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Es la cultura, estúpida
El 19 de abril de 2013, alrededor de las 11 de la mañana, giré en la esquina de calle Atocha hacia calle Alameda y me topé de bruces con un policía nacional que daba la impresión de haber estado esperándome toda la vida. Como, que yo sepa, no he cometido –aún– ningún delito grave, y, por lo general, uno intenta mantener una cierta elegancia casual en el vestir, vamos, que mala pinta –lo que pueda entender un policía por mala pinta– no tenía, en un primer momento no entendí el motivo por el cual éste me hizo un gesto para que me detuviera.
–¿Adónde se dirige?
–A la inauguración de Medialab-Prado
–¿Media-qué?
–Este… Medialab… la Serrería Belga, digo, eso de allí –señalé el edificio tímidamente, como si me lo estuviera inventando.
–Mmm… Está bien, pasa.
–Gracias.
Ese “está bien, pasa” me resultó realmente sorprendente, pues estábamos en plena calle, y no había lugar a dar o no permiso para caminar, pero peor aún me pareció el haberle dado las gracias –por nada– de forma tan sumisa. De siempre, cuando veo un policía me siento culpable, bajo la mirada como si no quisiera que me reconocieran por vete a saber tú qué delitos que no he cometido. Me pasa algo parecido al entrar en una sucursal bancaria, miro compungido al suelo, como si pagar el IVA de autónomos me convirtiera en un ser sin escrúpulos que participa del corrupto sistema bancario. En cualquier caso tendría que hacérmelo mirar.
“¿A qué se debía tanta seguridad en la inauguración de un espacio cultural que se define como un laboratorio colectivo de creación digital?¿¿Es Medialab ETA??”
Pero, a lo que vamos, lo interesante del asunto es que mi amigo el policía nacional no estaba solo, pues cuando seguí caminando, un poco más erguido, como para demostrar que no tenía nada que ocultar, pude comprobar que alrededor del edificio de Medialab-Prado había, hasta donde alcanzaba mi vista, unos doce policías con la misma cara de haber estado esperándome –a mí, a usted, a quien sea que pasase por allí– toda la vida.
¿A qué se debía tanta seguridad en la inauguración de un espacio cultural que se define como un laboratorio colectivo de creación digital? ¿Estaba allí un escuadrón de la Policía Nacional para salvaguardar la integridad de Medialab? ¿Querían proteger sus secretos de posibles “ladrones de ideas”? ¿No supondría esto un contrasentido, proteger de forma armada el conocimiento colectivo? ¿O más bien –y más probablemente– alguien en el Ayuntamiento pensaba que Medialab es el nombre en clave de una célula terrorista de Al-Qaeda en España? ¿¿Es Medialab ETA??
No. La razón por la que aquella mañana el Barrio de las Letras estaba fortificado era la presencia en la inauguración de nuestra alcaldesa no-electa, la señora Ana Botella. La estaban protegiendo a ella. Pero, me pregunto yo, ¿protegiéndola de qué? ¿De los feroces trabajadores de Medialab? ¿Del pueblo de Madrid? ¿Dónde quedó esa idea, quizá romántica, del alcalde querido y respetado –y elegido, disculpen la insistencia– por los ciudadanos?
Escúcheme, señora Botella, yo creo que si necesita usted semejante escolta, algo no debe estar funcionando bien. Aunque, haciendo un rápido repaso mental, está claro que si tenemos en cuenta los estragos que la política cultural de su Ayuntamiento –o más bien el carácter absolutamente errático de la misma– ha provocado en la ciudad de Madrid, es normal que al levantarse por la mañana piense usted que en un acto como el que aquél día nos reunió pueda necesitar protección. De hecho, si no recuerdo mal, sus miedos matinales se cumplieron, pues algún espontáneo entre los asistentes, sin relación alguna con Medialab, aprovechó el que la sacaran a usted de paseo ese día para enseñarle una pancarta y gritarle alguna consigna, con su consiguiente gesto de desprecio máximo. Debe ser, recordando la famosa escena de Amanece que no es poco, donde al alcalde del pueblo se lo recibe con efusivas e incontrolables muestras de afecto, que usted, alcaldesa, es más contingente que necesaria, y de cariño popular no va precisamente sobrada.
Pero no se preocupe, señora Botella, que no está todo perdido. Le voy a dar un consejo que, de seguirlo, podría usted incluso, fíjese lo que le digo, llegar a ganar unas elecciones. Es sencillo: cambie usted de amigos.
Porque sospecho que debe tener usted buenos amigos en Telefónica, y eso es estupendo, pero quizá no le ayuda mucho a crearse una imagen carismática dentro del mundo de la cultura –hágame caso, ahorraría en escoltas–, el que día sí y día también aparezca en prensa que dicha empresa va a comprar o alquilar, o recibir sin coste alguno, que de todo se oye por ahí, el edificio de Medialab –sí, ese mismo que usted inauguró–, amenazando el proyecto y al equipo que ya trabaja en él desde hace años –antes se encontraban en otra localización–, demostrando, por un lado, su total desinterés por los proyectos de largo recorrido en la esfera cultural madrileña y, por otro, que está usted –o su equipo, no va a ser todo culpa suya, no se me vaya a enfadar– dispuesta a vender a precio de saldo el patrimonio, físico e inmaterial, que nos pertenece a todos.
Lo que le digo, esos amigos que van comprando edificios con inquilinos dentro no le hacen bien, señora Botella. Es mejor que, directamente, regale usted los edificios, como, según la prensa –qué malos son los periodistas, oiga– al parecer iba a hacer con su amigo el arquitecto Emilio Ambasz, entregándole un edificio en el Paseo del Prado para que lo tire abajo y construya un museo de la arquitectura. Lo curioso es que según mis recientes investigaciones, entre los arquitectos que tengo a mano, además de aquellos que han opinado públicamente, resulta que no he conseguido encontrar ni uno que le tenga demasiada estima al trabajo de este señor y mucho menos a ese proyecto de museo aparecido de la nada, que es, por cierto, espantoso. Señora Botella, ¿podría usted, al menos, ya que regala el patrimonio, dárselo a arquitectos buenos, por favor?
Y por seguir pensando en alto, ¿tendrá algo que ver su regalo a su amigo Emilio con que el también arquitecto sir Norman Foster haya abandonado el proyecto de instalar su fundación en Madrid, llevándosela a Nueva York? ¿O esto último ha ocurrido tan sólo porque, como cuenta la leyenda, un técnico de su Ayuntamiento se excedió en sus funciones, garabateando el proyecto de su no-amigo Norman, rechazando parte de la propuesta, provocando su furia y la cancelación definitiva de la instalación de su fundación en un palacete de Madrid, que, por cierto, había sido ya comprado y pagado por el sir? Tan importante es cultivar los buenos amigos, señora Botella, como no crearse tan ilustres enemigos.
“Escúcheme, señora Botella, yo creo que si necesita usted semejante escolta, algo no debe estar funcionando bien”
Y es que otro que se va, no sé si de Madrid como el señor Foster, pero si de su equipo, es Natalio Grueso, ese gestor-amigo al que rescató usted del Centro Niemeyer de Avilés cuando comenzó a destaparse el caso de malversación de fondos que presuntamente había cometido en dicho centro, para traerlo, como fichaje estrella, a dirigir las escénicas madrileñas, y que casualmente ha anunciado hace unas pocas semanas que se marcha. Quiere ser escritor, dice, y para demostrar que va en serio ha sacado un libro y todo, La Soledad, sobre el cual leo por ahí: “Delicada, mágica e hipnótica, esta conmovedora novela nos transporta de París a Buenos Aires, de Venecia a Indochina”. Al parecer es un libro de viajes, y sería todo estupendo si no fuera porque una de las razones por las que su amigo Natalio tiene abierto un proceso judicial es precisamente por haberse pegado la vida padre viajando por todo el mundo con su señora, a la que registraba en los hoteles con el nombre del subdirector del centro, por supuesto todo ello pagado con dinero del Centro Niemeyer. Vamos, que tras viajar durante años de gorra, su amigo Natalio va y lo pone todo en un libro, si es que este tío es un cachondo, no me extraña que usted se lo trajera a Madrid para tenerlo cerca y partirse la caja con sus historias. Qué tío.
En fin, señora Botella, que la cultura en Madrid –la que promueve su Ayuntamiento, quiero decir– es un Cristo, no me diga que no. El Centro Conde Duque va a la deriva tras haber perdido a su coordinador, Madrid está convertida en un cementerio de teatros –el Teatro de Madrid, el Arenal y el Albéniz han cerrado sus puertas en los últimos cinco años–, y el resto de espacios culturales municipales trabajan prácticamente con presupuesto cero, mientras la ciudad se llena de cosas como los Guerreros de Xi’an, esos mamotretos que deben de tener puente aéreo gratuito con Barajas –perdón, con Adolfo Suárez Madrid Barajas, es que no me acostumbro, oiga–, pues si no, no se explica la insistencia del consistorio en traerlos una y otra vez, en esta ocasión al Teatro Cultural Centro de la Villa Fernán Gómez… o como demonios se llame ahora ese lugar que ha sufrido tantos cambios de nombre que lo ha dejado sin identidad definida, igual que la programación que contiene. La lista de desastres es larga, y no se trata de abrumar al lector, pero sí quería terminar con uno que me toca especialmente la fibra sensible.
Me explico. La fotografía que ilustra este artículo la tomé con el móvil en mi último día de trabajo en la Nave de Música de Matadero Madrid, un espacio cultural dedicado a promover todos los aspectos de la creación musical del que fui coordinador hasta el pasado enero. “Lo que le digo, esos amigos que van comprando edificios con inquilinos dentro no le hacen bien, señora Botella.Es mejor que, directamente, regale usted los edificios” Acababa de terminar de organizar el cierre del espacio, tras un año de cancelación progresiva de la actividad por indicación del Ayuntamiento. Si bien la Nave de Música ha cerrado temporalmente para acometer unas obras de reforma, esa es, digamos, la versión oficial, y es tan sólo la punta del iceberg de lo que realmente ha llevado a cerrar el espacio. La desidia con la que el equipo del Ayuntamiento ha tratado el proyecto, provocando el retraso de más de un año en el comienzo de las obras, así como la falta de asunción de responsabilidades a la hora de resolver las gestiones necesarias para que la Nave de Música pudiera volver a la actividad, pasándose la “patata caliente” los unos a los otros, ha sido el día a día de un triste capítulo dentro de ese gran espacio cultural que es Matadero Madrid.
En definitiva, un compendio de malas prácticas, mezquindad, mala gestión y absoluta falta de profesionalidad y sensibilidad que, ahora que he tomado la decisión de que pase lo que pase no volveré al proyecto –se salve éste o no–, si bien es cierto que me invade la tristeza al recordar lo que fue el espacio en funcionamiento, lleno de vida, es más fuerte la sensación de alivio; el alivio, señora Botella, de saber que voy en la buena dirección, que es exactamente la contraria que sus amigos del mundo de la cultura –por decir algo, se entiende– siguen, a saber: un viaje a ninguna parte, un sálvese quien pueda, un quítate tu para ponerme yo y no sé cuantos otros clichés más que no se me ocurren ahora mismo para definir el desastre de la forma de entender la gestión de la cultura que usted, with a little help from your friends, ha perpetrado en estos últimos años.
Pero, además de que ha quedado claro que debe usted salir más y conocer gente nueva que la lleve por mejor camino en cuestiones culturales, por si no está aún convencida de la utilidad que podría tener esto, déjeme decirle una última cosa. Señora Botella, cuando en la soledad de su despacho se pregunte por qué la gente le grita cosas y se molesta en escribirlas en pancartas durante la inauguración de un centro cultural –en la que, le aseguro, el noventa por ciento de los asistentes la mira con absoluta desconfianza o directamente con abierto desagrado–, recuerde la consigna que el asesor norteamericano James Carville utilizó para llevar a la presidencia a Bill Clinton, tumbando a George Bush padre: “Es la economía, estúpido”, y aplíquesela, con una ligera variación:
Es la cultura, estúpida.
Es la cultura, estúpida
El 19 de abril de 2013, alrededor de las 11 de la mañana, giré en la esquina de calle Atocha hacia calle Alameda y me topé de bruces con un policía nacional que daba la impresión de haber estado esperándome toda la vida. Como, que yo sepa, no he cometido –aún– ningún delito grave, y, por lo general, uno intenta mantener una cierta elegancia casual en el vestir, vamos, que mala pinta –lo que pueda entender un policía por mala pinta– no tenía, en un primer momento no entendí el motivo por el cual éste me hizo un gesto para que me detuviera.
–¿Adónde se dirige?
–A la inauguración de Medialab-Prado
–¿Media-qué?
–Este… Medialab… la Serrería Belga, digo, eso de allí –señalé el edificio tímidamente, como si me lo estuviera inventando.
–Mmm… Está bien, pasa.
–Gracias.
Ese “está bien, pasa” me resultó realmente sorprendente, pues estábamos en plena calle, y no había lugar a dar o no permiso para caminar, pero peor aún me pareció el haberle dado las gracias –por nada– de forma tan sumisa. De siempre, cuando veo un policía me siento culpable, bajo la mirada como si no quisiera que me reconocieran por vete a saber tú qué delitos que no he cometido. Me pasa algo parecido al entrar en una sucursal bancaria, miro compungido al suelo, como si pagar el IVA de autónomos me convirtiera en un ser sin escrúpulos que participa del corrupto sistema bancario. En cualquier caso tendría que hacérmelo mirar.
“¿A qué se debía tanta seguridad en la inauguración de un espacio cultural que se define como un laboratorio colectivo de creación digital?¿¿Es Medialab ETA??”
Pero, a lo que vamos, lo interesante del asunto es que mi amigo el policía nacional no estaba solo, pues cuando seguí caminando, un poco más erguido, como para demostrar que no tenía nada que ocultar, pude comprobar que alrededor del edificio de Medialab-Prado había, hasta donde alcanzaba mi vista, unos doce policías con la misma cara de haber estado esperándome –a mí, a usted, a quien sea que pasase por allí– toda la vida.
¿A qué se debía tanta seguridad en la inauguración de un espacio cultural que se define como un laboratorio colectivo de creación digital? ¿Estaba allí un escuadrón de la Policía Nacional para salvaguardar la integridad de Medialab? ¿Querían proteger sus secretos de posibles “ladrones de ideas”? ¿No supondría esto un contrasentido, proteger de forma armada el conocimiento colectivo? ¿O más bien –y más probablemente– alguien en el Ayuntamiento pensaba que Medialab es el nombre en clave de una célula terrorista de Al-Qaeda en España? ¿¿Es Medialab ETA??
No. La razón por la que aquella mañana el Barrio de las Letras estaba fortificado era la presencia en la inauguración de nuestra alcaldesa no-electa, la señora Ana Botella. La estaban protegiendo a ella. Pero, me pregunto yo, ¿protegiéndola de qué? ¿De los feroces trabajadores de Medialab? ¿Del pueblo de Madrid? ¿Dónde quedó esa idea, quizá romántica, del alcalde querido y respetado –y elegido, disculpen la insistencia– por los ciudadanos?
Escúcheme, señora Botella, yo creo que si necesita usted semejante escolta, algo no debe estar funcionando bien. Aunque, haciendo un rápido repaso mental, está claro que si tenemos en cuenta los estragos que la política cultural de su Ayuntamiento –o más bien el carácter absolutamente errático de la misma– ha provocado en la ciudad de Madrid, es normal que al levantarse por la mañana piense usted que en un acto como el que aquél día nos reunió pueda necesitar protección. De hecho, si no recuerdo mal, sus miedos matinales se cumplieron, pues algún espontáneo entre los asistentes, sin relación alguna con Medialab, aprovechó el que la sacaran a usted de paseo ese día para enseñarle una pancarta y gritarle alguna consigna, con su consiguiente gesto de desprecio máximo. Debe ser, recordando la famosa escena de Amanece que no es poco, donde al alcalde del pueblo se lo recibe con efusivas e incontrolables muestras de afecto, que usted, alcaldesa, es más contingente que necesaria, y de cariño popular no va precisamente sobrada.
Pero no se preocupe, señora Botella, que no está todo perdido. Le voy a dar un consejo que, de seguirlo, podría usted incluso, fíjese lo que le digo, llegar a ganar unas elecciones. Es sencillo: cambie usted de amigos.
Porque sospecho que debe tener usted buenos amigos en Telefónica, y eso es estupendo, pero quizá no le ayuda mucho a crearse una imagen carismática dentro del mundo de la cultura –hágame caso, ahorraría en escoltas–, el que día sí y día también aparezca en prensa que dicha empresa va a comprar o alquilar, o recibir sin coste alguno, que de todo se oye por ahí, el edificio de Medialab –sí, ese mismo que usted inauguró–, amenazando el proyecto y al equipo que ya trabaja en él desde hace años –antes se encontraban en otra localización–, demostrando, por un lado, su total desinterés por los proyectos de largo recorrido en la esfera cultural madrileña y, por otro, que está usted –o su equipo, no va a ser todo culpa suya, no se me vaya a enfadar– dispuesta a vender a precio de saldo el patrimonio, físico e inmaterial, que nos pertenece a todos.
Lo que le digo, esos amigos que van comprando edificios con inquilinos dentro no le hacen bien, señora Botella. Es mejor que, directamente, regale usted los edificios, como, según la prensa –qué malos son los periodistas, oiga– al parecer iba a hacer con su amigo el arquitecto Emilio Ambasz, entregándole un edificio en el Paseo del Prado para que lo tire abajo y construya un museo de la arquitectura. Lo curioso es que según mis recientes investigaciones, entre los arquitectos que tengo a mano, además de aquellos que han opinado públicamente, resulta que no he conseguido encontrar ni uno que le tenga demasiada estima al trabajo de este señor y mucho menos a ese proyecto de museo aparecido de la nada, que es, por cierto, espantoso. Señora Botella, ¿podría usted, al menos, ya que regala el patrimonio, dárselo a arquitectos buenos, por favor?
Y por seguir pensando en alto, ¿tendrá algo que ver su regalo a su amigo Emilio con que el también arquitecto sir Norman Foster haya abandonado el proyecto de instalar su fundación en Madrid, llevándosela a Nueva York? ¿O esto último ha ocurrido tan sólo porque, como cuenta la leyenda, un técnico de su Ayuntamiento se excedió en sus funciones, garabateando el proyecto de su no-amigo Norman, rechazando parte de la propuesta, provocando su furia y la cancelación definitiva de la instalación de su fundación en un palacete de Madrid, que, por cierto, había sido ya comprado y pagado por el sir? Tan importante es cultivar los buenos amigos, señora Botella, como no crearse tan ilustres enemigos.
“Escúcheme, señora Botella, yo creo que si necesita usted semejante escolta, algo no debe estar funcionando bien”
Y es que otro que se va, no sé si de Madrid como el señor Foster, pero si de su equipo, es Natalio Grueso, ese gestor-amigo al que rescató usted del Centro Niemeyer de Avilés cuando comenzó a destaparse el caso de malversación de fondos que presuntamente había cometido en dicho centro, para traerlo, como fichaje estrella, a dirigir las escénicas madrileñas, y que casualmente ha anunciado hace unas pocas semanas que se marcha. Quiere ser escritor, dice, y para demostrar que va en serio ha sacado un libro y todo, La Soledad, sobre el cual leo por ahí: “Delicada, mágica e hipnótica, esta conmovedora novela nos transporta de París a Buenos Aires, de Venecia a Indochina”. Al parecer es un libro de viajes, y sería todo estupendo si no fuera porque una de las razones por las que su amigo Natalio tiene abierto un proceso judicial es precisamente por haberse pegado la vida padre viajando por todo el mundo con su señora, a la que registraba en los hoteles con el nombre del subdirector del centro, por supuesto todo ello pagado con dinero del Centro Niemeyer. Vamos, que tras viajar durante años de gorra, su amigo Natalio va y lo pone todo en un libro, si es que este tío es un cachondo, no me extraña que usted se lo trajera a Madrid para tenerlo cerca y partirse la caja con sus historias. Qué tío.
En fin, señora Botella, que la cultura en Madrid –la que promueve su Ayuntamiento, quiero decir– es un Cristo, no me diga que no. El Centro Conde Duque va a la deriva tras haber perdido a su coordinador, Madrid está convertida en un cementerio de teatros –el Teatro de Madrid, el Arenal y el Albéniz han cerrado sus puertas en los últimos cinco años–, y el resto de espacios culturales municipales trabajan prácticamente con presupuesto cero, mientras la ciudad se llena de cosas como los Guerreros de Xi’an, esos mamotretos que deben de tener puente aéreo gratuito con Barajas –perdón, con Adolfo Suárez Madrid Barajas, es que no me acostumbro, oiga–, pues si no, no se explica la insistencia del consistorio en traerlos una y otra vez, en esta ocasión al Teatro Cultural Centro de la Villa Fernán Gómez… o como demonios se llame ahora ese lugar que ha sufrido tantos cambios de nombre que lo ha dejado sin identidad definida, igual que la programación que contiene. La lista de desastres es larga, y no se trata de abrumar al lector, pero sí quería terminar con uno que me toca especialmente la fibra sensible.
Me explico. La fotografía que ilustra este artículo la tomé con el móvil en mi último día de trabajo en la Nave de Música de Matadero Madrid, un espacio cultural dedicado a promover todos los aspectos de la creación musical del que fui coordinador hasta el pasado enero. “Lo que le digo, esos amigos que van comprando edificios con inquilinos dentro no le hacen bien, señora Botella.Es mejor que, directamente, regale usted los edificios” Acababa de terminar de organizar el cierre del espacio, tras un año de cancelación progresiva de la actividad por indicación del Ayuntamiento. Si bien la Nave de Música ha cerrado temporalmente para acometer unas obras de reforma, esa es, digamos, la versión oficial, y es tan sólo la punta del iceberg de lo que realmente ha llevado a cerrar el espacio. La desidia con la que el equipo del Ayuntamiento ha tratado el proyecto, provocando el retraso de más de un año en el comienzo de las obras, así como la falta de asunción de responsabilidades a la hora de resolver las gestiones necesarias para que la Nave de Música pudiera volver a la actividad, pasándose la “patata caliente” los unos a los otros, ha sido el día a día de un triste capítulo dentro de ese gran espacio cultural que es Matadero Madrid.
En definitiva, un compendio de malas prácticas, mezquindad, mala gestión y absoluta falta de profesionalidad y sensibilidad que, ahora que he tomado la decisión de que pase lo que pase no volveré al proyecto –se salve éste o no–, si bien es cierto que me invade la tristeza al recordar lo que fue el espacio en funcionamiento, lleno de vida, es más fuerte la sensación de alivio; el alivio, señora Botella, de saber que voy en la buena dirección, que es exactamente la contraria que sus amigos del mundo de la cultura –por decir algo, se entiende– siguen, a saber: un viaje a ninguna parte, un sálvese quien pueda, un quítate tu para ponerme yo y no sé cuantos otros clichés más que no se me ocurren ahora mismo para definir el desastre de la forma de entender la gestión de la cultura que usted, with a little help from your friends, ha perpetrado en estos últimos años.
Pero, además de que ha quedado claro que debe usted salir más y conocer gente nueva que la lleve por mejor camino en cuestiones culturales, por si no está aún convencida de la utilidad que podría tener esto, déjeme decirle una última cosa. Señora Botella, cuando en la soledad de su despacho se pregunte por qué la gente le grita cosas y se molesta en escribirlas en pancartas durante la inauguración de un centro cultural –en la que, le aseguro, el noventa por ciento de los asistentes la mira con absoluta desconfianza o directamente con abierto desagrado–, recuerde la consigna que el asesor norteamericano James Carville utilizó para llevar a la presidencia a Bill Clinton, tumbando a George Bush padre: “Es la economía, estúpido”, y aplíquesela, con una ligera variación:
Es la cultura, estúpida.