Contenido

Georg Christoph Lichtenberg (1742-1799)

Modo lectura

Doce años mayor que Joubert —con quien tantos rasgos comparte, comenzando por su afición a los cuadernos—, Lichtenberg es probablemente la personalidad moderna que en mayor número de campos ha sido reconocida como pionera: fluidos eléctricos, cálculo de probabilidades, análisis de los sueños, dietética, semiótica, humor negro, arte conceptual, nuevo periodismo... Además del pararrayos y los balnearios, está considerado el introductor de Shakespeare en Alemania, así como el responsable del tardío acercamiento de Kant al pensamiento de Spinoza, «el más grande que haya visitado cabeza alguna», puntualiza.

A los ocho años, sufrió una lesión de columna, a consecuencia de la cual quedó jorobado, apenas creció y padeció dificultades respiratorias. Coleridge, quien figuraba entre el cortejo que acompañó sus restos hasta el cementerio de Gotinga, afirmó: «No existe espíritu perfectamente formado si le falta sentido del humor». Lichtenberg lo poseyó, hasta el punto de reconciliarse con su deformidad física: «En mí, el corazón está más cerca de la cabeza que en los demás hombres». Esa fraternidad intestina resultaba especialmente reconfortante para alguien tan preocupado como él por la barbarie ilustrada de su siglo: «Muchos de los más grandes espíritus de todos los tiempos no leyeron ni la mitad de lo que lee un erudito mediano en la actualidad», anota. Catorce años antes del nacimiento de Lichtenberg, su admirado Swift escribía: «Si los libros continúan creciendo al ritmo en que lo han hecho estos últimos cincuenta años, me desasosiega pensar cómo se las arreglará en el futuro cualquier persona para cultivarse». La punta de lanza de la industria cultural anunciaba la emergencia de la sociedad capitalista.

Su primer trabajo universitario versó acerca de las relaciones entre matemáticas y poesía; su primera disertación como profesor de Matemáticas, sobre el cálculo de probabilidades en el juego (sus alumnos le vieron lanzar cien veces una moneda al aire). Durante veintitrés años, dirigió el Almanaque de bolsillo de Gotinga, que aspiraba a interesar al gran público sin ahuyentar al lector culto. Polemizó con los traductores de Homero al alemán, devoró a los clásicos grecolatinos, aprendió inglés, francés, italiano, viajó a Inglaterra, quedó deslumbrado por Shakespeare, el sistema parlamentario y el respeto a la libertad intelectual. Jorge III de Inglaterra le confió la educación de tres de sus hijos. Catedrático de Física, maestro de Humboldt, miembro de la Real Sociedad Científica de Londres y de la Academia de Ciencias de San Petersburgo, fue corresponsal de Kant y de Goethe. Cuando recibió la visita de Volta, le preguntó: «¿Conoce usted la manera más sencilla de eliminar el aire de una copa?». Ante la negativa del inventor de la pila eléctrica, Lichtenberg llenó la copa de vino. El experimento se repitió hasta la madrugada. Según confesión propia, la amistad y el vino fueron siempre sus «brújulas» predilectas.

Último de los diecisiete hijos de un pastor protestante, encontró en su amigo Christian Dieterich no solo un casero y un editor, sino un proveedor de libros y de vinos. En 1777, se enamoró de Dorothea, una joven vendedora de flores a la que enseñó a leer y escribir: «Estábamos siempre juntos. Era, sin bendición del sacerdote, mi mujer. Pero esta celestial criatura murió en 1782». A los 47 años, se casó con Margarete, su ama de llaves, una antigua vendedora de fresas con quien tuvo varios hijos antes y después del matrimonio. Siempre alerta, instaló en su casa un prototipo de pararrayos (1780). En su «Catálogo para la subasta de una colección de objetos y artefactos» (1798), incluyó el célebre «cuchillo sin hoja, al que le falta el mango».

Una rara combinación de sentido común y don de la ebriedad permitió a Lichtenberg dominar dos registros esenciales del pensamiento aforístico: la condición moral y el carácter paradójico. Su ojo clínico sondeó el sistema de resortes de nuestros actos y expresó sus hallazgos en una suerte de lirismo filosófico, una «vía láctea de consideraciones», nunca solemnes, aunque siempre lapidarias: «Callad o aprended alemán. La lengua alemana y la verdad es todo lo que busco». De los fragmentos de ningún otro autor —a excepción de Franklin—, cabría afirmar con tanta propiedad que destellan como relámpagos.

«Debido a la perfidia del mundo, este libro solo aparecerá después de mi muerte», sonríe el filósofo. Titulado Aforismos por su primer editor (1800), el contenido de la obra maestra de Lichtenberg —palabra alemana que significa «Monte luminoso»— procede de sus cuadernos de notas, que cultivó ininterrumpidamente desde los 23 años. En 1892, cuatro antes de que fueran recuperados los ocho últimos borradores extraviados, se dio su nombre a una depresión de la Luna: el cráter Lichtenberg, en el Océano de las Tempestades, con un diámetro de 290 kilómetros y una profundidad de 1.250 metros.

◊◊◊

Goethe (1821):  «Podemos utilizar los textos de Lichtenberg como la más maravillosa de las varitas mágicas. Allí donde hace una broma, se oculta siempre un problema».  

Kierkegaard (1837): «Gracias, Lichtenberg, gracias, porque revelas que no hay nada tan inútil como hablar con un erudito que sabe miles de datos históricos, pero jamás ha pensado por sí mismo. “De nada sirve leer recetas cuando se está hambriento”. ¡Gracias por esta voz en el desierto!».

Schopenhauer (1851): «Únicamente tiene valor lo que uno ha pensado ante todo para sí mismo. En efecto, se puede dividir a los pensadores en dos clases: los que piensan para sí y los que piensan para otros. Aquellos, son verdaderos filósofos; estos, sofistas. Por su estilo, podemos distinguir enseguida a cuál de ambas clases pertenece un hombre. Lichtenberg es un ejemplo genuino de la primera».

Nietzsche (1878): «Dejando aparte las obras de Goethe, ¿qué queda realmente de prosa literaria alemana que merezca ser leído una y otra vez? Los Aforismos de Lichtenberg».

Kraus (1909): «Lichtenberg cava más hondo que ningún otro».

Breton (1939): «En él, el hombre de experiencia vive en la más perfecta intimidad con el soñador. Fue el primero en comprender el profundo sentido de la actividad onírica y uno de los grandes maestros del humor».

Einstein (1955): «No conozco a nadie que oyera crecer la hierba con tanta claridad».

Canetti (1973): «Lichtenberg ha escrito el libro más rico de la literatura universal».

Juan Villoro (1988): «Fue demasiado fiel a su tarea: no la escribió. Se conformó con legar fragmentos, restos de una inteligencia, las esquirlas luminosas de su mente. Jamás habría dado el nombre de aforismos a sus ideas en proceso. Sus anotaciones rara vez procuran condensar algo; la brevedad se debe a su condición de incompletas. Incansable reportero de la inteligencia, era capaz de dictar tres misivas al mismo tiempo. Sus intereses no solo eran múltiples, sino simultáneos. Los apuntes de Lichtenberg constituyen un caso ejemplar de confesión neurótica. Hipocondríaco consumado, descubrió que lo único que mitigaba sus padecimientos era vivir según la hipótesis de que estaba sano. Cuando las noticias de la toma de la Bastilla llegaron a Gotinga, se hallaba ocupadísimo con su revuelta interior; aun así, se interesó profundamente por lo que ocurría en Francia. Lichtenberg anticipa muchas ideas de nuestro tiempo. A medida que surgieron escuelas de pensamiento, se convirtió en precursor del positivismo lógico, el neopositivismo, la filosofía del lenguaje, el psicoanálisis, el surrealismo, el existencialismo... En los cuadernos hay un método de pensamiento, no una doctrina. La duda se convierte en otro nombre del rigor: "Es una gran equivocación no dudar del conocimiento". En Lichtenberg, la escritura se transforma en arte de la aproximación. La primera anotación de los cuadernos hace referencia a un fundamento que comparten el humor y el cálculo diferencial: están muy cerca de la verdad, pero no son la verdad. Bertrand Russell resume la idea con una paradoja: la aproximación es el criterio básico de la ciencia exacta. Lichtenberg aspira a un lenguaje exacto, es decir, cada vez más aproximado. A diferencia de casi todos los escritores de máximas, apotegmas o aforismos en sentido estricto, no habla desde una certeza, sino desde un asombro. Su escritura es fragmentaria, no porque su pensamiento busque condensar, sino porque se detiene sorprendido. Experiencia radical de la literatura, los cuadernos de Lichtenberg son la práctica de una perplejidad».

La familia de sus lectores discurre desde Kant hasta Auden, pasando por Stendhal, Tolstói, Hofmannsthal, Mann, Musil, Wittgenstein, Jünger. En los escritos de Freud hallamos reproducidas algunas de sus más regocijantes sentencias: «"¿Cómo anda?", preguntó el ciego al paralítico. "Como usted ve", fue la respuesta del paralítico» / «Enero es el mes en que uno dedica los mejores deseos a sus amigos, y los otros meses, aquellos en que no se cumplen» / «No se puede llevar la antorcha de la verdad a través de la multitud sin chamuscar alguna barba» / «Aquel hombre no era precisamente una luz poderosa, pero sí un buen candelabro: portaba las luces de otros. Era profesor de filosofía». Aunque ninguna selección le haría justicia, he aquí la nuestra, agrupada en cinco bloques cronológicos.

◊◊◊

Aforismos

(1764-1799)

 

Década 1760

Si cada diez años obtuviéramos tan solo una verdad incontestable de cada autor filosófico, nuestra cosecha sería suficientemente rica.

Solía llamar a las facultades superiores e inferiores de su alma la Cámara de los Lores y la Cámara de los Comunes, y muy a menudo la primera aprobaba una ley que la segunda rechazaba.

El pueblo se arruina por la carne que goza en detrimento del espíritu; y el erudito, por el espíritu que disfruta excesivamente a costa del cuerpo.

 

Década 1770

Los relojes de arena no solo recuerdan la veloz huida del tiempo, sino el polvo en que alguna vez nos convertiremos.

Si quisiéramos empezar a hacer solamente lo necesario, millones de personas morirían de hambre en el mundo.

Siempre: ¿cómo hacerlo mejor?

Una tumba es siempre el mejor baluarte contra las tempestades del destino.

Cuerpo y alma, un caballo uncido junto a un buey.

Aquel libro produjo el efecto que habitualmente producen los buenos libros. Hizo más ingenuos a los ingenuos, más inteligentes a los inteligentes, y el resto, varios millares, permanecieron inmutables.

En realidad, me fui a Inglaterra para aprender a escribir alemán.

Nuestra vida puede compararse con un día de invierno. Nacemos entre medianoche y la una de la madrugada, no amanece antes de las ocho, vuelve a oscurecer hacia las cuatro de la tarde, y a las doce morimos.

Cada barrita de lacre le recordaba la infidelidad humana.

El bienestar de muchos países se decide por mayoría de votos, pese a que todo el mundo reconoce que hay más gente mala que buena.

No hay carácter más vil que el de Felipe II de España: «Lento sin prudencia, falso sin engañar a nadie y refinado sin la menor capacidad de enjuiciar certeramente». Así lo describe Hume.

Darle la última mano a su obra, es decir, quemarla.

Cuando una debilidad nerviosa hace progresos tales que a un hombre le resulta imposible decidir algo en favor de su propia mejoría, ese hombre está perdido.

«Lástima que beber agua no sea pecado —exclamó un italiano—. Qué sabrosa sería».

Siempre llueve cuando hay mercado o queremos poner a secar la ropa; lo que buscamos está siempre en el último bolsillo en que metemos la mano.

Miradas nuevas a través de los viejos agujeros.

 

Década 1780

Quien se conoce bien a sí mismo tarda poco en conocer a los demás hombres.

Saber que nuestro corresponsal tiene una mujer guapa facilita la correspondencia.

La tendencia humana a juzgar importantes las cosas pequeñas ha producido muchas cosas grandes.

El que está enamorado de sí mismo tiene al menos la ventaja de contar con muy pocos rivales.

¿No es extraño que los gobernantes del género humano sean tan superiores en rango a los educadores del mismo? Esto permite ver qué animal tan esclavo es el hombre.

 

Década 1790

No habría sido mala idea colgar cintas de luto de los pararrayos cuando murió Franklin.

Quien tiene menos de lo que desea debe saber que tiene más de lo que merece.

Para justificar a un hombre es suficiente con que haya vivido de manera tal que, gracias a sus virtudes, merezca el perdón de sus culpas.

Mi hipocondría es, en el fondo, cierta destreza para extraer de cualquier acontecimiento la mayor cantidad posible de veneno para uso personal.

He recibido en mi vida tantos honores inmerecidos que bien puedo soportar de vez en cuando alguna reprobación injusta.

Hacer un voto es un pecado más grande que romperlo.

Lo importante no es que el sol jamás se ponga en los dominios de un monarca —algo de lo que en otro tiempo se jactaba España—, sino lo que pueda ver a su paso por ellos.

Es difícil que exista en el mundo una mercancía más extraña que los libros. Impresos por gente que no los entiende; vendidos por gente que no los entiende; encuadernados, criticados y leídos por gente que no los entiende; y, lo que es peor, escritos por gente que no los entiende.

Mientras la gente escribe públicamente sobre pecados secretos, yo me he propuesto escribir secretamente sobre pecados públicos.

No podría decir a ciencia cierta si la situación mejorará cuando las cosas cambien; lo que sí puedo decir es que tienen que cambiar para que la situación mejore.

Lema: Querer encontrar la verdad es un mérito, aunque uno se pierda en el camino.

La calavera, un globo terráqueo.

Un patíbulo con un pararrayos.

Hacer que las necesidades disminuyan sería, se me ocurre, lo que debería inculcarse a la juventud tratando de fortalecerla para ello. Cuanto menos necesidades, más felicidad. Una verdad antigua, aunque mal conocida.

 

Sin fecha

El orden conduce a todas las virtudes. ¿Pero qué conduce al orden?

Concede a tu espíritu el hábito de la duda y a tu corazón el de la tolerancia.

Hay que hacer algo nuevo para ver algo nuevo.

El primer paso de la sabiduría: criticarlo todo. El último: soportarlo todo.

Los pájaros más conocidos son los que cantan peor. Ello es cierto también de los hombres, y donde se encuentra magnificencia de estilo no cabe buscar profundidad de ideas.

La palabra «incomparable» es una muestra de lo que se puede hacer en el mundo con las palabras.

Quisiera que entre las líneas más sagradas de Shakespeare apareciesen alguna vez en rojo aquellas que debemos a un vaso de vino bebido en un momento feliz.

En lo que al cuerpo respecta, existen seguramente tantos enfermos imaginarios como reales, pero en los dominios del espíritu hay sin duda muchos más sanos imaginarios que sanos de verdad.

El grado más alto al que puede elevarse un espíritu mediocre es el talento de descubrir las debilidades de los hombres que valen más que él.