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A ese trébol le falta una hoja

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La atención, una disposición o circunstancia cada vez más insólita. Yo cuando tengo treinta segundos para concentrarme en el tema, me acuerdo de estas dos historias:

La primera: en uno de sus libros de fragmentos, creo que en El corazón aventurero,  Ernst Jünger se acuerda de su madre, a la que admiraba mucho y consideraba una persona sobresaliente. Recuerda que durante una época, cuando él era pequeño, solían dar paseos en grupo por el campo, con amigos y familiares, e iban todos hablando entretenidos. Imagino la cohorte como un cuadro de Singer Sargent. Y nos cuenta Jünger, y aquí viene uno de los rasgos de carácter más prominentes de su madre, que era siempre ella la que encontraba los tréboles de cuatro hojas. De repente, sin interrumpir la conversación ligera, se agachaba para recoger el trébol extraordinario. ¿Era una suertuda Frau Jünger? No: iba fijándose. A partir de ese detalle familiar, Jünger aventura que no es que el hecho de encontrar un trébol de cuatro hojas nos convierta en suertudos, sino que esa plantita es el síntoma palpable de que reconocemos lo prodigioso allí donde se presenta (aunque sea en un verde prado de hierbajos aparentemente indistinguibles unos de otros). Este es el tipo de atención que está alerta y percibe lo que le rodea.

Por otro lado, está la historia de Goethe con la catedral de Estrasburgo, un intenso affaire que lo tuvo estudiándola, subiendo a su torre y sobre todo dibujándola desde todos los puntos de vista. Después de varios días de entrega al edificio, Goethe les dijo a sus amigos: “Esta catedral no está terminada”, y les mostró uno de sus dibujos, en el que había añadido la parte que echaba de menos. Pudieron consultar los planos y vieron que, efectivamente, coincidían con la invención de Goethe. ¿Cómo era posible? “La propia catedral me lo dijo.” Esta historia a su vez me hace pensar en una prima mía que, estando en el cine aún muy pequeñita, viendo una película de dibujos animados con su madre, la dejó sorprendida porque iba anticipando, diciéndolos en voz alta, los diálogos de los personajes. Su madre la miró inquieta; era imposible que hubiese visto la película antes. “¿Por qué sabes lo que van a decir los personajes?” Entonces fue la niña la que miró atónita a su madre, ¿cómo no lo iba a saber? La película sólo podía ser así. Estos dos casos, el de Estrasburgo y el de Disney, o Pixar, hablan no sólo de la capacidad de arrobo de sus protagonistas sino también de la armonía áurea de quienes proyectaron la catedral y realizaron la peli. Goethe y la niña, embebidos en la estructura profunda del objeto de su interés respectivo, eran capaces de suplir con la imaginación aquello que aún no se había materializado. Ese es otro tipo de atención, la de la concentración que alienta la imaginación.

Tengo la impresión de que lo anterior tiene que ver con la advertencia del evangelio de que si no somos como niños no entraremos en el reino de los cielos. ¿No será esa advertencia, en lugar de una ñoña invitación a ser pueriles, el recuerdo de que la manera de acceder al mundo maravilloso que nos rodea es concentrándonos seriamente, como cuando jugamos?

¿Será ese el truco? No lo sé. Por otro lado, la cosa sale cuando no te estás fijando mucho.

 

Imagen: Goethe en la campiña romana (1787), por Johann Heinrich Wilhelm Tischbein, tuneado por Bárbara Mingo