Contenido
Encuentros con lo real
Adiós a Chantal Akerman
Yo
A lo largo de estos dos últimos años, mientras intentaba adaptarme a mi nueva vida en Virginia Occidental, mi forma de entender el espacio donde vivo ha cambiado radicalmente. Si al principio me pareció el escondite perfecto, pronto pasó a convertirse en un lugar opresivo e incómodo, aunque solo temporalmente. El apartamento donde vivo es un espacio pequeño y modesto; en otra circunstancia podría decir que es algo así como la celda de un monje de clausura. Pese a estar en Michigan Street, una de las mejores zonas de Smithers, no deja por ello de ser un estudio de una sola pieza, con dos anexos: uno para su liliputiense cocina y otro para el cuarto de baño, más un closet que hace las veces de armario y trastero al mismo tiempo.
Cuando alquilé el estudio, me dejé cautivar por sus reducido tamaño, lo bastante grande para una persona y fácil de ordenar y limpiar; claro que eso conlleva una gran cercanía entre todas las cosas, de modo que a todas horas se oye el refrigerador, a veces algún goteo en el cuarto de baño, cuando no le da al vecino de al lado por poner música a altas horas de la noche, que se oye con nitidez en mi estudio a pesar de no que no sube demasiado el volumen.
Gasté poco en amueblarlo y lo hice más rápido de lo previsto. Un futón, una mesa con dos taburetes, un escritorio, una alfombra, una televisión, un vídeo, el mueble para ponerlos y una mesilla para el teléfono y un flexo; eso fue todo. Incluso podía dejar las paredes desnudas porque así el espacio parecía mayor; sin embargo compré un par de marcos, coloqué en ellos un par de fotografías que yo mismo hice por los alrededores.
false
Acostumbrarme al trabajo y al nuevo ritmo de vida, alternando mi horario de profesor con el de escritor, no resultó sencillo pero acabé consiguiéndolo, a costa de pasar buena parte de mi tiempo libre en el estudio. Para no caer en la claustrofobia, comencé a hacer fotografías, imponiéndome la tarea, quisiera o no, tuviese algún tipo de inspiración o no; de ese modo me obligaría a descubrir nuevas perspectivas, a ampliar el espacio mirándolo una y otra vez. Por supuesto, no todas las fotografías eran valiosas, muchas caían en lo reiterativo. Fueron semanas y meses de fotos y más fotos. Entonces, cansado de seleccionar cada semana las fotografías aceptables de las que no lo eran tanto, decidí que no había fotografías más o menos aprovechables y que incluso las descartadas podían cambiar si volvía a fotografiarlas y veía cuál era el efecto. Hice, por consiguiente, seis copias de alguna fotografía descartada y las puse juntas sobre el futón, fotografiándolas de nuevo, consiguiendo así algo interesante: una sucesión de fragmentos imperfectos que juntos se mejoraban considerablemente. Este proceso de segmentar, multiplicar y unir me llevó a hacer cosas parecidas con las mejores fotografías que había hecho en mis viajes recientes a Cincinnati, Columbus, Chicago, Cleveland, Washington DC, Baltimore o Pittsburgh, que salieron de su adocenamiento pese a los buenos resultados iniciales, para transformarse en algo mejor o cuando menos más interesante. Y esto ha ido teniendo lugar en mi estudio, a cuyo interior conseguí llevar otros espacios, ensanchándolo, rompiendo sus fronteras.
Más adelante, cuando todo Estados Unidos se estableció en mi estudio, quise ir aún más lejos. Necesitaba saber si eso era posible, si al país le podía añadir el mundo. De esa manera comencé a fotografiar el suplemento de viajes de la edición de The New York Times de los domingos, haciendo escapadas a la tundra finlandesa o a la Gran Muralla China, que yo encuadraba con mi cámara DS/3000 para apartarme del resto del periódico durante mis particulares viajes visuales de fin de semana.
Ella
Lo anterior es un preámbulo necesario para explicar en qué posición puede poner una película de Chantal Akerman a un espectador, sobre todo cualquiera de las primeras. Desprovistas en muchos casos de argumento en el sentido ortodoxo de la palabra, aun así cuentan con imágenes entre las que se pueden tender puentes, aunque no dejan de provocar un extrañamiento absoluto, desprovistas de una mirada narrativa o moral que las organice. Je, tu, el, elle (1974), sin ir más lejos, mantiene el carácter documental de L’enfant aimé ou je joue à être une femme mariée (1971) o Jeanne Dielman, 23 Quai du Comerce, 1080 Bruxelles (1975), pero no muestra de buenas a primeras la relación entre sus tres tiempos, cuyo vínculo de unión es el propio espectador, personaje de la historia sin sospecharlo. Esta película hace extensible la noción de plano a la noción de espacio habitable para los personajes de una historia y para sus espectadores. Una joven (interpretada por Chantal Akerman) a quien se desconoce desde el principio se encierra en una habitación donde escribe una carta de amor, mientras deconstruye el espacio que la rodea, alterando el orden del colchón sobre el que duerme o pintando las paredes de diferentes colores. De ese modo cambia el espacio, único acontecimiento real de la primera parte de la película, si no se cuentan los comentarios banales de la narradora. Pasa el tiempo de forma indefinida, sin grandes cambios; lo más notorio son los cuatro o cinco encuadres diferentes desde los que se filma todo. A veces sorprende la voz, que se anticipa a las imágenes, aunque no necesariamente siempre. Y quizás el azúcar con el que se alimenta la joven, que poco a poco comienza a desnudarse ante el espectador, en un ejercicio más relacionado con la naturalidad que con la narratividad.
false
Susan Sontag aconsejaba en uno de sus textos de Contra la interpretación la práctica de una crítica exclusivamente descriptiva; y ella daba un ejemplo magnífico con unas notas sobre Vivir su vida (Vivre sa vie, 1962), de Jean−Luc Godard. Otra posibilidad, por supuesto, es la de interpretar, sin pararse a pensar siquiera en dónde queda una película cuando se le aplica un modelo determinado para descodificarla, sea marxista, psicologicista, feminista... Basta, no obstante, con ver Je, tu, il, elle para aferrarse al modelo propuesto por Susan Sontag, cuya ventaja principal consiste en convertir el ejercicio de la crítica en una oportunidad para escribir, por paradójico que pueda sonar, de forma más narrativa aun cuando lo que se intenta es ser ante todo descriptivo. El límite de lo sostenible en la imagen es, por el contrario, un cúmulo de posibilidades infinitas para quienes quieran narrar dichas imágenes. Además, claro, la ausencia de referencias de Je, tu, il, elle a cuestiones relacionadas con quién es la joven, por qué está en la habitación, etc, hacen de la descripción un terreno propicio para el misterio, aunque se trata de ese misterio que uno intuye detrás de cada imagen y que se difumina en cuanto la imagen cobra nitidez ante los ojos.
Esta intimidad inicial entre el espectador y la joven se acaba cuando ella decide salir de la habitación, quizás en busca de comida, después de haberse quedado sin más azúcar, que hasta entonces había sido su único alimento. La desnudez de ella antes de irse ha sido lo más profundamente que el espectador ha llegado a conocerla. A continuación se corta se cordón umbilical entre el espectador y la joven, porque ella establece contacto con un camionero que acepta llevarla. Dentro del camión él y ella acaban estableciendo esa relación cuyo desenlace inevitable en un encuadre es el contacto. Él le pide que le masturbe, ella lo hace. Paran de vez en cuando para comer, para beber; se cruzan con otros camioneros, amigos de él. Nada une al camionero y a la joven, sólo el espacio, como un encuadre une a sus protagonistas con un espectador; y también por eso nada los separa. Su relación no es narrativa, y tampoco estética como podría resultar la primera parte de la película; es una relación que pronto la convierte a ella en espectadora, en su caso en oyente, de lo que el camionero le va contando sobre su familia, su mujer, sus hijos y sobre su vida en general, con una total desinhibición, como si ella estuviese allí para escucharle en ese trayecto que a ella la lleva del piso donde aparecía al principio al piso de su amante, en la tercera y última parte de esta película de Chantal Akerman.
La tercera parte de Je, tu, il, elle bastó en su día para irritar a muchos espectadores y para hacer sacar lo peor de sí mismos a un par de críticos con espíritu censor. La joven llega a casa de su amante, una mujer algo mayor que enseguida le pide que se vaya aunque finalmente le permita quedarse cuando la joven le dice que tiene hambre. La mujer le prepara unas rebanadas de pan con queso y paté; la joven las come, dirigiendo su dedo hacia aquello que quiere para cada una de las rebanadas. Después las dos van a la cama, donde hacen el amor, en una de las secuencias de sexo explícito más naturales que haya dado el cine a lo largo de su historia. No hay un límite temporal que se corresponda en este caso con lo cinematográfico, manteniéndose los planos de ambas en diferentes posiciones más allá de donde un espectador normal está acostumbrado a ver, y sin embargo la duración de toda la secuencia parece ser la que le conviene, ni más corta ni más larga, la oportuna hasta conseguir esa naturalidad que no tendría si sólo se insinuase, si sólo sucediese de forma tenue y asomadiza.
Chantal
Esta cineasta belga nacida en 1950 fue un producto tardío de la Nouvelle Vague francesa, radicalizada por Mayo del 68 e influida por el minimalismo del Nouveau Roman. Quiso siempre ser una opción antes que una cineasta asimilada, alguien más cerca de Agnes Vardá que de Jacques Demy, más cerca de Phillipe Garrel que de Jean−Luc Godard. Ni siquiera Jean Rouch le sirvió como inspiración pese a comenzar su carrera con aires provenientes del documentalismo y no del cine narrativo en sentido estricto. Es cierto que el tiempo la ha hecho variar de dirección en no pocas ocasiones, aunque a ella no le se ajuste ningún axioma. Si luego dirigió Una habitación en Nueva York (Un divan à New York, 1996) o La cautiva (Le captive, 2000), también intervino en otros proyectos claramente documentales y de mirada tan radical como sus primeras películas.
Lo importante, por encima de cualquier dato biográfico, por significativo que pudiese ser, es que Chantal Akerman es una directora capaz de obligar al espectador no tanto a sentirse en un territorio nuevo cuando ve sus películas, sino a narrarlas de forma diferente a como se narraría cualquier otra película. Las suyas surgen allí donde el cine todavía es un lenguaje sin ataduras con la novela o con cualquier otro tipo de forma narrativa; son planteamientos que obligan al espectador a escoger una actitud diferente, más participativa, pues es él quien añade lo que Chantal Akerman escatima.
Akerman
Chantal Akerman pudo conformarse con ser belga, pero al final decidió que eso era muy poco. También quiso ser francesa y estadounidense y polaca; con el tiempo quiso ser incluso judía. Tantas cosas le han proporcionado sobrados argumentos para alimentar su abultada filmografía y para evitar en ella las reiteraciones, los lugares comunes o los rasgos de una sola autora. En ella no hay una cineasta sino muchas. Cada nuevo film ha sido a su manera un nuevo inicio, un nuevo rasgo, una nueva seña de identidad. Quienes la definen como una directora experimental no se equivocan; al fin y al cabo muchos films suyos surgieron de forma improvisada, viendo de qué manera podía adecuarse el cine a contextos o circunstancias determinados, ante los cuales se encontró de pronto Chantal Akerman sin haber podido tomar las debidas precauciones. Tales retos la obligaron a indagar en las posibilidades del lenguaje fílmico para capturar la realidad y al mismo tiempo la obligaron a indagar en las posibilidades de la realidad para generar un lenguaje fílmico. Además del cine, puso a prueba al mundo. Le hacía falta saber hasta dónde puede ser cinematográfica la realidad y hasta dónde puede ser real el cine. ¿Hay una frontera que diferencie la realidad del séptimo arte? Esta pregunta se puede encontrar esbozada a lo largo de su inquieta y prolífica carrera de mil maneras diferentes.
false
Ese afán por llevar el cine más allá de sus fronteras explica triunfos absolutos como D’Est (1993) y fracasos tan estrepitosos como Sud (1999). No siempre es posible cruzar la línea y seguir manteniendo la coherencia. La improvisación la ha ayudado más cuando ha tratado temas que le resultaban familiares, parecidos a la búsqueda de sus raíces judías emprendida en D’Est atravesando diferentes países de la Europa del Este posterior a la caída del Muro de Berlín y al colapso del comunismo. En Sud no tuvo tanta suerte porque trató de improvisar una investigación sobre un asesinato racista en Estados Unidos, colocándose ella fuera de los testimonios y del resto de la narración, sin conseguir que la propia objetividad aclarase nada en absoluto acerca del asunto; al final, Sud acaba siendo un intento fallido de documentar una realidad concreta con la cámara, pero olvidándose de que también la realidad documente al cine, para darle una justificación capaz de convertir el film en algo más que un simple reportaje televisivo de resultados más bien mediocres.
La profunda sensación de extranjería de Chantal Akerman comienza desde la periferia de la cultura francesa, en Bélgica, un país ensimismado como cualquier cuadro de Paul Delvaux o René Magritte. Después su sensación de extranjería continúa al sentirse mujer en un mundo profundamente masculino. Y por último acaba en su incapacidad para conciliar aquello que es y aquello que siente, creándole de ese modo sentimientos conflictivos sobre el amor o la religión.
Gracias a todo lo anterior, el cine de Chantal Akerman ha captado mejor que nadie el misterio de los espacios y de las presencias, si se exceptúa a Michelangelo Antonioni. Él y ella son los grandes directores metafísicos, como Giorgio de Chirico fue el pintor metafísico por excelencia. Muchos planos que parecen de transición en los films de la cineasta belga son en realidad el verdadero hilo de una historia, al fin y al cabo ella sólo es una paisajista que captura el espacio en un perpetuo fluir parecido a la corriente de un río.
false
Llega con recordar los frecuentes travellings tomados desde el interior de un automóvil que aparecen en una buena parte de la obra de Chantal Akerman para darse cuenta de la importancia del movimiento como motor narrativo, aunque a veces el movimiento sea más temporal que físico.
Lo que a otros cineastas no les dice nada lo era todo para Chantal Akerman. Ella creía en el valor de las ausencias, de las reiteraciones, de los espacios acotados. Para algo su máxima ambición era utilizar el cine como el artefacto que permite ver al otro lado de los tabiques, allí donde solo percibimos pero no sabemos, donde solo hay colores y ruidos pero no formas concretas. Eso hace que el suyo sea ante todo un cine de exploración, al borde mismo del género fantástico. Sus films aspiran a retratar la realidad desde la misma línea que la separa de la ficción, poniendo de relieve lo difícil que es distinguir entre ambas.
Adiós
En Mérida, una ciudad extremeña de poco más de cincuenta mil habitantes, existe un edificio que sobresale por encima de los demás. Tiene veinte pisos, lo cual lo eleva a una altura considerable incluso para un lugar como aquel, donde los romanos construyeron casas, un acueducto, un hipódromo o un teatro. Si uno ve Mérida desde la distancia, no distinguirá los restos arquitectónicos del pasado, pese a su monumentalidad; ni siquiera distinguirá el impresionante museo que Rafael Moneo diseñó para albergar en él un legado arqueológico que todavía hoy tiene en sus sótanos miles de piezas en proceso de restauración. Lo primero que salta a la vista es el edificio de veinte plantas, al que los emeritenses llaman la Torre. Aunque no es demasiado atractivo, le proporciona parte de su personalidad a la ciudad, como le sucedía antes a Nueva York con las Torres Gemelas. Muchos emeritenses dicen que si la Torre se viniese abajo, les daría igual.
Yo viví en uno de los apartamentos de la Torre de Mérida cerca de seis meses, compartiendo un hall de entrada con alguien a quien no llegué a conocer jamás. Realmente no se trataba de un apartamento sino de un piso normal que sus dueños habían dividido en dos para no tener problemas legales el día que decidieron divorciarse. Aunque mi vecino y yo vivíamos en el mismo piso dividido en dos, no tuvimos ocasión de vernos. Supongo que llegamos a saber algunas cosas el uno del otro. Pero en ningún caso tuvimos certezas sobre quiénes éramos, de dónde veníamos o por qué estábamos allí. Yo, por ejemplo, dejaba de leer cuando lo oía entrar. Y él bajaba el volumen del televisor cada vez que notaba mi llave introduciéndose en la ranura de la cerradura. Para escuchar. También nos acercábamos en ocasiones a las puertas de nuestros apartamentos y pegábamos las orejas, aunque no hubiésemos oído un sonido. Escribo en plural porque nunca dejé de tener la sensación de que aquel vecino desconocido y yo éramos duplicados perfectos el uno del otro.
Las horas en que entraba y salía me hicieron pensar. Su ropa colgada en el tendedero que compartíamos; el televisor encendido a todas horas; su bolsa de la basura, que dejaba en el descansillo para que la bajase el portero y que solía estar llena de latas de conservas (como descubrí al abrirla un día); la ducha todas las mañanas; nada de teléfonos; nada de música; algún insomnio compartido... Extraños sonidos a veces. De noche. ¿Quién era aquella persona a la que llegué a conocer tan bien? ¿Quién era yo para él? ¿Dónde está él ahora, en este mismo instante?
Chantal Akerman murió hace dos días.
Créditos del retrato de Chantal Akerman de portada: Elizabeth Lennard/Opale/Lemage.
Los fotogramas corresponden a las películas La-bàs y Jeanne Dielman, 23 quai du Commerce, 1080 Bruxelles y D'Est.
Encuentros con lo real
Yo
A lo largo de estos dos últimos años, mientras intentaba adaptarme a mi nueva vida en Virginia Occidental, mi forma de entender el espacio donde vivo ha cambiado radicalmente. Si al principio me pareció el escondite perfecto, pronto pasó a convertirse en un lugar opresivo e incómodo, aunque solo temporalmente. El apartamento donde vivo es un espacio pequeño y modesto; en otra circunstancia podría decir que es algo así como la celda de un monje de clausura. Pese a estar en Michigan Street, una de las mejores zonas de Smithers, no deja por ello de ser un estudio de una sola pieza, con dos anexos: uno para su liliputiense cocina y otro para el cuarto de baño, más un closet que hace las veces de armario y trastero al mismo tiempo.
Cuando alquilé el estudio, me dejé cautivar por sus reducido tamaño, lo bastante grande para una persona y fácil de ordenar y limpiar; claro que eso conlleva una gran cercanía entre todas las cosas, de modo que a todas horas se oye el refrigerador, a veces algún goteo en el cuarto de baño, cuando no le da al vecino de al lado por poner música a altas horas de la noche, que se oye con nitidez en mi estudio a pesar de no que no sube demasiado el volumen.
Gasté poco en amueblarlo y lo hice más rápido de lo previsto. Un futón, una mesa con dos taburetes, un escritorio, una alfombra, una televisión, un vídeo, el mueble para ponerlos y una mesilla para el teléfono y un flexo; eso fue todo. Incluso podía dejar las paredes desnudas porque así el espacio parecía mayor; sin embargo compré un par de marcos, coloqué en ellos un par de fotografías que yo mismo hice por los alrededores.
false
Acostumbrarme al trabajo y al nuevo ritmo de vida, alternando mi horario de profesor con el de escritor, no resultó sencillo pero acabé consiguiéndolo, a costa de pasar buena parte de mi tiempo libre en el estudio. Para no caer en la claustrofobia, comencé a hacer fotografías, imponiéndome la tarea, quisiera o no, tuviese algún tipo de inspiración o no; de ese modo me obligaría a descubrir nuevas perspectivas, a ampliar el espacio mirándolo una y otra vez. Por supuesto, no todas las fotografías eran valiosas, muchas caían en lo reiterativo. Fueron semanas y meses de fotos y más fotos. Entonces, cansado de seleccionar cada semana las fotografías aceptables de las que no lo eran tanto, decidí que no había fotografías más o menos aprovechables y que incluso las descartadas podían cambiar si volvía a fotografiarlas y veía cuál era el efecto. Hice, por consiguiente, seis copias de alguna fotografía descartada y las puse juntas sobre el futón, fotografiándolas de nuevo, consiguiendo así algo interesante: una sucesión de fragmentos imperfectos que juntos se mejoraban considerablemente. Este proceso de segmentar, multiplicar y unir me llevó a hacer cosas parecidas con las mejores fotografías que había hecho en mis viajes recientes a Cincinnati, Columbus, Chicago, Cleveland, Washington DC, Baltimore o Pittsburgh, que salieron de su adocenamiento pese a los buenos resultados iniciales, para transformarse en algo mejor o cuando menos más interesante. Y esto ha ido teniendo lugar en mi estudio, a cuyo interior conseguí llevar otros espacios, ensanchándolo, rompiendo sus fronteras.
Más adelante, cuando todo Estados Unidos se estableció en mi estudio, quise ir aún más lejos. Necesitaba saber si eso era posible, si al país le podía añadir el mundo. De esa manera comencé a fotografiar el suplemento de viajes de la edición de The New York Times de los domingos, haciendo escapadas a la tundra finlandesa o a la Gran Muralla China, que yo encuadraba con mi cámara DS/3000 para apartarme del resto del periódico durante mis particulares viajes visuales de fin de semana.
Ella
Lo anterior es un preámbulo necesario para explicar en qué posición puede poner una película de Chantal Akerman a un espectador, sobre todo cualquiera de las primeras. Desprovistas en muchos casos de argumento en el sentido ortodoxo de la palabra, aun así cuentan con imágenes entre las que se pueden tender puentes, aunque no dejan de provocar un extrañamiento absoluto, desprovistas de una mirada narrativa o moral que las organice. Je, tu, el, elle (1974), sin ir más lejos, mantiene el carácter documental de L’enfant aimé ou je joue à être une femme mariée (1971) o Jeanne Dielman, 23 Quai du Comerce, 1080 Bruxelles (1975), pero no muestra de buenas a primeras la relación entre sus tres tiempos, cuyo vínculo de unión es el propio espectador, personaje de la historia sin sospecharlo. Esta película hace extensible la noción de plano a la noción de espacio habitable para los personajes de una historia y para sus espectadores. Una joven (interpretada por Chantal Akerman) a quien se desconoce desde el principio se encierra en una habitación donde escribe una carta de amor, mientras deconstruye el espacio que la rodea, alterando el orden del colchón sobre el que duerme o pintando las paredes de diferentes colores. De ese modo cambia el espacio, único acontecimiento real de la primera parte de la película, si no se cuentan los comentarios banales de la narradora. Pasa el tiempo de forma indefinida, sin grandes cambios; lo más notorio son los cuatro o cinco encuadres diferentes desde los que se filma todo. A veces sorprende la voz, que se anticipa a las imágenes, aunque no necesariamente siempre. Y quizás el azúcar con el que se alimenta la joven, que poco a poco comienza a desnudarse ante el espectador, en un ejercicio más relacionado con la naturalidad que con la narratividad.
false
Susan Sontag aconsejaba en uno de sus textos de Contra la interpretación la práctica de una crítica exclusivamente descriptiva; y ella daba un ejemplo magnífico con unas notas sobre Vivir su vida (Vivre sa vie, 1962), de Jean−Luc Godard. Otra posibilidad, por supuesto, es la de interpretar, sin pararse a pensar siquiera en dónde queda una película cuando se le aplica un modelo determinado para descodificarla, sea marxista, psicologicista, feminista... Basta, no obstante, con ver Je, tu, il, elle para aferrarse al modelo propuesto por Susan Sontag, cuya ventaja principal consiste en convertir el ejercicio de la crítica en una oportunidad para escribir, por paradójico que pueda sonar, de forma más narrativa aun cuando lo que se intenta es ser ante todo descriptivo. El límite de lo sostenible en la imagen es, por el contrario, un cúmulo de posibilidades infinitas para quienes quieran narrar dichas imágenes. Además, claro, la ausencia de referencias de Je, tu, il, elle a cuestiones relacionadas con quién es la joven, por qué está en la habitación, etc, hacen de la descripción un terreno propicio para el misterio, aunque se trata de ese misterio que uno intuye detrás de cada imagen y que se difumina en cuanto la imagen cobra nitidez ante los ojos.
Esta intimidad inicial entre el espectador y la joven se acaba cuando ella decide salir de la habitación, quizás en busca de comida, después de haberse quedado sin más azúcar, que hasta entonces había sido su único alimento. La desnudez de ella antes de irse ha sido lo más profundamente que el espectador ha llegado a conocerla. A continuación se corta se cordón umbilical entre el espectador y la joven, porque ella establece contacto con un camionero que acepta llevarla. Dentro del camión él y ella acaban estableciendo esa relación cuyo desenlace inevitable en un encuadre es el contacto. Él le pide que le masturbe, ella lo hace. Paran de vez en cuando para comer, para beber; se cruzan con otros camioneros, amigos de él. Nada une al camionero y a la joven, sólo el espacio, como un encuadre une a sus protagonistas con un espectador; y también por eso nada los separa. Su relación no es narrativa, y tampoco estética como podría resultar la primera parte de la película; es una relación que pronto la convierte a ella en espectadora, en su caso en oyente, de lo que el camionero le va contando sobre su familia, su mujer, sus hijos y sobre su vida en general, con una total desinhibición, como si ella estuviese allí para escucharle en ese trayecto que a ella la lleva del piso donde aparecía al principio al piso de su amante, en la tercera y última parte de esta película de Chantal Akerman.
La tercera parte de Je, tu, il, elle bastó en su día para irritar a muchos espectadores y para hacer sacar lo peor de sí mismos a un par de críticos con espíritu censor. La joven llega a casa de su amante, una mujer algo mayor que enseguida le pide que se vaya aunque finalmente le permita quedarse cuando la joven le dice que tiene hambre. La mujer le prepara unas rebanadas de pan con queso y paté; la joven las come, dirigiendo su dedo hacia aquello que quiere para cada una de las rebanadas. Después las dos van a la cama, donde hacen el amor, en una de las secuencias de sexo explícito más naturales que haya dado el cine a lo largo de su historia. No hay un límite temporal que se corresponda en este caso con lo cinematográfico, manteniéndose los planos de ambas en diferentes posiciones más allá de donde un espectador normal está acostumbrado a ver, y sin embargo la duración de toda la secuencia parece ser la que le conviene, ni más corta ni más larga, la oportuna hasta conseguir esa naturalidad que no tendría si sólo se insinuase, si sólo sucediese de forma tenue y asomadiza.
Chantal
Esta cineasta belga nacida en 1950 fue un producto tardío de la Nouvelle Vague francesa, radicalizada por Mayo del 68 e influida por el minimalismo del Nouveau Roman. Quiso siempre ser una opción antes que una cineasta asimilada, alguien más cerca de Agnes Vardá que de Jacques Demy, más cerca de Phillipe Garrel que de Jean−Luc Godard. Ni siquiera Jean Rouch le sirvió como inspiración pese a comenzar su carrera con aires provenientes del documentalismo y no del cine narrativo en sentido estricto. Es cierto que el tiempo la ha hecho variar de dirección en no pocas ocasiones, aunque a ella no le se ajuste ningún axioma. Si luego dirigió Una habitación en Nueva York (Un divan à New York, 1996) o La cautiva (Le captive, 2000), también intervino en otros proyectos claramente documentales y de mirada tan radical como sus primeras películas.
Lo importante, por encima de cualquier dato biográfico, por significativo que pudiese ser, es que Chantal Akerman es una directora capaz de obligar al espectador no tanto a sentirse en un territorio nuevo cuando ve sus películas, sino a narrarlas de forma diferente a como se narraría cualquier otra película. Las suyas surgen allí donde el cine todavía es un lenguaje sin ataduras con la novela o con cualquier otro tipo de forma narrativa; son planteamientos que obligan al espectador a escoger una actitud diferente, más participativa, pues es él quien añade lo que Chantal Akerman escatima.
Akerman
Chantal Akerman pudo conformarse con ser belga, pero al final decidió que eso era muy poco. También quiso ser francesa y estadounidense y polaca; con el tiempo quiso ser incluso judía. Tantas cosas le han proporcionado sobrados argumentos para alimentar su abultada filmografía y para evitar en ella las reiteraciones, los lugares comunes o los rasgos de una sola autora. En ella no hay una cineasta sino muchas. Cada nuevo film ha sido a su manera un nuevo inicio, un nuevo rasgo, una nueva seña de identidad. Quienes la definen como una directora experimental no se equivocan; al fin y al cabo muchos films suyos surgieron de forma improvisada, viendo de qué manera podía adecuarse el cine a contextos o circunstancias determinados, ante los cuales se encontró de pronto Chantal Akerman sin haber podido tomar las debidas precauciones. Tales retos la obligaron a indagar en las posibilidades del lenguaje fílmico para capturar la realidad y al mismo tiempo la obligaron a indagar en las posibilidades de la realidad para generar un lenguaje fílmico. Además del cine, puso a prueba al mundo. Le hacía falta saber hasta dónde puede ser cinematográfica la realidad y hasta dónde puede ser real el cine. ¿Hay una frontera que diferencie la realidad del séptimo arte? Esta pregunta se puede encontrar esbozada a lo largo de su inquieta y prolífica carrera de mil maneras diferentes.
false
Ese afán por llevar el cine más allá de sus fronteras explica triunfos absolutos como D’Est (1993) y fracasos tan estrepitosos como Sud (1999). No siempre es posible cruzar la línea y seguir manteniendo la coherencia. La improvisación la ha ayudado más cuando ha tratado temas que le resultaban familiares, parecidos a la búsqueda de sus raíces judías emprendida en D’Est atravesando diferentes países de la Europa del Este posterior a la caída del Muro de Berlín y al colapso del comunismo. En Sud no tuvo tanta suerte porque trató de improvisar una investigación sobre un asesinato racista en Estados Unidos, colocándose ella fuera de los testimonios y del resto de la narración, sin conseguir que la propia objetividad aclarase nada en absoluto acerca del asunto; al final, Sud acaba siendo un intento fallido de documentar una realidad concreta con la cámara, pero olvidándose de que también la realidad documente al cine, para darle una justificación capaz de convertir el film en algo más que un simple reportaje televisivo de resultados más bien mediocres.
La profunda sensación de extranjería de Chantal Akerman comienza desde la periferia de la cultura francesa, en Bélgica, un país ensimismado como cualquier cuadro de Paul Delvaux o René Magritte. Después su sensación de extranjería continúa al sentirse mujer en un mundo profundamente masculino. Y por último acaba en su incapacidad para conciliar aquello que es y aquello que siente, creándole de ese modo sentimientos conflictivos sobre el amor o la religión.
Gracias a todo lo anterior, el cine de Chantal Akerman ha captado mejor que nadie el misterio de los espacios y de las presencias, si se exceptúa a Michelangelo Antonioni. Él y ella son los grandes directores metafísicos, como Giorgio de Chirico fue el pintor metafísico por excelencia. Muchos planos que parecen de transición en los films de la cineasta belga son en realidad el verdadero hilo de una historia, al fin y al cabo ella sólo es una paisajista que captura el espacio en un perpetuo fluir parecido a la corriente de un río.
false
Llega con recordar los frecuentes travellings tomados desde el interior de un automóvil que aparecen en una buena parte de la obra de Chantal Akerman para darse cuenta de la importancia del movimiento como motor narrativo, aunque a veces el movimiento sea más temporal que físico.
Lo que a otros cineastas no les dice nada lo era todo para Chantal Akerman. Ella creía en el valor de las ausencias, de las reiteraciones, de los espacios acotados. Para algo su máxima ambición era utilizar el cine como el artefacto que permite ver al otro lado de los tabiques, allí donde solo percibimos pero no sabemos, donde solo hay colores y ruidos pero no formas concretas. Eso hace que el suyo sea ante todo un cine de exploración, al borde mismo del género fantástico. Sus films aspiran a retratar la realidad desde la misma línea que la separa de la ficción, poniendo de relieve lo difícil que es distinguir entre ambas.
Adiós
En Mérida, una ciudad extremeña de poco más de cincuenta mil habitantes, existe un edificio que sobresale por encima de los demás. Tiene veinte pisos, lo cual lo eleva a una altura considerable incluso para un lugar como aquel, donde los romanos construyeron casas, un acueducto, un hipódromo o un teatro. Si uno ve Mérida desde la distancia, no distinguirá los restos arquitectónicos del pasado, pese a su monumentalidad; ni siquiera distinguirá el impresionante museo que Rafael Moneo diseñó para albergar en él un legado arqueológico que todavía hoy tiene en sus sótanos miles de piezas en proceso de restauración. Lo primero que salta a la vista es el edificio de veinte plantas, al que los emeritenses llaman la Torre. Aunque no es demasiado atractivo, le proporciona parte de su personalidad a la ciudad, como le sucedía antes a Nueva York con las Torres Gemelas. Muchos emeritenses dicen que si la Torre se viniese abajo, les daría igual.
Yo viví en uno de los apartamentos de la Torre de Mérida cerca de seis meses, compartiendo un hall de entrada con alguien a quien no llegué a conocer jamás. Realmente no se trataba de un apartamento sino de un piso normal que sus dueños habían dividido en dos para no tener problemas legales el día que decidieron divorciarse. Aunque mi vecino y yo vivíamos en el mismo piso dividido en dos, no tuvimos ocasión de vernos. Supongo que llegamos a saber algunas cosas el uno del otro. Pero en ningún caso tuvimos certezas sobre quiénes éramos, de dónde veníamos o por qué estábamos allí. Yo, por ejemplo, dejaba de leer cuando lo oía entrar. Y él bajaba el volumen del televisor cada vez que notaba mi llave introduciéndose en la ranura de la cerradura. Para escuchar. También nos acercábamos en ocasiones a las puertas de nuestros apartamentos y pegábamos las orejas, aunque no hubiésemos oído un sonido. Escribo en plural porque nunca dejé de tener la sensación de que aquel vecino desconocido y yo éramos duplicados perfectos el uno del otro.
Las horas en que entraba y salía me hicieron pensar. Su ropa colgada en el tendedero que compartíamos; el televisor encendido a todas horas; su bolsa de la basura, que dejaba en el descansillo para que la bajase el portero y que solía estar llena de latas de conservas (como descubrí al abrirla un día); la ducha todas las mañanas; nada de teléfonos; nada de música; algún insomnio compartido... Extraños sonidos a veces. De noche. ¿Quién era aquella persona a la que llegué a conocer tan bien? ¿Quién era yo para él? ¿Dónde está él ahora, en este mismo instante?
Chantal Akerman murió hace dos días.
Créditos del retrato de Chantal Akerman de portada: Elizabeth Lennard/Opale/Lemage.
Los fotogramas corresponden a las películas La-bàs y Jeanne Dielman, 23 quai du Commerce, 1080 Bruxelles y D'Est.