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Esposas que no desean saber nada
Cuando la familia se funda en un sórdido secreto
El amor, como se insiste en la serie Mad Men, es cosa de marketing. Recordemos una conversación de Don Draper con una mujer a la que está cortejando: “Don: La razón por la que no lo has sentido [el amor] es porque no existe. Lo que llamas “amor” fue inventado por tipos como yo para vender medias… Naces solo y mueres solo y este mundo sólo te impone un montón de reglas que te hacen olvidar esos hechos. Pero nunca me olvido. Vivo como si no hubiera mañana, porque no hay. Rachel: Creo que hasta este momento no me había dado cuenta de que también debe ser duro ser hombre”. Efectivamente, es durísimo soportar la condición patética en la que se dispone la escena de seducción.
Confieso que he sido seducido, hace años, por Tony Soprano, un personaje violento y entregado a la infidelidad. Daba la impresión que ese mafioso alopécico y obeso no necesitaba de ningún “asesor personal” aunque acudía a terapia psicoanalítica. El abismo surge, como todos sabemos, en el ámbito familiar, aunque uno tenga una mujer tan “entregada” como Carmela, tal vez marcada a fuego por su educación católica, demorando, como puede, el “deseo adúltero”. No es casual que su primer devaneo erótico, no realizado, sea con el sacerdote de su parroquia; ni que la relación sexual con del decorador estadounidense Vic Musto no sea satisfactoria. Y que, en cambio, se enamore locamente de Furio, que sin llegar a concretarse supone una amenaza para la vida del “soldado” de su marido, que provocará el regreso de Furio a Italia, su huida.
Tampoco van mejor las cosas cuando el mafioso decide entregarse a alguna actividad “familiar” fuera de casa, como sucede en el magnífico episodio en el que Tony Soprano acompaña a su hija Meadow por los campus sin dejar de mirar de reojo al mundo criminal. Mientras tanto, Carmela se ha quedado en casa afectada de gripe y aprovecha para pasar una velada “romántica” bebiendo vino y viendo películas románticas con el empalagoso e insinuante padre Phil. “Tras varias copas —apunta Brett Martin, periodista autor de un libro sobre la serie—, ella reconoce, con lágrimas en los ojos, que conoce e ignora deliberadamente el coste moral de su cómoda vida, un momento catártico de conocimiento de sí misma que, como de costumbre, no la hará obrar en consecuencia”. Sabe e ignora, deja en la sombra y el olvido todo aquello (delictivo) que le permite simular que su mundo (afectivo) es completamente normal a pesar de la condición criminal de su “familia”.
Es manifiesto que en el club de strip-tease Bada Bing “regentado” por los Soprano lo que queda al desnudo es una especie de impotencia de la mafia contemporánea. El strip-tease está dominado por la parodia y la mistificación; se trata de un baile en el vacío en el que la mujer parece ingrávida: una suerte de celebración auto-erótica de una lentitud increíble. La fijeza de la mirada de la stripper neutraliza el paso de la fascinación a la pasión en acto; en última instancia, ese baile es una abstracción narcisista rigurosa en la que el sentido está diferido. La mujer queda metamorfoseada en un maniquí o una muñeca, una cosa que sigue en movimiento gracias a los dólares que retiene el tanga que demora un final sin finalidad.
Vivimos en un tiempo perturbador, en el que parece que las mujeres siguieran, en la perspectiva post-freudiana, generando un miedo vírico. El final de la historia mafiosa es un enigma que gira sobre sí mismo, como si fuera, valga la imagen pobre (obsesionado todavía por el anti-catártico final de Los Soprano), un aro de cebolla. Conviene recordar que uno de los videos de “campaña” de Hillary Clinton en las primarias que, finalmente, perdería frente al yes we can de Obama, era, nada más y nada menos, que una parodia del capítulo final de Los Soprano. Aceptar que el mediático ex-presidente Bill Clinton puede “interpretar” a Tony Soprano en el momento de la “reconciliación” familiar o del inminente asesinato es el primer paso para comprender que hemos completado la espiral ascendente de la cultura del simulacro. Desde el traje de Monica Lewinsky, corpus delicti de una búsqueda de la culpabilidad, también obscena-extimidad, de la política, hasta el gato inquisidor frente a la fotografía de Christopher en la “oficina” de los Soprano, se extiende el inquietante y sórdido destino de una “sospecha” que tiene que ser desmantelada en la retórica del literalismo. Todo el trayecto misógino (manifiesto en los textos freudianos) en torno al “enigma de la mujer” termina siendo una escena en la que la hija parece que no sabe aparcar.
Cuesta soportar lo Real (incluso en clave lacanaiana) en la época del reality show. Lo que domina esta nueva “era dorada” de las series de televisión es lo que podríamos llamar, recordando The Wire, “el estilo dickensiano”, pero sobre todo podríamos asumir que nuestra cotidianeidad ha radicalizado el sentido del realismo miserable. Se podrían calificar como grandes “series de televisión” los acontecimientos “protagonizados” recientemente por mujeres que dicen “desconocer” los delitos que les han permitido tener una vida maravillosamente cómoda. Pienso en el culebrón de la Pantoja, en la “real” ignorancia de la infanta Cristina, en Ana Mato y sus fiestas de confetis, en Marta Ferrusola como gran referente del clan Pujol, estrictos profesionales del trincamiento-patriotico. Incluso Tania Sánchez, referente del “tertulianismo-político-pseudo-radical”, afirmó que “no sabía nada” de las actividades perfectamente subvencionadas de su hermano aunque ella fuera parte de la comisión del ayuntamiento que necesitaba, como agua de mayo, cursos de tambor.
El psicoanálisis se funda, según dijo Lacan, en un principio que se enuncia de este modo: “No hay relación sexual”, y cuyo corolario es que “el goce es imposible”. El enigma de la mujer es, ciertamente, interminable o, sin andar con rodeos, freudianamente vergonzoso: lo abominable en la mirada del analista puedo ser, en todos los sentidos, una proyección misógina. Tiene razón la filósofa Sarah Kofman cuando advierte que la solución psicoanalítica devuelve a la mujer su palabra para quitársela mejor, para subordinarla mejor a la del señor. Una vez más la mujer está condenada al silencio en ese verdadero lío del no saber. El sujeto no sabe sobre aquello que está en el origen de los síntomas que soporta.
No estamos, ni mucho menos, de vuelta a Ítaca para rescatar a Penélope (la mujer que distrae destejiendo sus enredos diurnos) del acoso de los indignos pretendientes, sino más bien empantanados en una domesticidad sórdida en la que nadie quiere tejer ningún relato salvo el de su “desconocimiento”. Basta pensar en la mujer de Walter White que parece que siente escrúpulos por el comportamiento delictivo de su marido pero no está dispuesta a renunciar drásticamente a “sus beneficios”. La realidad supera, en todos los sentidos, a la ficción. Una mujer despechada “confiesa” antes los voraces paparazzi que en su casa el dinero entraba en bolsas de basura (una inversión escatológico-económica), otra pone cara de estar soportando los “reales” pesares del Santo Job por culpa de su amado marido, que aunque dejó de tirar penaltis en el balonmano sigue colándolas por las escuadra, la “viudísima” taurino-coplera purga carcelariamente por culpa de los amoríos que surgieron al aroma del “rebujito” rociero, incluso la más malencarada de todas (matrona catalana implacable) hace el paseíllo con la conciencia de que no sabe nada salvo que los que acosan a su “familia” son más malos que la quina. Tampoco estaban al corriente de nada la legión de “legítimas mujeres” de los implicados en la Trama Púnica o las finas señoras de los Gürtel, que desfilaron en el bodorrio aquel del aznarato en el Escorial. Según cuentan, estos “machos clánicos” también frecuentaban antros bizarro-prostibularios; a falta del Bada Bing tuvieron que abrir la oficina en lupanares con neones rosados en la fachada.
En último término, habríamos sido seducidos, de nuevo, por el Big Daddy, sublimando su condición odiosa. Los Soprano terminan atrapados en las obsesiones, desde Tony que, contra todas las “leyes familiares”, está confesando “lo que le pasa” a Paulie, que llega al borde de la paranoia por culpa del gato que parece entregado a la labor del duelo frente a la fotografía del primo asesinado. El secreto o, para ser más preciso, el secretismo del clan, su omertá, no hace que abandonen el parloteo compulsivo. Carmela no ha hablado mucho, todo hay que decirlo, a la largo de la serie, pero como “mujer” es también el ejemplo del gran criminal, perfecta conocedora de “su secreto”. La historia familiar cotidiano-mediática está marcada por mujeres que lo ignoran todo o que confiesan que “no sabían nada”. Los secretos del hombre-violento-y-angustiado están “en manos” de otra mujer; la tarea del terapeuta (la doctora Jennifer Melfi) es semejante a la del juez de instrucción. Menos mal que, sin atisbo de castración, nos queda el juez Castro. Lo malo es que “la docta ignorancia de las mujeres” en este culebrón familiar ha terminado por generar una transvaloración cuasi-nihilista: el fiscal metamorfoseado en abogado defensor, la mujer al mando de la prisión abducida por la que canturrea “se me enamora el alma”, una tal Cospedal divagando sobre una “indemnización en diferido” al campeón del trincamiento. Es bastante lógico que nadie quiera saber nada.
Fotos de la serie Los Soprano, e ingreso a una institución penitenciaria de Maite Zaldívar (Rtve)
Esposas que no desean saber nada
El amor, como se insiste en la serie Mad Men, es cosa de marketing. Recordemos una conversación de Don Draper con una mujer a la que está cortejando: “Don: La razón por la que no lo has sentido [el amor] es porque no existe. Lo que llamas “amor” fue inventado por tipos como yo para vender medias… Naces solo y mueres solo y este mundo sólo te impone un montón de reglas que te hacen olvidar esos hechos. Pero nunca me olvido. Vivo como si no hubiera mañana, porque no hay. Rachel: Creo que hasta este momento no me había dado cuenta de que también debe ser duro ser hombre”. Efectivamente, es durísimo soportar la condición patética en la que se dispone la escena de seducción.
Confieso que he sido seducido, hace años, por Tony Soprano, un personaje violento y entregado a la infidelidad. Daba la impresión que ese mafioso alopécico y obeso no necesitaba de ningún “asesor personal” aunque acudía a terapia psicoanalítica. El abismo surge, como todos sabemos, en el ámbito familiar, aunque uno tenga una mujer tan “entregada” como Carmela, tal vez marcada a fuego por su educación católica, demorando, como puede, el “deseo adúltero”. No es casual que su primer devaneo erótico, no realizado, sea con el sacerdote de su parroquia; ni que la relación sexual con del decorador estadounidense Vic Musto no sea satisfactoria. Y que, en cambio, se enamore locamente de Furio, que sin llegar a concretarse supone una amenaza para la vida del “soldado” de su marido, que provocará el regreso de Furio a Italia, su huida.
Tampoco van mejor las cosas cuando el mafioso decide entregarse a alguna actividad “familiar” fuera de casa, como sucede en el magnífico episodio en el que Tony Soprano acompaña a su hija Meadow por los campus sin dejar de mirar de reojo al mundo criminal. Mientras tanto, Carmela se ha quedado en casa afectada de gripe y aprovecha para pasar una velada “romántica” bebiendo vino y viendo películas románticas con el empalagoso e insinuante padre Phil. “Tras varias copas —apunta Brett Martin, periodista autor de un libro sobre la serie—, ella reconoce, con lágrimas en los ojos, que conoce e ignora deliberadamente el coste moral de su cómoda vida, un momento catártico de conocimiento de sí misma que, como de costumbre, no la hará obrar en consecuencia”. Sabe e ignora, deja en la sombra y el olvido todo aquello (delictivo) que le permite simular que su mundo (afectivo) es completamente normal a pesar de la condición criminal de su “familia”.
Es manifiesto que en el club de strip-tease Bada Bing “regentado” por los Soprano lo que queda al desnudo es una especie de impotencia de la mafia contemporánea. El strip-tease está dominado por la parodia y la mistificación; se trata de un baile en el vacío en el que la mujer parece ingrávida: una suerte de celebración auto-erótica de una lentitud increíble. La fijeza de la mirada de la stripper neutraliza el paso de la fascinación a la pasión en acto; en última instancia, ese baile es una abstracción narcisista rigurosa en la que el sentido está diferido. La mujer queda metamorfoseada en un maniquí o una muñeca, una cosa que sigue en movimiento gracias a los dólares que retiene el tanga que demora un final sin finalidad.
Vivimos en un tiempo perturbador, en el que parece que las mujeres siguieran, en la perspectiva post-freudiana, generando un miedo vírico. El final de la historia mafiosa es un enigma que gira sobre sí mismo, como si fuera, valga la imagen pobre (obsesionado todavía por el anti-catártico final de Los Soprano), un aro de cebolla. Conviene recordar que uno de los videos de “campaña” de Hillary Clinton en las primarias que, finalmente, perdería frente al yes we can de Obama, era, nada más y nada menos, que una parodia del capítulo final de Los Soprano. Aceptar que el mediático ex-presidente Bill Clinton puede “interpretar” a Tony Soprano en el momento de la “reconciliación” familiar o del inminente asesinato es el primer paso para comprender que hemos completado la espiral ascendente de la cultura del simulacro. Desde el traje de Monica Lewinsky, corpus delicti de una búsqueda de la culpabilidad, también obscena-extimidad, de la política, hasta el gato inquisidor frente a la fotografía de Christopher en la “oficina” de los Soprano, se extiende el inquietante y sórdido destino de una “sospecha” que tiene que ser desmantelada en la retórica del literalismo. Todo el trayecto misógino (manifiesto en los textos freudianos) en torno al “enigma de la mujer” termina siendo una escena en la que la hija parece que no sabe aparcar.
Cuesta soportar lo Real (incluso en clave lacanaiana) en la época del reality show. Lo que domina esta nueva “era dorada” de las series de televisión es lo que podríamos llamar, recordando The Wire, “el estilo dickensiano”, pero sobre todo podríamos asumir que nuestra cotidianeidad ha radicalizado el sentido del realismo miserable. Se podrían calificar como grandes “series de televisión” los acontecimientos “protagonizados” recientemente por mujeres que dicen “desconocer” los delitos que les han permitido tener una vida maravillosamente cómoda. Pienso en el culebrón de la Pantoja, en la “real” ignorancia de la infanta Cristina, en Ana Mato y sus fiestas de confetis, en Marta Ferrusola como gran referente del clan Pujol, estrictos profesionales del trincamiento-patriotico. Incluso Tania Sánchez, referente del “tertulianismo-político-pseudo-radical”, afirmó que “no sabía nada” de las actividades perfectamente subvencionadas de su hermano aunque ella fuera parte de la comisión del ayuntamiento que necesitaba, como agua de mayo, cursos de tambor.
El psicoanálisis se funda, según dijo Lacan, en un principio que se enuncia de este modo: “No hay relación sexual”, y cuyo corolario es que “el goce es imposible”. El enigma de la mujer es, ciertamente, interminable o, sin andar con rodeos, freudianamente vergonzoso: lo abominable en la mirada del analista puedo ser, en todos los sentidos, una proyección misógina. Tiene razón la filósofa Sarah Kofman cuando advierte que la solución psicoanalítica devuelve a la mujer su palabra para quitársela mejor, para subordinarla mejor a la del señor. Una vez más la mujer está condenada al silencio en ese verdadero lío del no saber. El sujeto no sabe sobre aquello que está en el origen de los síntomas que soporta.
No estamos, ni mucho menos, de vuelta a Ítaca para rescatar a Penélope (la mujer que distrae destejiendo sus enredos diurnos) del acoso de los indignos pretendientes, sino más bien empantanados en una domesticidad sórdida en la que nadie quiere tejer ningún relato salvo el de su “desconocimiento”. Basta pensar en la mujer de Walter White que parece que siente escrúpulos por el comportamiento delictivo de su marido pero no está dispuesta a renunciar drásticamente a “sus beneficios”. La realidad supera, en todos los sentidos, a la ficción. Una mujer despechada “confiesa” antes los voraces paparazzi que en su casa el dinero entraba en bolsas de basura (una inversión escatológico-económica), otra pone cara de estar soportando los “reales” pesares del Santo Job por culpa de su amado marido, que aunque dejó de tirar penaltis en el balonmano sigue colándolas por las escuadra, la “viudísima” taurino-coplera purga carcelariamente por culpa de los amoríos que surgieron al aroma del “rebujito” rociero, incluso la más malencarada de todas (matrona catalana implacable) hace el paseíllo con la conciencia de que no sabe nada salvo que los que acosan a su “familia” son más malos que la quina. Tampoco estaban al corriente de nada la legión de “legítimas mujeres” de los implicados en la Trama Púnica o las finas señoras de los Gürtel, que desfilaron en el bodorrio aquel del aznarato en el Escorial. Según cuentan, estos “machos clánicos” también frecuentaban antros bizarro-prostibularios; a falta del Bada Bing tuvieron que abrir la oficina en lupanares con neones rosados en la fachada.
En último término, habríamos sido seducidos, de nuevo, por el Big Daddy, sublimando su condición odiosa. Los Soprano terminan atrapados en las obsesiones, desde Tony que, contra todas las “leyes familiares”, está confesando “lo que le pasa” a Paulie, que llega al borde de la paranoia por culpa del gato que parece entregado a la labor del duelo frente a la fotografía del primo asesinado. El secreto o, para ser más preciso, el secretismo del clan, su omertá, no hace que abandonen el parloteo compulsivo. Carmela no ha hablado mucho, todo hay que decirlo, a la largo de la serie, pero como “mujer” es también el ejemplo del gran criminal, perfecta conocedora de “su secreto”. La historia familiar cotidiano-mediática está marcada por mujeres que lo ignoran todo o que confiesan que “no sabían nada”. Los secretos del hombre-violento-y-angustiado están “en manos” de otra mujer; la tarea del terapeuta (la doctora Jennifer Melfi) es semejante a la del juez de instrucción. Menos mal que, sin atisbo de castración, nos queda el juez Castro. Lo malo es que “la docta ignorancia de las mujeres” en este culebrón familiar ha terminado por generar una transvaloración cuasi-nihilista: el fiscal metamorfoseado en abogado defensor, la mujer al mando de la prisión abducida por la que canturrea “se me enamora el alma”, una tal Cospedal divagando sobre una “indemnización en diferido” al campeón del trincamiento. Es bastante lógico que nadie quiera saber nada.
Fotos de la serie Los Soprano, e ingreso a una institución penitenciaria de Maite Zaldívar (Rtve)