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Erik Satie (1866-1925)

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El 1 de julio se cumplieron noventa años de la muerte del precursor más genuino de las vanguardias. Sin duda, los incontables artistas que trazaron el retrato de Satie vieron en sus rasgos los del Espíritu Nuevo: Utrillo, Casas, Rusiñol, Zuloaga, Valadon, Derain, Cocteau, Picasso, Picabia, Magritte, Brancusi, Gris (testigo en su procesamiento por difamación de 1917), Braque (quien compró su piano a título póstumo), Man Ray (quien lo definió como «el único músico con ojos»). En cualquier caso, era una devoción recíproca: «Siempre aprendí mucho más de los pintores que de los músicos», declaraba con solo 25 años. Equidistante de la música y la pintura, de la pintura y la escritura, investigó el sentido preciso de la vida en una encrucijada inexplorada de la seriedad y el humor. Rara avis de la literatura fragmentaria, sus anotaciones se deslizan entre lo sagrado y lo circense, como lo hacían cotidianamente sus pasos entre Notre Dame y Montmartre. El conjunto de la producción satiniana —lacónica, repetitiva, inmemorial, enigmática— combina la ensoñación embriagadora de Chopin y la sobriedad implacable de Sócrates. En el fondo de la pupila de Satie, brilla la regocijante conciencia de que el Arte carece de patria, desconoce la verdad y desprecia la fortuna.

Versátil desde su nacimiento —madre británica protestante, padre francés católico—, recibe sus primeras lecciones de un maestro de órgano prendado del gregoriano. A los 12 años, el pequeño normando se traslada a París e ingresa en el Conservatorio. A los 21, trabaja como pianista en El Gato Negro. Uno más tarde, compone sus hipnóticas Gimnopedias, recreación de una milenaria danza griega. Tras una tormentosa relación sentimental con Suzanne Valadon —acróbata, pintora, madre de Utrillo, modelo de Lautrec, Renoir, Puvis de Chavannnes—, escribe una pieza de 52 compases que debe repetirse 840 veces: Vejaciones (1893). Setenta años más tarde, John Cage ejecuta la obra en Nueva York, encabezando un elenco de diez pianistas que se turnan durante dieciocho horas. En 1980, el tándem Hidalgo y Marchetti repite el experimento en Milán; en 1989, en Madrid, Barber y otros ocho pianistas.

A los 32 años, Satie se traslada a la periferia parisina, donde ocupa una habitación sin agua ni calefacción, cuyo suelo es el techo del café donde trabaja: Las Cuatro Chimeneas. Durante más de una década, se olvida de la música —Memorias de un amnésico— y se implica en la vida comunitaria del humilde municipio de Arcueil: funda asociaciones, organiza encuentros, colabora con el periódico local, lleva de excursión a los niños de las escuelas. Cumplida la cuarentena, cuando Ravel, Debussy y Stravinski rinden tributo a sus creaciones iniciales, regresa al Conservatorio y estudia durante tres años contrapunto y composición. Se prepara para romper con todo.

Ricardo Viñes comienza a interpretar en primera audición todas las piezas de Satie, quien a su vez comienza a incorporar a las mismas apuntes e indicaciones descabelladas —«Interprétese como un ruiseñor con dolor de muelas»—. En 1913, para la ejecución de La trampa de Medusa, que Kahnweiler editará en 1921 con ilustraciones de Braque, introduce hojas de papel entre las cuerdas del piano. A partir de un ofrecimiento rehusado por Stravinski, quien considera la remuneración insuficiente, crea la serie Deportes & Divertimentos, haciendo constar su protesta por la excesiva retribución del encargo. Cocteau, quien dedicará a Satie algunos de los aforismos de su libro El gallo y el arlequín, le propone hacerse cargo de la partitura del ballet Parade, con decorados de Picasso y coreografía de Massine. La obra incluye secciones para máquinas de escribir, sirenas, dinamos y hélices, y reserva un lugar para la primera aparición del jazz en la música europea de concierto. En las notas del programa, Apollinaire acuña el término surrealismo. El estreno, en 1917, provoca un escándalo formidable, al que Satie se suma enardecido. El altercado con un crítico le acarrea una semana de cárcel y una multa de mil francos. Pero una nueva generación de compositores se declara satiniana: Auric, Honegger, Milhaud, Paulenc...

Su Música de Mobiliario (1918), concebida como fondo sonoro para actividades cotidianas, despierta la admiración de Duchamp, quien el año anterior había presentado con el título de Fontaine su célebre urinario. La prodigiosa facultad compaginadora de Satie le permite componer simultáneamente Sócrates, oratorio para voz y orquesta inspirado en los diálogos platónicos. «Platón es un colaborador perfecto», asegura Satie. Roger Shattuck observa: «Satie, el sabio de la música, en estrecha relación con los jóvenes y desempeñando el papel de tábano y comadrona, estuvo a la altura de las circunstancias. Sócrates es la única composición de Satie que aspira a la grandeza auténtica y la consigue. El resto de su música es diversión».

La última diversión de Satie tuvo lugar en 1924, a expensas del estreno del ballet Relâche, con decorados de Picabia y un Entreacto cinematográfico de René Clair. En un anuncio de la revista 391, el propio músico advierte: «Traed gafas oscuras y algo para taparos los oídos». Primera obra cinematográfica incorporada a un ballet, primera composición musical escrita para el cine, su recepción desencadena otro legendario tumulto. El año siguiente, en vísperas de su 60 aniversario, una cirrosis pone fin a las iluminaciones de Satie. Braque y Milhaud lo acompañan en ambulancia al hospital. Brancusi —otro enamorado de lo minúsculo— llega a tiempo para despedirse. Maritain acude con un sacerdote; a la salida, declara: «Satie era un teólogo asombroso».

Profesor Decombes (1879): «Es el estudiante más vago del Conservatorio, pero logra un sonido precioso».

Santiago Rusiñol (1890): «Si la fortuna no le juega una mala pasada, su nombre sonará con el tiempo. Su táctica tiene mucho de oriental, pues tiende a simplificar su arte para llevarlo a la última expresión de sencillez y parquedad».

Claude Debussy (1892): «Dulce músico medieval extraviado en este siglo».

Igor Stravinski (1911): «Su inteligencia aviesa me gustó al instante».

Jean Cocteau (1918): «Satie ha enseñado a nuestra época la mayor audacia: ser sencillo».

Roland Manuel (1921): «Los consejos y audacias de ese Sócrates estrafalario fueron el origen de varias conquistas de la técnica y el gusto que nunca se habrían producido sin su presencia extraordinaria».

Marcel Duchamp (1922): «Después de la Música de Mobiliario, de Erik Satie, aquí está la Pintura de Mobiliario, de yo, Rrose Selavy, alias Marcel Duchamp».

Roland Manuel (1924): «Dadá mimaba a Satie. Solo Dadá podía abastecer de nuevos alimentos a ese espíritu en el que la cautela normanda se mezcla tan curiosamente con el humor escocés».

Francis Picabia (1924): «Sencillamente, le gusta la vida, se atreve a beber, se atreve a hacer una música personal, y es un placer para él no preguntarse si gustará o disgustará. Se atreve a vivir por su cuenta, no se prohíbe nada, no le prohíbe nada a nadie. Ustedes han gritado: "¡Abajo Satie!" Yo grito: "¡Viva Erik Satie!"».


Jean Cocteau (1925): «Enseñaba lo ridículo de dar importancia a los elogios tanto como a los insultos. Tenía una paciencia de ángel. Entre 1917 y 1924, asistimos al espectáculo que los horticultores llaman floración tardía. Satie, a quien creíamos seco, se llenó de flores, de frutos; sus cándidas ramas aromatizaron y alimentaron a una juventud cansada de artificios».

Contamine de Latour (1925): «En la última década del siglo XIX, Satie se hallaba en la posición de un hombre que conoce solo trece letras del alfabeto y decide crear una nueva literatura con ellas».

Louis Laloy (c 1925): «Está escrito en el Libro del Tao: treinta radios forman la rueda de un carro, pero es el vacío del cubo lo que permite usarla. La música de Satie es útil por todo lo que no se encuentra en ella».

César Vallejo (1926): «El enigma de su personalidad desconcertaba a los investigadores más obstinados y sigue todavía impenetrable para muchos. Erik Satie, a quien fui presentado por Vicente Huidobro, fue durante toda su vida un hombre oscuro, pobre y sin gloria, no obstante ser el más genial de los músicos franceses. Debussy, que hizo suyas las idea de Satie, decía: "He aquí, al fin, el nuevo camino"».

Darius Milhaud (1927): «El arte de Satie fue un auténtico Renacimiento. Durante un tiempo, se contentó con olfatear la dirección, luego se retiró y dejó a otros la tarea de internarse a través de la senda indicada por él».

Michel Leiris (1938): «Cuando toda la poesía reventaba de hastío bajo las joyas demasiado costosas de un arrogante esteticismo, algunos hombres no vacilaron en situarse a ras de suelo y utilizar deliberadamente los materiales más pobres. El propio compositor se ha expresado con suma claridad en los Cuadernos de un mamífero y otras series de aforismos. Aquí y allá, bifurcaciones de lenguaje, que no son propiamente juegos de palabras, dan un giro absurdo al pensamiento. El recurso constante a procedimientos de esta índole (orientados a deslizar trampas ante las cuales la inteligencia vacila, tropieza y, si es preciso, se rompe la nariz) constituye una verdadera ratonera».

Virgil Thomson (1952): «La vida interior de Satie es tan independiente de nosotros como la de un gato siamés».

André Breton (1955): «El tránsito del siglo XIX al XX no ha producido ninguna evolución espiritual tan fascinante como la suya. Tendida entre dos puntos extremos, no conozco mayor escuela de libertad con respecto a todas las convenciones, ni otra sonrisa más traviesa por encima del abismo interior, de negrísima especie, del que se escapa la bandada de sus dibujos e inscripciones caligrafiadas en absoluta soledad, tan graciosos y a la vez inquietantes».

George Hugnet (1957): «Inventor de un fondo sonoro calificado por él mismo de música de mobiliario, ruega al público que no escuche su música, sino que hable durante la ejecución. Escritor —pensador, sería más justo decir— de las Memorias de un amnésico, colabora en diversas publicaciones Dadá con frases cortas y opiniones insolentes extraídas de los Cuadernos de un mamífero».

Vladimir Jankélévitch (1957): «La paradoja irrisoria de una música de mobiliario que destrona a la música de su soberanía sacrosanta no es sino la exigencia de una verdad más profunda y secreta. Su música escoge a sus amigos y desalienta a los pedantes, a los personajes importantes y a la frivolidad conformista. Su música esconde un misterio a la luz del día, un misterio meridiano».

John Cage (1958): «Satie despreciaba el Arte. Satie no iba a ningún sitio. Aparece en puntos impredecibles. Nadie puede decir nada seguro del Cuarteto de Cuerda que estaba a punto de escribir cuando murió. En Satie, no se trata de una cuestión de relevancia. Es indispensable».

Roger Shattuck (1958): «El prodigio de Satie consiste en que a sus 59 años logró vivir dos carreras completas: fue compositor por dos veces. Durante los últimos años del siglo XIX se hizo famoso como extravagante bohemio de Montmartre, contempló los comienzos de la carrera de su mejor amigo, Claude Debussy, ayudó a su primer protegido, Maurice Ravel, a abrirse camino, y compuso una serie de obras cuyas innovaciones fueron consideradas simples excentricidades. A los 22 años, Satie había encontrado su primer estilo, una mezcla tan perfectamente compaginada de audacia y timidez que la música parece paralizada. De repente, en 1898, abandonó y se retiró al silencio. Doce años después, a la edad de 48, fue redescubierto y calificado de precursor. Debussy y Ravel lo sacaron de nuevo a la palestra como a un pariente olvidado. Entonces desconcertó a todo el mundo componiendo obras en un estilo totalmente nuevo. Satie inició su segunda carrera tirando por la ventana cuarenta años de su vida, y lo hizo después de volver —literalmente— a la escuela para aprender todo de nuevo. Más que la mayoría de los hombres, se acercó al descubrimiento de una segunda juventud. Comprendió que la excentricidad es una forma ardua de anonimato y que la música es una forma ardua de vivir. Amplió los límites de su arte hacia los territorios contiguos de la literatura y la pintura. Una frase asombrosa que figura en uno de sus últimos cuadernos describe el fondo de su ser: "La experiencia es una forma de parálisis". Si la experiencia es una forma de parálisis, la satisfacción es una forma de muerte. En sus manos, la música nunca se convirtió en un ejercicio autocomplaciente, sino en un medio para defender nuestra libertad».

Man Ray (1963): «Se me acercó un hombre pequeño y locuaz, en plena cincuentena, y me condujo ante uno de mis cuadros. Parecía hallarse fuera de lugar en aquella reunión de jóvenes. Con una pequeña barba blanca, quevedos pasados de moda, sombrero hongo, abrigo negro y paraguas, parecía un empresario de pompas fúnebres. Yo estaba cansado debido a los preparativos de la muestra, la galería carecía de calefacción y le dije en inglés que tenía frío. Contestó igualmente en inglés, me cogió del brazo y me condujo hasta el café de la esquina, donde pidió dos grogs. Al presentarse como Erik Satie, retornó al francés, idioma, le informé, que no entendía. Con un guiño, afirmó que no importaba. Pedimos otra ronda; empecé a sentirme caliente y achispado. Al salir del café, pasamos ante un escaparate de utensilios domésticos. Me fijé en una plancha. Le pedí que entrara conmigo. Con su ayuda, adquirí una caja de tachuelas y un tubo de pegamento. De regreso a la galería, pegué una fila de tachuelas en la parte lisa de la plancha. Titulé la pieza El regalo, y la añadí a la exposición. Aquel fue mi primer objeto dadá en Francia. Estábamos en 1921».

René Clair (1970): «El viejo maestro de la joven música minutaba cada secuencia de Entreacto con meticuloso cuidado y preparaba la primera composición musical escrita para el cine imagen por imagen, en una época en la que el cine era todavía mudo».

Georges Auric (1978): «La fortuna de sus composiciones fue encontrar sin tardanza al mejor de sus intérpretes: el catalán Ricardo Viñes, cuyo nombre permanece asociado, por lo demás, a toda la producción artística de la época. Nunca se debilitó su fidelidad a la obra de Satie, aunque la acogida inicial no fuese favorable».

Jean Pierre Armangaud (1988): «La música de Satie está fuerte como un roble y sana como una manzana; pasea su mirada por un jardín en el que todo lo que se ofrece ante nuestra vista es a la vez irresistiblemente divertido e inexorablemente triste. Tal vez sea el más contemporáneo de los creadores del siglo XX. Su lógica estética está constituida de tal forma que cuanto más se despoja la música, más significativa resulta; cuanto más modestamente se retira el compositor, más se transparentan sus estados de ánimo. Resulta revelador que su última obra sea una música para cine. Toda su trayectoria se inscribe en una estética de correlaciones interdisciplinarias».

Llorenç Barber (1989): «Su obra entera conforma un entramado cuidadosa y conscientemente elaborado, tanto para ocultarse a sí mismo como para extraviar a quien se acerque a ella. La sobriedad y contención le llevan a construir objetos sonoros de rara frialdad, que dejan translucir el planteamiento abstracto propio de un filósofo».

Loreto Casado (1989): «A las velocidades y estridencias futuristas, Satie opone el vals de las Gimnopedias, lento y doloroso, avanzando con dificultad, como impulsado por un mecanismo oxidado: ritmo nostálgico, que parece arrastrar un pasado inmemorial y se resiste a poner el punto final. Satie no quiere perder de vista la infancia del hombre, la infancia del mundo, o mejor, la infancia del hombre en el mundo».

Virginia Careaga (1990): «Satie recupera las escalas griegas, produciendo ese hechizo hipnótico y cautivante de las gamas orientales, construidas en secuencias de incertidumbre tonal. Es el caso de las Gimnopedias y las Gnossiennes. Pero el resto de su música —blanca y pura, sin salsa, como decía el músico— no expresa emociones o estados de ánimo. Tras el paganismo místico de sus primeras obras y el misticismo cristiano de las siguientes, Satie decide dejar de escribir de rodillas. Con un pie en el templo y otro en el café, comienza su revuelta contra el arte oficial».

Ornella Volta (1999): «A lo largo de toda su vida, Satie llevó en los bolsillos unos cuadernitos de música (como los empleados por los escolares) en los que iba anotando sus ideas musicales y sus reflexiones sobre el mundo. Llegó a publicar algunas de ellas en diversas revistas literarias de vanguardia de los años 1920, con el título de Cuadernos de un mamífero, que utilizaba invariablemente. En sus composiciones, decidió reemplazar las habituales indicaciones de movimiento (lento, grave, pianissimo...) por expresiones de su invención que, en lugar de referirse a la técnica del intérprete, le indicarían el estado de ánimo más propicio para transmitir las intenciones del compositor. Tras vincularse en 1912 a Ricardo Viñes —el mayor intérprete de música contemporánea en el París de la época—, Satie afinó aún más su vocabulario, elaborando minuciosas indicaciones de carácter, en las que el gusto por el absurdo convivía con el humor poético. Algunos pianistas, entre ellos el propio Schönberg, tuvieron la idea de leerlos en voz alta durante la ejecución».

Razonamientos de un testarudo (1890-1900)

 

Me llamo Erik Satie, como todo el mundo.

Cuanto más músico se es, más loco se está.

El músico es quizás el más modesto de los animales, pero el más orgulloso. Es él quien inventó el arte sublime de estropear la poesía.

No sé por qué el dinero no tiene olor, él que puede tenerlo todo.

El caballo es un animal hípico, ecuestre & doméstico. Ecuestre: un general encima.  Doméstico: un carro detrás. Hípico: un rival por vencer.

El Impresionismo es el arte de la imprecisión. Hoy tendemos a la Precisión.

Si fuese rico, temería perder mi fortuna.

Como todos los calvos, soy bueno —a ciertas horas, claro—. ¡Qué reflexión tan bonita!

La experiencia es una forma de parálisis.

Signo de los tiempos: los artistas se han convertido en profesionales del gremio; los aficionados se han convertido en artistas.

Cuanto más conozco a los hombres, más admiro a los perros.

El hombre pretende haber sido creado a imagen de Dios. Es posible, después de todo.

 

Propósitos a propósito (1917-1925)

 

No está bien hablar del nudo de la cuestión.

Se estila mucho creer que hay una Verdad en Arte. No dejaré de repetirlo —incluso en voz alta: «No hay una Verdad en Arte»—. Mantener lo contrario no es más que una mentira —& es muy feo mentir—. Por eso no me gustan los Pontífices: mienten descaradamente —y además, los considero un poco tontos (me atrevería a decir).

 

Frases celebradas

[procedentes de diversos lugares de su obra, fueron citadas por multitud de autores hasta adquirir el carácter de expresiones aforísticas]

 

Nací muy joven en un tiempo muy viejo.

De joven, la gente me decía: «Ya verás cuando tengas cincuenta años». Tengo cincuenta años. No he visto nada.

Hay que aprender a ver a lo lejos. A lo lejísimos.

No nos fiemos del Arte: muchas veces no es más que Virtuosismo.

No hay profesor capaz de señalar a los demás la Belleza.

La bruma ocasiona la pérdida de tantos músicos como navegantes.

El público venera el aburrimiento, pues el aburrimiento es misterioso y profundo.

Ya sabemos que el Arte no tiene patria, el pobre. Su fortuna no se lo permitiría.

Hay que tener razón sin vanidad, sin ruido, sin orgullo. Estar en posesión de la Razón no concede ningún privilegio.

No existe la escuela Satie. Me mostraría hostil. Siempre hice un esfuerzo por confundir a los seguidores en cada nueva obra.

Como un solo hombre, grito: «Vivan los aficionados».