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Fin de año en Florencia

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Ya somos demasiado modernos, demasiado post-cualquier cosa, como para tomarnos en serio algo tan antiguo como el culto a los muertos. Además esa palabra, culto, nos haría retroceder de golpe un par de siglos, algo francamente inaceptable. Pero en Florencia, lugar donde me preparo para celebrar el final del año, se respira todavía el equivalente laico y científico del culto a los muertos, un equivalente aceptado por la sociedad, esta madre virgen que nos protege: la Historia.

Aquí, hasta los más animosos, los que describen en sus blogs la atareada experiencia de ser padres y piden para sus hijos alimentos biológicos y servicios sociales noruegos, tienen que recordar que a pocos metros del supermercado donde hacen la compra, Maquiavelo escribió El Príncipe, y que Dante Alighieri inmortalizó el nombre de Beatriz en el ideal del amor gentile justo a la vuelta de la esquina, más allá de aquel rincón que no se atreven nunca a mirar, por miedo a la espeluznante luz de farola barata que ahora lo ilumina. Aquí en Florencia la exposición Picasso y la modernidad española, con cuadros de Dalí, Miró y Gris, que se puede admirar en el Palazzo Strozzi, se recibe como un invento reciente; por no hablar de Modigliani et ses amis, visitable en Pisa, ciudad contra la cual los florentinos combatieron docientos años. No me acercaría hasta ahí ni muerto, refunfuñan los más viejos del lugar.

¿Será por luchar contra las voces del pasado, por lo que en Italia se eleva más a menudo que en cualquier otro sitio una voz que quiere cambiarlo todo? En un tiempo fue Mussolini, que detestaba los signos de puntuación, las bibliotecas y el claro de luna, y que en diciembre de 1939 llegó a prohibir a los periódicos mencionar los árboles y los pesebres de Navidad. Luego vino Berlusconi, que tanto quiso liberarnos de la insoportable cantidad de leyes que se afanó en infringirlas él mismo. ¿Lo haría con afán pedagógico? Nadie sabía con exactitud cuántas eran, antes de sus hazañas. Hoy le toca a Renzi, un joven político que promete no dejar en pie un solo vestigio de las primeras dos Repúblicas, sistemas de poder que han traído a Italia hasta la desindustrialización y Spotify para luego dejarla en manos de los especuladores financieros. Esta obsesión por la renovación, claro está, no puede más que venir de un lugar que teme ser tragado por sus antepasados.

He aterrizado sin remordimientos en Bolonia, una ciudad con la que nunca tuvimos enfrentamientos encarnizados. Tengo ganas de ver el río Arno al anochecer y las mudas colinas que rodean las antiguas murallas de Florencia. Siempre me han parecido a punto de tomar la ciudad, sólo tendrían que desearlo. También echaría un vistazo al nuevo Teatro de la Opera de Florencia, donde se representa en estos días Los puritanos de Escocia, de Vincenzo Bellini. Está en el parque de Le Cascine; Renzi lo inauguró robando por un momento la escena a las prostitutas que salen con la luna. Estoy recorriendo los 86 kilómetros de distancia que separan las dos ciudades en un minibús, como en una excursión escolar de final de curso. El conductor nos informa de que cuatro camiones han chocado y que, “para más inri, han estallado”. Está pegado al teléfono y habla a voces sin dejar de conducir. Primero ha informado a su jefe de que ha tenido que fiar algún billete: uno era el mío, me faltaban cinco euros pero acordamos que se los daría al llegar. Un hombre de rasgos africanos me ha ofrecido adelantármelos, y se lo he agradecido de corazón, pues siempre es conmovedor cuando el que está en posición de desventaja (una desventaja teórica, monetaria, no espiritual ni tampoco verdadera) ofrece ayuda a quien debería en realidad ayudarle a él. Los efectos son imprevisibles: preguntad a Robbie, vagabundo de la ciudad de Preston, al norte de Inglaterra, que ofreció tres libras a Dominique Harrison-Bentzen, una chica de buena familia que se había quedado sin dinero para volver a casa después de una noche de juerga. En premio a su buena acción, Robbie está a punto de recibir un piso de regalo. Me siento detrás del africano y oigo al conductor conversar con un policía, pues quiere conocer la situación en la autopista. Vamos a ir por la carretera nacional, nos informa dándose la vuelta y colgando por fin el teléfono.

En la pequeña pantalla colgada del techo del minibús veo a Renzi salir de una reunión con otros jefes de gobiernos europeos. Está cantando una vieja canción de Mina, Parole parole (Javier Corcobado tiene una versión, pero sin duda Renzi está pensando en la original), mientras alcanza la salida de un edificio donde saluda a los periodistas. Quiere dejar bien claro, delante de la prensa y por extensión delante de nosotros, aquí apretados en el minibús, que si por él fuera se hablaría menos y se actuaría más. Ya ha habido bastantes palabras,  sí, ¿pero qué hay de los hechos? De hechos también ya ha habido bastantes. Entonces ¿qué hay que hacer para que esta vieja Europa no siga riéndose de si misma, de lo que ha sido y de lo que podría ser? ¿Hablar o actuar, pactar o decidir, recordar u olvidar? ¿Cómo podríamos obligar a los alemanes a no ser tan pertinazmente alemanes, a los griegos tan pertinazmente griegos y a los italianos tan desconsideratamente italianos? ¿Y por qué?, me pregunto mientras oigo a mi primer ministro despedirse de los periodistas: Buenas noches, chicos. ¿No fijamos de una vez por todas las reglas del juego? Al fin y al cabo los bancos se inventaron en la Plaza de la Señoría, donde además de celebrarse el tradicional concierto del 31 de diciembre, la familia Medici desempeñaba su principal actividad. Eran mecenas, desde luego (Lorenzo el Magnífico invitó al joven Miguel Ángel a su palacio después de verle trabajar en un jardín cercano), pero para eso primero tuvieron que ser banqueros.

Es difícil convivir con la grandeza venida a menos, me repito mientras pienso que no podré asistir al concierto en la Plaza de la Señoría, por no tener ni traje adecuado ni invitación. Pero tampoco iré al nuevo concierto introducido por Renzi cuando era alcalde de Florencia. Se celebra en la Plaza de Santa María Novella, justo donde me va a dejar el minibús, pero la gente se lo toma como una especie de macrobotellón al aire libre, y cuando lo atravesé el fin de año pasado, a punto estuve de llamar a la policía. ¿No habría sido más fácil haber sido modestos desde el principio? La carretera sigue avanzando. No lo sé, siempre tuve mis dudas acerca de ese refrán que dice que los pueblos más felices son los que no tienen ansias de gloria.