosas explosiones acaecidas a partir del 12 de agosto de 2015 en la ciudad portuaria de Tianjin (China). Algo que comenzó como un incendio de algunos contenedores del puerto causó dos gigantescas explosiones equivalentes al estallido de 21 toneladas de TNT, más de un centenar de muertos, cientos de heridos y una contaminación química en el aire similar a una bomba nuclear. No hace ni seis meses de ello cuando ya parece borrarse del recuerdo. Pero este acontecimiento del pasado reciente cerciora que a la containerización de la economía global le sigue una voraz explotación humana en el supercapitalismo salido del comunismo chino que recuerda a la pauperización de las primeras fábricas en los albores del capitalismo industrial y que las películas del director chino Jia Zhang-ke (Naturaleza muerta, Un toque de violencia) tan bien reflejan.
Es a la luz de este contexto global donde también debemos leer “la poética del contenedor”, si es que podríamos llamar algo así, asociado y en paralelo a la creciente dependencia de la logística dentro de la producción cultural. Dicho directamente, el modo en que la logística y las infraestructuras mandan y ordenan sobre la tríada producción, distribución y consumo (de cultura). El ejemplo de Amazon viene inmediatamente a la cabeza, y también esos anuncios publicitarios que humanizan las infraestructuras con el único fin de servir al consumidor. Pero no sólo es el capitalismo multinacional. Hemos digerido, integrado y tolerado el contenedor como parte de la industria cultural y el mercado de la creatividad. Se le ha entregado al contenedor las cualidades de la flexibilidad, lo efímero, el bajo coste y la movilidad, requisitos que cumplen bien las necesidades del trabajo en la era neoliberal. Arquitectos, gestores, artistas y “creativos” se han plegado a los encantos de una caja transportable y apilable que desprecia la naturaleza de lo que contiene, pues puede contener cualquier cosa. El mismo rol parece asumir el considerado su “primo-hermano”, a saber, el estándar palé de madera. Contenedores de arte. Pop Up cultural, o un contenedor dentro de un equipamiento cultural. Pensemos de nuevo en esos contenedores de colores flotando en alta mar, con obras del Louvre dentro, como antídoto contra la aparente seducción de las formas logísticas y de las infraestructuras en el capitalismo global.
[1] Rose George, Noventa por ciento de todo. La industria que te viste, te llena el depósito de gasolina y pone comida en tu plato, Capitán Swing, Madrid, 2014, p. 10.
Contenedores de todo
Al comienzo de Francofonia (2015), la última película de Aleksandr Sokúrov, éste merodea por su casa-estudio tratando de mantener una comunicación vía internet con el capitán de un barco en medio de una tormenta. La comunicación va y viene. La voz se entrecorta, la imagen se detiene, pixelada en la pantalla del ordenador. Mundo Google. Mundo Hangouts. Sokúrov habla en ruso y la persona en el barco (un tal Dirk), en inglés. No está muy claro si uno se dirige al otro, pero el espectador puede hilar la funesta idea de que un contenedor marítimo con obras del Museo Louvre haya caído al mar en medio de la tormenta. Más adelante, imágenes-documento muestran fragmentos igualmente pixelados de grandes buques en medio de oleajes gigantes. Contenedores de colores flotando.
La meditación de la globalización actual en la que el mar es el canal invisible de una industria que igualmente escapa a la representación se cruza, más adelante, con el imperialismo y la colonización, cuando Napoléon aparece en escena para recordarnos que todo eso (tout ça!), colgado en el Louvre se debe a su voluntad expansionista y de hacer franquicia. Francia capital de Europa y centro del mundo. Sokúrov relata entonces el viaje marítimo de las grandes obras de arte persas durante el siglo XIX en su camino a Francia. ¿Cuántas cajas de antigüedades asirias permanecen en los fondos marinos? ¿Cuántas tempestades en nombre de la cultura y Occidente?
El contenedor marítimo es ahora un icono de la globalización económica; un camión sin ruedas, una caja-concepto que desafía los límites de la civilización y la ley que tan firmes parecen en tierra. ¿Qué sucede cuando la logística domina al arte y la cultura? En Francofonia la globalización económica y la cultural entablan un estrecho diálogo con un trasfondo geopolítico que va de Rusia a Francia pasando por todos los lugares de llamado Tercer Mundo saqueados en nombre de una dominación que es también económica y cultural.
El contenedor, el comúnmente llamado container, es ampliamente tomado como un factor crucial en la emergencia de la globalización capitalista al incrementar el volumen, la velocidad y el alcance del comercio a través de un número de rasgos que son tanto estéticos y políticos: estandarización, función modular, homogeneidad, fungibilidad y eficiencia. Sus consecuencias no son menos visibles, pues el container señala la devastación de los puertos y el trabajo marino, la dislocación del transporte y la producción a centros de control remoto, la separación del puerto de la vida social de la ciudad, la desmaterialización, y también una opacidad radical o invisibilidad que llega a afectar al comercio y a la industria en su conjunto.
Éste es el marco en el que se desarrolla la temporada 2 de la célebre serie de televisión The Wire, centrada en la ciudad de Baltimore, para la que muchos fans es la mejor de las cinco temporadas. La investigación policial se centra en la aparición de un número de prostitutas de Europa del Este muertas “dentro de una lata”, en la que el tráfico de esclavitud sexual detalla la decadencia de la labor portuaria. El polaco-americano Frank Sobotka, carácter entrañable, líder y activista principal del sindicato de trabajadores del puerto emerge entonces en toda su latencia utópica: su complicidad con el crimen organizado y contrabando de “mercancías” es el precio que debe pagar para que todo el dinero manchado de sangre que recibía se usara, legal o ilícitamente, para ayudar a que la actividad portuaria se mantuviera y hubiera trabajo para los estibadores. Desde su cuartucho de oficina en el puerto, la moral y la ética de Sobotka quedó resumida en la frase: “sabíamos que teníamos que hacerlo aunque también sabíamos que estábamos equivocados”. Sobotka es un personaje utópico en la Tragedia griega que es la temporada 2.
En su libro Noventa por ciento de todo. La industria invisible que te viste, te llena el depósito de gasolina y pone comida en tu plato, Rose George se muestra irónica con la siguiente paradoja: cuanto más han crecido los barcos y buques de carga en tamaño y trascendencia, cuanta mayor dependencia existe de ellos para cualquiera de nuestras comodidades más triviales, menor es el espacio que llegan a ocupar en nuestra imaginación. La inexistencia de la navegación en el imaginario colectivo puede deberse quizás a una debilidad en el poder de imaginación, o a un efecto de invisibilidad masiva por ocultación, esto es, la maravillosa y casi mágica facultad que tienen los productos y las mercancías para esconder sus orígenes y el recorrido llevado desde su lugar de producción hasta nuestra mesa o nuestro cuarto de baño. Los datos que aporta George resultan mareantes, a tenor de la información y datos prácticos dados por Maersk, la mayor empresa mundial en el sector del transporte marítimo:
El mayor buque puede transportar hasta quince mil contenedores. Se pueden cargar 746 millones de plátanos, uno para cada europeo, en un solo barco. Simplemente con los contenedores Maersk puestos en fila se podrían alcanzar once mil millas, esto es, casi la circunferencia de la Tierra. Si se apilaran unos encima de otros, llegarían casi a los veinticinco mil kilómetros de altura, 7.530 torres Eiffel.[1]
Embarcada en el Kendal, un cargo cuya sola presencia cerca de un muelle provoca saturación óptica y visual, Rose George explica el funcionamiento de una industria que es un submundo en la sombra. La invisibilidad de esta industria reside en que la regulación marítima de costas y fronteras oceánicas no responde a las mismas reglas que las divisiones de los Estados-nación. La containerización de prácticamente todo dentro de la economía global es una realidad que se nos escapa por completo como consumidores. El transporte lento y pesado a través del mar es la base sobre la que se sostiene el consumo acelerado las 24 horas del día y también es ese otro lado de la digitalización de nuestras vidas. En este sentido, una cartografía o “mapa cognitivo” del capitalismo global a través del mar y sus representaciones emerge aquí como un potente concepto, un modo de hacer que tuvo en el artista Allan Sekula (1951-2013) a uno de sus más imperturbables exploradores. Sekula (a través de su serie Fish Story y otras obras fotográficas y fílmicas) centró toda su labor artística en el océano como un espacio clave en la globalización, explorando la industria marítima y su rol en la distribución de mercancías a lo largo del mundo.
El mar, ese espacio olvidado, escapa milagrosamente a la representación, y algo parecido sucede con los puertos industriales. Recordemos las misteriosas explosiones acaecidas a partir del 12 de agosto de 2015 en la ciudad portuaria de Tianjin (China). Algo que comenzó como un incendio de algunos contenedores del puerto causó dos gigantescas explosiones equivalentes al estallido de 21 toneladas de TNT, más de un centenar de muertos, cientos de heridos y una contaminación química en el aire similar a una bomba nuclear. No hace ni seis meses de ello cuando ya parece borrarse del recuerdo. Pero este acontecimiento del pasado reciente cerciora que a la containerización de la economía global le sigue una voraz explotación humana en el supercapitalismo salido del comunismo chino que recuerda a la pauperización de las primeras fábricas en los albores del capitalismo industrial y que las películas del director chino Jia Zhang-ke (Naturaleza muerta, Un toque de violencia) tan bien reflejan.
Es a la luz de este contexto global donde también debemos leer “la poética del contenedor”, si es que podríamos llamar algo así, asociado y en paralelo a la creciente dependencia de la logística dentro de la producción cultural. Dicho directamente, el modo en que la logística y las infraestructuras mandan y ordenan sobre la tríada producción, distribución y consumo (de cultura). El ejemplo de Amazon viene inmediatamente a la cabeza, y también esos anuncios publicitarios que humanizan las infraestructuras con el único fin de servir al consumidor. Pero no sólo es el capitalismo multinacional. Hemos digerido, integrado y tolerado el contenedor como parte de la industria cultural y el mercado de la creatividad. Se le ha entregado al contenedor las cualidades de la flexibilidad, lo efímero, el bajo coste y la movilidad, requisitos que cumplen bien las necesidades del trabajo en la era neoliberal. Arquitectos, gestores, artistas y “creativos” se han plegado a los encantos de una caja transportable y apilable que desprecia la naturaleza de lo que contiene, pues puede contener cualquier cosa. El mismo rol parece asumir el considerado su “primo-hermano”, a saber, el estándar palé de madera. Contenedores de arte. Pop Up cultural, o un contenedor dentro de un equipamiento cultural. Pensemos de nuevo en esos contenedores de colores flotando en alta mar, con obras del Louvre dentro, como antídoto contra la aparente seducción de las formas logísticas y de las infraestructuras en el capitalismo global.
[1] Rose George, Noventa por ciento de todo. La industria que te viste, te llena el depósito de gasolina y pone comida en tu plato, Capitán Swing, Madrid, 2014, p. 10.