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Príncipes de la calle, reyes de América
Ser pobre en Estados Unidos
Hacia 1930 Joe Gould era un mendigo bastante conocido en Nueva York, especialmente entre periodistas y escritores, gente con la que se codeaba gracias a su extraordinaria capacidad para la charlatanería con pedigrí, también gracias a su humor burlón, tan refrescante en un momento de especial dificultad para los norteamericanos. Tenía ese tipo de imaginación inútil en la vida diaria pero de enorme poder de seducción para la gente de espíritu creativo, siempre dispuesta a pagar unas copas si a cambio escuchaba buenas historias. Las de Gould poco tenían que ver con la debacle social tras el Crack del 29; eran de menor magnitud, relacionadas todas ellas con una obra que al parecer llevaba escribiendo más de una década y que algún día se editaría con el título Historia oral de nuestro tiempo. Como le contó al historiador William Sarton, su intención era dar voz a negros, indios, inmigrantes, y en general a cuantos silenciaba nuestro estrecho sentido de la cultura, demasiado atento a los grandes hombres, poderosos e influyentes, locuaces e inteligentísimos, a veces hasta guapos, sin entender que éstos sólo son representantes del pueblo y que jamás consiguen hablar con la diversidad de quienes les votan, les hacen más ricos o admiran sus actos y palabras. Trataba -según el propio Gould- de culminar el proyecto poético de Walt Whitman: no ser tu propia voz sino la voz de América, llevándolo al territorio de la prosa.
Guy de Maupassant tiene un cuento sobre un mendigo[1] a quien después de muchos años de prestar atención y aliviar su hambre, la misma comunidad que al principio lo acoge acaba repudiándolo, cansada de encontrarlo todos los días en los mismos sitios. Algo similar le ocurrió a Joe Gould en Nueva York, entre los periodistas y escritores con quienes se codeó durante años en el Upper East Side y en Greenwich Village, que al cabo del tiempo dejaron de interesarse por el colosal proyecto sobre el cual les hablaba una y otra vez, que él decía haber escrito en cientos de cuadernos esparcidos en diferentes casas de amigos y en lugares adonde no llegaba otra cosa que no fuese nuestra basura o nuestro desinterés. Cuando Joseph Mitchell lo conoció, a comienzos de los cuarenta, ya casi nadie más le prestaba atención. Es cierto que para entonces sus problemas con el alcohol y su depresión crónica se habían acentuado, y su capacidad para seducir había mermado de forma considerable, aunque no tanto como para no despertar el interés de Mitchell, que publicó dos piezas sobre él en The New Yorker, la primera en 1942[2] asegurando que la Historia oral de nuestro tiempo existía y la segunda en 1964[3], cuando Gould llevaba muerto casi siete años, reconociendo todo lo contrario, después de una larga espera en la que la obra nunca llegó a cobrar forma, pese a las promesas, excusas y moratorias de su autor. Incluso aquellas seductoras mentiras tenían una fecha de caducidad. Ahora, sin embargo, mucha gente cree que Joseph Mitchell fue quien en realidad mintió[4], al buscar un alter ego en el que poder descargar sus propias frustraciones por no ser capaz de escribir la novela que él pretendía tener en marcha, para culminar con ella su exitosa carrera como periodista; una novela, sea dicho de paso, que jamás terminó (si es que alguna vez llegó a comenzarla).
Un libro inexistente y una novela inconclusa parecen la metáfora perfecta para dirigir la mirada hacia Estados Unidos en la actualidad, donde aún podemos recorrer colosales avenidas surcadas por rascacielos, mirando distraídamente los escaparates de las tiendas, sin prestar demasiada atención a los mendigos con los que casi nos tropezamos en cualquier parte. Es como si la literatura hubiese acabado su tarea de describir el mundo y ya no hiciera falta escuchar al cuentista; como si todas las piezas hubieran encajado en el puzzle y la realidad hubiese cobrado forma tras la debacle de la ficción. Lo rico se mezcla con lo pobre, más allá de toda contradicción, porque así es como funcionan las cosas en nuestro mundo. Al menos, esa es la versión del capitalismo, donde unos pierden y otros ganan, aunque en La noche se mueve (Night Moves, 1975, Arthur Penn) Harry Moseby (Gene Hackman) insista en que al final sólo se trata de que «unos pierden más que otros».
Barbara Ehrenricht, una colaboradora habitual de The New Yorker y de otras importantes revistas estadounidenses, escribió hace unos años un libro titulado Por cuatro duros, donde quería probar que con los salarios de la mayoría de los trabajadores es imposible vivir en un país como Estados Unidos. Para conseguir sus propósitos, la escritora cambió de empleo y de Estado varias veces. En sus sucesivos trabajos y desplazamientos, encontró pruebas que establecen un abismo insalvable entre la realidad y el dinero que mucha gente consigue para enfrentarse a ella. Con los pocos dólares que le pagaban por ser camarera, recepcionista o limpiadora, no le era posible pagar todas las facturas del mes, aun renunciando a cosas como el teléfono o internet. La comida y el alojamiento se llevaban casi todo su dinero. De modo que se vio obligada a vivir en cualquier sitio y a comer cualquier cosa. Aun así, no consiguió salir adelante[5].
Del mismo modo que sin la novela perdemos el centro, sin los cuentos perdemos las periferias. Y entonces pasamos de largo, dejando el mundo atrás. Somos un enorme ejército de walking dead que se mueve por instinto, camino del trabajo, el mall o alguna atracción turística, en busca de imágenes familiares con el sonido muy bajito, como una película de cine mudo carente de argumento. No nos mueve la insaciable necesidad de narraciones nuevas, ni la obligación de participar en la construcción del mundo; nos mueve la inercia. Pero la inercia, a falta de historias, produce cifras. Según quienes publiquen las cifras, estas suben o bajan. El gobierno estadounidense[6] reconoció que casi un 15% de los hogares vive con «alimentación insegura», el nuevo eufemismo para referirse a quienes viven bajo el umbral de la pobreza y ni siquiera alcanzan a cubrir necesidades básicas, como comer. Algunas organizaciones no gubernamentales sitúan el porcentaje muy por encima. Los números, en cualquier caso, son escalofriantes. Un 15% de los hogares con necesidades aun para comer supone seguramente una cuarta parte de la población, porque los hogares más afectados son siempre los que tienen más miembros, con lo cual dispararían las estadísticas si éstas se hiciesen ciudadano por ciudadano. Por supuesto, a lo anterior hay que sumarle las 600.000 personas sin hogar que hay en el país (porque son una categoría aparte) y el indefinido número de personas que duermen en coches o tiendas de campaña, para evitar los gastos de un alquiler y las facturas consiguientes, que obligan a mucha gente a elegir entre la electricidad, el agua y el gas, o comer[7].
En marzo de 2005, en la zona de Manhattan (Nueva York), una mujer ya entradita en años y un guarda de seguridad de una librería de la cadena Barnes&Noble se acercaron a mi hijo para reprenderle por tener un libro abierto en el suelo, mientras iba pasando sus páginas. Según parece, la mujer había sido quien lo había visto todo y había ido corriendo a denunciarlo, sin siquiera habernos dicho a mí o a mi hijo una palabra antes. Cuando yo le reproché lo anterior, ella me contestó que no era su trabajo decirle a nadie cómo debía tratar un libro, porque para eso estaba el guarda de seguridad. El detalle pone de relieve, entre otras cosas, la intransigencia de ciertas personas (mi hijo no deterioró el libro en absoluto) y también su negativa a dialogar.
En Manhattan existen cines adonde no podía llevar a mi hijo en 2005, pues allí la gente se quejaba por el mínimo movimiento y un niño de siete años no puede estarse quieto por completo durante dos horas. Pese a tratarse de una zona llena de bullicio y movimiento, Manhattan me pareció que había acabado convirtiéndose en un lugar poco apropiado para las madres que todavía han de empujar un carrito con sus hijos, para los inválidos y, en general, para quienquiera que no camine aprisa. Aunque el paisaje que muestran estas fotografías, en Los Ángeles (California), es diferente del de Manhattan que acabo de describir, hay entre ambos extrañas coincidencias, porque los dos ponen de manifiesto la división que hoy nos separa a todos.
Las tres fotografías fueron tomadas el 23 de diciembre de 2015 en varias intersecciones de calles muy cercanas al centro financiero de Los Ángeles.
Basta un párrafo como el anterior si uno quiere mandar a paseo una narración o una crónica donde las palabras intentan sonar bien aunque cuenten la realidad más cruda. El lenguaje, utilizado de cierta manera, tiene esa perversa capacidad, lo hace todo un poco más tolerable, convirtiéndonos en turistas de vacaciones en la miseria de los demás, porque ésta se amalgama con los museos de Manhattan, los monumentos de Washington DC, los luminosos de Las Vegas, las estrellas del Paseo de la Fama de Los Ángeles o la Milla de Oro de Chicago. Hay mendigos y gente que vive bajo el umbral de la pobreza por todas partes, pese a las leyes de varios estados donde se los encarcela si se sientan en la calzada o por encontrar a alguien dormido en el interior de su vehículo aunque esté correctamente aparcado. Cualquier motivo vale si eres pobre y no te haces a un lado para que no se te vea[8]. Algunos medios de comunicación lo tienen claro y sentencian que hoy en día ser pobre en Estados Unidos se ha convertido en un delito[9].
Cuando llegué a Virginia Occidental, hace ya casi dos años, en principio no me preocupó vivir en uno de los estados más deprimidos de América. El colapso de sus pequeñas industrias, el traspaso de negocios y el inminente cierre de las pocas minas que todavía permanecen abiertas, hacen que aquí cerca del 20% de la población esté desempleada, con serios problemas de obesidad, alcoholismo y drogadicción, sobreviviendo gracias a pequeñas ayudas, alquileres subvencionados y sanidad básica de copago. Nada de eso, no obstante, me llamó demasiado la atención al principio, seguramente porque estaba tan ensimismado con mis propios problemas que todo lo demás me parecía secundario. De hecho, me sentía fascinado al recorrer las calles de Oak Hill, en el condado de Fayette, y no encontrar a ambos lados más que locales vacíos o grandes descampados, donde hasta el más mínimo detalle me parecía fotografiable, como si fuera parte de una película en la que nada duele de verdad. Iba al Foodland, un supermercado enorme que había al lado de casa, y no mostraba extrañeza al no encontrar a nadie más comprando. Ni siquiera me preocupaba que en el pueblo no hubiese transportes públicos (ni autobuses ni trenes) y que la única manera de salir de allí si no conduces (como me sucede a mí) fuese pagando 100 dólares por un taxi de ida y vuelta a Beckley, un pueblo algo más grande, con cines, teatro, librerías y estación de autobuses, a unos cuarenta kilómetros; al final, siempre ajustaba mis necesidades a la ruta de algún compañero de trabajo al que no le importaba desviarse para llevarme a la estación de tren de Prince o al aeropuerto de Charleston cuando quería viajar.
Fotografías tomadas en Oak Hill (Virginia Occidental) entre el 11 de agosto de 2014 y el 18 de junio de 2015.
Si alguien hubiese intentado entender mi falta de preocupación en aquellos momentos, quizás habría pensado que venía de algún sitio donde las cosas estaban mucho peor. Al fin y al cabo, quién, en su sano juicio, querría venir a un sitio como este, se preguntan incluso los oriundos de Virginia Occidental. Sin embargo, aquí uno se siente acompañado aunque esté solo, no como en otros sitios donde se siente la soledad en medio de la multitud. Eso fue al menos lo que sentí yo nada más llegar, cuando muchos compañeros de trabajo me regalaron muebles, vajilla, cubertería, dos televisores e incluso ropa, para hacerme todo más fácil. Más tarde también me ofrecieron que fuese con ellos a la iglesia, aunque ninguno insistió al notar que mis intereses por sus lugares de culto eran más antropológicos que espirituales. A mí, como a Geoffrey Firmin en Bajo el volcán, lo que de verdad me interesaban no eran las iglesias sino las cantinas, y en ese sentido he de reconocer que, sin estar sobrado al respecto, Oak Hill tenía un par de locales que abrían hasta altas horas y donde uno podía fumar (¡¡¡sí!!!) y beber sin que nadie protestara. Por supuesto, eran lugares adonde no todo el mundo podía permitirse ir e incluso quienes podían procuraban evitar, y donde yo charlaba con cualquiera que mostrase curiosidad al notar mi extraño acento o al verme leer, que en Oak Hill es algo que ya casi nadie hace, de ahí que no haya una sola librería y que el libro más reciente que encontré en la biblioteca pública fuese una guía de los Apalaches editada en 2002.
El tiempo al principio parecía pasar sin contratiempos. Daba clases, me encargaba de las tareas del hogar con regularidad, el fin de semana cenaba en Delphino’s, y también procuraba leer mucho, escribir, ver películas, pasear aunque nevase, y fotografiarlo todo. Nada cobraba protagonismo en el paisaje, como si no hubiese centro pero las cosas tuvieran sentido y ni una sola estuviese de más. Quizás por eso en un viaje a Chicago, recorriendo las salas de Art Institute, me detuve ante un grabado de Brueghel el Viejo, Los cazadores de liebres, y lo asocié enseguida con esos cuadros suyos en los que se amalgaman multitudes comiendo, bailando o jugando, donde los personajes no están revestidos con ningún valor en concreto porque ninguno parece ni más rico, ni más guapo, ni más inteligente, ni más poderoso que los demás; donde la historia antigua en mi cabeza se volvía contemporánea y la invitaba a cruzar las fronteras del tiempo y el espacio, para convertirla en una extraña ilustración de mi vida en Virginia Occidental. Puede decirse que si uno se convierte en historiador cuando su presente le solicita un sentido que quizás se agazapa en el pasado, yo me volví historiador desde que me fui a vivir a Oak Hill y comencé además a entender mejor la obra de ciertos artistas.
Brueghel el Viejo a menudo pintaba a campesinos cuya importancia sólo se manifestaba si actuaban como colectividad, no individualmente. Los expertos e historiadores afirman que en la mayoría de sus composiciones hay críticas veladas, contra la disipación o contra la lujuria, contra la gula o contra cualquier forma de desmesura; esas observaciones, al parecer, se basan en escritos del pintor, un urbanita «civilizado» a quien las comunidades rurales debían de parecerle tristes muestras de nuestro carácter irreflexivo cuando aún no hemos sido procesados por la maquinaria de la cultura tal como se concibe en las ciudades. Todo esto lo tuve muy en cuenta aunque no estuviera de acuerdo. Respeto cuanto Brueghel el Viejo pudiese decir sobre sus propias obras, del mismo modo que respeto la precisión de la Historia con mayúsculas, lo que no quiere decir que respete sus interpretaciones. O por decirlo de otra manera, me interesan los hechos tanto como la capacidad del tiempo para adecuar su sentido a nuestras nuevas necesidades. De ahí que convirtiese aquel grabado de 1566 que vi en el Art Institute de Chicago en una ilustración de Virginia Occidental, sin notar las diferencias con el paisaje flamenco ni experimentar los casi 500 años que separaban al arte de la realidad. Luego esa sensación siguió acompañándome al ver cuadros de Jean-François Millet o Jean-Batiste-Camille Corot, y fotografías de August Sander o Walker Evans; al releer algunos ensayos de John Berger o W. G. Sebald, y al pensar en lo triste que debe de resultar todo cuando las circunstancias no te permiten otra cosa que preocuparte por ti mismo y por sobrevivir en el presente, porque es algo muy parecido a perder los lazos que hayas podido establecer con el pasado (con familiares, amigos y conocidos) y quedarte más solo que la una.
Durante el tiempo que estuve en Oak Hill, a la vuelta de cada viaje siempre les contaba a mis alumnos lo que había visto y algunas de mis ideas al respecto. Sus expresiones de asombro, sin embargo, no tenían nada que ver con mis comentarios, que para ellos debían de ser una parte más de mi palabrería sobre la cultura, el futuro y todo eso que los profesores les contamos a los jóvenes para despertar su interés; calculo que su asombro estaba relacionado con las fotografías que les mostraba, entre las cuales siempre había algún pobre tirado en la calle o sentado bajo un paraguas mientras llovía, sin que nadie a su alrededor, mientras observaba los escaparates de las grandes avenidas o se apresuraba para no llegar tarde a una cena con sus amistades, mostrara sorpresa al cruzarse con un espectáculo tan lamentable. Ni siquiera el fotógrafo que capturaba la imagen -yo- debía de darles la sensación de estar sorprendido, por mucho que no estuviese interesado en despertar la conciencia de nadie con ella.
La fotografía de la izquierda fue tomada en la Milla de Oro de Chicago (Illinois) el 28 de noviembre de 2014 y la segunda en una de las calles principales de Brooklyn (Nueva York) el 23 de diciembre de 2014.
Mis alumnos, a quienes yo colocaba en una colectividad similar a las que se ven en los cuadros de Brueghel el Viejo, no veían aquellas imágenes de pobres y mendigos como una parte necesaria del mundo urbano, donde unos ganan y otros pierden, quizás porque no entendían la implacable lógica del capitalismo, donde todo es posible si aceptamos los riesgos implícitos en el silogismo. Para ellos, el arte debe de ser una cuestión trivial, no tanto al representar la realidad cuanto al intentar explicarla (y de ese modo justificarla). O hasta cabe que la trivialidad la notasen en mi irresponsable forma de ilustrar mis viajes, en los que yo no quería dejar nada aparte y por consiguiente pretendía que en ellos también se viesen sus partes oscuras, una estrategia bastante moderna, sí, pero un poco cruel cuando nada parece cobrar protagonismo y las imágenes culturales y sociales se mezclan en una túrmix que las hace igualmente aceptables, porque están bien encuadradas y porque en el fondo lo único que pretenden es ilustrar tus experiencias como turista, sin necesidad de añadirles un solo comentario.
No sé.
Sé que El secreto de Joe Gould de Joseph Mitchell siempre me ha parecido una de las cumbres del periodismo aunque trate la miseria como una cuestión intelectual, la de alguien de quien sabemos que posiblemente haya escrito una obra colosal o que finge haberlo hecho, y no como la de alguien que pasa hambre y frío, penurias y calamidades, y les va con cuentos chinos a quienes pretende desplumar, porque de otra manera a lo mejor ni siquiera le escucharían. También sé que el cuento de Guy de Maupassant no es tan simple como lo conté y no consiste en una comunidad que se cansa de ser generosa con un mendigo, sino de alguien que perdió las piernas a los quince años, que tiene que arrastrarse para huir de la policía y cuyas posibilidades de convertirse en un ciudadano productivo son más bien escasas aunque seguramente le disgusten sus circunstancias mucho más de lo que le acaba disgustando a la gente verlo en los mismos sitios año tras año. Sé asimismo que a la gente de Virginia Occidental la tomé durante mucho tiempo como una parte indisociable del paisaje de bajos comerciales que se traspasan, solares sin edificar, supermercados vacíos e iglesias, porque me dio la sensación de que habían vivido así durante décadas y no iba a ser yo quien fuera a cambiarlo con mis opiniones. Y sé que a mis alumnos aquí les presté la misma atención y el mismo interés que antes les presté a mis estudiantes en España, Irlanda, Gran Bretaña o Portugal, y que quizás esa atención y ese interés hayan sido inapropiados, por no decir otra cosa.
Como tengo estrategias perversas porque soy escritor, siempre he intentado utilizar el lenguaje para no pasar por encima de la pobreza con total impunidad, sin mostrar un ápice de empatía si he tenido que escribir algo sobre mi experiencia en Virginia Occidental. He pensado, además, que -como los médicos- necesito una distancia si quiero ser un buen profesor aquí y si quiero ser un ciudadano productivo. No digamos la distancia que me autoimpuse para escribir, tan alejada de la realidad como la letra de la canción Space Oddity de David Bowie, que no parece cantarla alguien semejante a nosotros sino un ser que ni siquiera él mismo sabe bien quién es, hablando un lenguaje de un futuro adonde, por desgracia, será difícil que lleguemos, más allá de cuanto nos oprime y aflige.
De manera cautelar, dejé de hablar en clase sobre mis viajes, más preocupado -es cierto- por la impresión que pudiese dar a mis alumnos sobre mí que de las fotografías de pobres que iba haciendo aquí y allá. Escuché alguna historia interesante de algún mendigo pero me la guardo para no trivializarla, cayendo en los lugares comunes en los que todos caemos y que al final nos aburren, como les aburría a los habitantes del pueblo en el relato de Maupassant encontrarse a diario con el mismo tipo en las mismas circunstancias, extendiendo la mano y poniendo cara de lástima. Sí diré que desde hace unos meses, mientras observaba los cuadros de Caravaggio o Rembrandt en algunos museos estadounidenses, no podía evitar pensar que ambos utilizaron como modelos a pobres a quienes hacían pasar por reyes o apóstoles, y a veces simplemente para dar forma a su existencia desahuciada, el primero envolviéndolos en las sombras y el segundo haciéndolos esclavos de un cuerpo decrépito. John Berger dice en uno de sus ensayos sobre Caravaggio que este no retrataba a pobres para que los viesen los ricos, los pintaba porque quería compartir con los ricos la visión de los pobres. Así, Berger no concibe el claroscuro en la obra del pintor como una innovación técnica sino como un comentario personal que pone de relieve que para un pobre las sombras a veces actúan del mismo modo que un hogar, con cuatro paredes y un techo, actúa para nosotros.
A finales de junio pasado pedí el traslado de Oak Hill a Smithers porque necesitaba tener acceso a transportes públicos sin depender de mis compañeros, a quienes ya había molestado lo suficiente, y también porque necesitaba aire fresco después de un año en un sitio donde casi todo el mundo había sido generoso conmigo pero donde las circunstancias no habían sido generosas con sus habitantes, que eran más bruticos que los aragoneses. La gente en Oak Hill creyó que estaba más loco de lo que habían creído. Me dijeron que Smithers era la nada y que allí los alumnos no iban a ser mucho mejores. Para entendernos, Oak Hill tiene 10.000 habitantes y Smithers 900; Oak Hill tiene iglesias y cantinas, y Smithers solo tiene iglesias; en Oak Hill vivían otros profesores con quienes a veces jugaba al póquer, y en Smithers no vive ninguno de mis actuales compañeros, con lo cual ya no juego al póquer ni invito ni me invitan a cenar... Sin embargo, Oak Hill no tiene transporte público y desde Smithers basta con cruzar un puente sobre el río Kanawha y llegar a Montgomery, a menos de media milla, donde hay autobuses regulares a Charleston y una estación de tren conectada con Nueva York y Chicago.
Fotografías tomadas en Smithers (Virginia Occidental) entre el 22 y el 28 de junio de 2015.
Como era de esperar, en Smithers conocí a buena parte de sus habitantes enseguida, en la oficina de correos, en el Pizza Hut, en el Right Aid, en el Kroger... Casi no hay nadie que no sea familiar de alguno de mis alumnos, y unos y otros siempre quieren saber cómo van sus hijos, sobrinos, primos o amigos. Por eso caminar por la avenida Michigan consiste en saludar o devolver el saludo a la gente, hacer algún comentario sobre los estudiantes o intercambiar impresiones meteorológicas, no más de tres frases en cualquier caso. La cortesía es siempre la misma, aquí o en Soria.
Estas navidades pasadas, Anwar, un marroquí que trabaja en una de las dos gasolineras, regalaba a sus clientes, que seguramente somos todos los habitantes de Smithers, una linternita. A mí me vino de perlas porque cuando vuelvo de Charleston más allá de las siete de la tarde y ya es de noche, tengo que atravesar un buen trecho a oscuras, justo el que divide los condados de Fayette y Kanawha, donde nadie quiere hacerse cargo el alumbrado público. De hecho, si hay tormenta y se va la luz en el pueblo, el suministro no se recupera al mismo tiempo en todas las casas, porque una parte depende de Fayette y otra de Kanawha, y la de Fayette siempre tarda mucho más, a veces veinticuatro horas. Mi casa está en la parte que depende de Fayette y el instituto donde trabajo en la que depende de Kanawha, o sea que vivo dividido, como aquel personaje de Bohumil Hrabal cuya casa estaba sobre las fronteras entre Checoslovaquia, Polonia y Alemania, y no sentía que fuese de ninguna parte sino más bien de todas.
Uno de mis alumnos de mi segunda clase de la mañana, pongamos que se llama Charlie Porter, me dijo que vivía en Smithers, en la parte de Kanawha, cuando le pregunté si su padre o su madre podían venir a hablar conmigo. Aunque su casa está a diez minutos del instituto y su madre no trabaja, jamás conseguí que viniese ni logré hablar con ella por teléfono porque en casa no tienen línea. El orientador me explicó que Charlie es disléxico y tiene cierto retraso, y que por eso su rendimiento es tan pobre en mis clases; también me explicó que no tiene padre conocido, y que su madre a menudo se va a trabajar de temporera a otro estado y deja a Charlie en un centro de asistencia en Montgomery, y que aun de estar en Smithers ella jamás vendría al centro a hablar conmigo o con el resto de los profesores. Al parecer, tiene veintitantos años, con lo cual dio a luz a su único hijo jovencísima, y es pobre y medio tartamuda, y a Charlie le avergüenza verla por al instituto.
Un día vi a Charlie paseando con su madre por Smithers, abroncándola por alguna razón que se me escapa. Al pasar a su lado, ni siquiera los saludé, para no interferir en sus asuntos.
La semana pasada, camino del instituto a las seis y media de la mañana, todavía de noche, vi que un chico se abría paso en las sombras del pueblo con una linternita y noté que se asustaba al oírme caminar detrás de él. Al llegar a su altura, me di cuenta de que era Charlie y de que Anwar, el de la gasolinera, le había regalado al pueblo un instrumento para crear el claroscuro que Caravaggio utilizaba en sus obras, porque a veces sólo conseguimos ver ciertas partes de la realidad o a ciertas personas bajo una tenue luz.
[1] A buena parte de los escritores decimonónicos hoy se les atribuye hoy el rango de historiadores, no tanto por la plasticidad o enjundia de sus novelas y cuentos, sino más bien por el extenso catálogo social y material de sus escritos, donde se pueden encontrar los rasgos que dibujaban a la sociedad de su época, los ritos que les daban significado y también todo aquello que asimilaba o excluía a la gente de ciertos grupos. El hecho de que algunos escritores, como Maupassant, alternasen la literatura con el periodismo, y los cenáculos literarios de las grandes urbes con la soledad en tierras distantes, les permitió entrar en contacto con capas sociales poco conocidas y por lo tanto pervertidas o silenciadas en las páginas de muchas grandes novelas, donde se las colocaba como parte del atrezzo porque casi nadie sabía cómo activar en ellas un mecanismo narrativo.
Campesinos, jornaleros o mendigos comenzaron a cobrar forma más allá de la paleta de los pintores, encontrando primero un lenguaje capaz de situarlos en el mundo y más tarde un idioma propio. Fue un proceso lento pero fascinante, en el que ciertas historias tuvieron que evolucionar como el hombre, entre el australopithecus y el homo sapiens, entre la simple estampa y la narración, hasta encontrar mecanismos que hiciesen avanzar una historia más allá del tiempo biológico al que estaban sometidos sus personajes, inscribiéndolos en un nuevo de espacio temporal cercano a las teorías de Karl Marx, tejidas en torno a las relaciones de clase, el trabajo y el dinero.
El cuento de Maupassant puede definirse a partir de ese nuevo planteamiento temporal, caracterizado en este caso por una situación económica precaria que se perpetúa sin grandes cambios de un día a otro, a no ser el hambre o la debilidad crecientes, y que solo puede conducir a un desenlace posible: http://www.ciudadseva.com/textos/cuentos/fran/maupassa/el_mendigo.htm
[5] La fotografía superior izquierda fue tomada en Cincinnati (Ohio) el 8 de noviembre de 2014, la fotografía superior derecha fue tomada en Chicago (Illinois) el 25 de noviembre de 2014, la fotografía inferior izquierda fue tomada en Columbus (Ohio) el 22 de julio de 2015, y la fotografía inferior derecha fue tomada en Houston (Texas) el 21 de noviembre de 2015.
[7] Para no acudir solo a la cruda realidad, recomiendo dos películas donde todo esto puede verse con claridad y, por encima, sin retórica miserabilista: Shotgun Stories (2007, Jeff Nichols) y Wendy y Lucy (Wendy and Lucy, 2008, Kelly Reichardt).
Es lógico que al ver la mayor parte del cine comercial, mostremos cierto grado de pasividad o recelo. Nos cuesta tanto creer que podamos llegar a ser algún día Tom Cruise o Jennifer Lawrence como que nos pueda suceder algo parecido a lo que cuentan las últimas entregas de Misión imposible o Los juegos del hambre. Películas independientes como Shotgun Stories o Wendy y Lucy son otra historia. Tienen un mecanismo narrativo de lo más endeble, en el que apenas suceden cosas ajenas a la realidad cotidiana. Sus protagonistas no son personas excepcionales y sus problemas económicos no resultan demasiado desproporcionados como para que los consideremos parte de una ficción más. Al fin y al cabo, ¿quién de nosotros no ha echado una cabezada en el interior de un vehículo o no se ha ido de camping alguna vez? Lo que estás películas nos recuerdan, sin embargo, es que lo que para unas personas es solo una situación provisional elegida por ellas mismas, para otras es una situación permanente dictada por elecciones ante las cuales nadie querría verse confrontado.
Príncipes de la calle, reyes de América
Hacia 1930 Joe Gould era un mendigo bastante conocido en Nueva York, especialmente entre periodistas y escritores, gente con la que se codeaba gracias a su extraordinaria capacidad para la charlatanería con pedigrí, también gracias a su humor burlón, tan refrescante en un momento de especial dificultad para los norteamericanos. Tenía ese tipo de imaginación inútil en la vida diaria pero de enorme poder de seducción para la gente de espíritu creativo, siempre dispuesta a pagar unas copas si a cambio escuchaba buenas historias. Las de Gould poco tenían que ver con la debacle social tras el Crack del 29; eran de menor magnitud, relacionadas todas ellas con una obra que al parecer llevaba escribiendo más de una década y que algún día se editaría con el título Historia oral de nuestro tiempo. Como le contó al historiador William Sarton, su intención era dar voz a negros, indios, inmigrantes, y en general a cuantos silenciaba nuestro estrecho sentido de la cultura, demasiado atento a los grandes hombres, poderosos e influyentes, locuaces e inteligentísimos, a veces hasta guapos, sin entender que éstos sólo son representantes del pueblo y que jamás consiguen hablar con la diversidad de quienes les votan, les hacen más ricos o admiran sus actos y palabras. Trataba -según el propio Gould- de culminar el proyecto poético de Walt Whitman: no ser tu propia voz sino la voz de América, llevándolo al territorio de la prosa.
Guy de Maupassant tiene un cuento sobre un mendigo[1] a quien después de muchos años de prestar atención y aliviar su hambre, la misma comunidad que al principio lo acoge acaba repudiándolo, cansada de encontrarlo todos los días en los mismos sitios. Algo similar le ocurrió a Joe Gould en Nueva York, entre los periodistas y escritores con quienes se codeó durante años en el Upper East Side y en Greenwich Village, que al cabo del tiempo dejaron de interesarse por el colosal proyecto sobre el cual les hablaba una y otra vez, que él decía haber escrito en cientos de cuadernos esparcidos en diferentes casas de amigos y en lugares adonde no llegaba otra cosa que no fuese nuestra basura o nuestro desinterés. Cuando Joseph Mitchell lo conoció, a comienzos de los cuarenta, ya casi nadie más le prestaba atención. Es cierto que para entonces sus problemas con el alcohol y su depresión crónica se habían acentuado, y su capacidad para seducir había mermado de forma considerable, aunque no tanto como para no despertar el interés de Mitchell, que publicó dos piezas sobre él en The New Yorker, la primera en 1942[2] asegurando que la Historia oral de nuestro tiempo existía y la segunda en 1964[3], cuando Gould llevaba muerto casi siete años, reconociendo todo lo contrario, después de una larga espera en la que la obra nunca llegó a cobrar forma, pese a las promesas, excusas y moratorias de su autor. Incluso aquellas seductoras mentiras tenían una fecha de caducidad. Ahora, sin embargo, mucha gente cree que Joseph Mitchell fue quien en realidad mintió[4], al buscar un alter ego en el que poder descargar sus propias frustraciones por no ser capaz de escribir la novela que él pretendía tener en marcha, para culminar con ella su exitosa carrera como periodista; una novela, sea dicho de paso, que jamás terminó (si es que alguna vez llegó a comenzarla).
Un libro inexistente y una novela inconclusa parecen la metáfora perfecta para dirigir la mirada hacia Estados Unidos en la actualidad, donde aún podemos recorrer colosales avenidas surcadas por rascacielos, mirando distraídamente los escaparates de las tiendas, sin prestar demasiada atención a los mendigos con los que casi nos tropezamos en cualquier parte. Es como si la literatura hubiese acabado su tarea de describir el mundo y ya no hiciera falta escuchar al cuentista; como si todas las piezas hubieran encajado en el puzzle y la realidad hubiese cobrado forma tras la debacle de la ficción. Lo rico se mezcla con lo pobre, más allá de toda contradicción, porque así es como funcionan las cosas en nuestro mundo. Al menos, esa es la versión del capitalismo, donde unos pierden y otros ganan, aunque en La noche se mueve (Night Moves, 1975, Arthur Penn) Harry Moseby (Gene Hackman) insista en que al final sólo se trata de que «unos pierden más que otros».
Barbara Ehrenricht, una colaboradora habitual de The New Yorker y de otras importantes revistas estadounidenses, escribió hace unos años un libro titulado Por cuatro duros, donde quería probar que con los salarios de la mayoría de los trabajadores es imposible vivir en un país como Estados Unidos. Para conseguir sus propósitos, la escritora cambió de empleo y de Estado varias veces. En sus sucesivos trabajos y desplazamientos, encontró pruebas que establecen un abismo insalvable entre la realidad y el dinero que mucha gente consigue para enfrentarse a ella. Con los pocos dólares que le pagaban por ser camarera, recepcionista o limpiadora, no le era posible pagar todas las facturas del mes, aun renunciando a cosas como el teléfono o internet. La comida y el alojamiento se llevaban casi todo su dinero. De modo que se vio obligada a vivir en cualquier sitio y a comer cualquier cosa. Aun así, no consiguió salir adelante[5].
Del mismo modo que sin la novela perdemos el centro, sin los cuentos perdemos las periferias. Y entonces pasamos de largo, dejando el mundo atrás. Somos un enorme ejército de walking dead que se mueve por instinto, camino del trabajo, el mall o alguna atracción turística, en busca de imágenes familiares con el sonido muy bajito, como una película de cine mudo carente de argumento. No nos mueve la insaciable necesidad de narraciones nuevas, ni la obligación de participar en la construcción del mundo; nos mueve la inercia. Pero la inercia, a falta de historias, produce cifras. Según quienes publiquen las cifras, estas suben o bajan. El gobierno estadounidense[6] reconoció que casi un 15% de los hogares vive con «alimentación insegura», el nuevo eufemismo para referirse a quienes viven bajo el umbral de la pobreza y ni siquiera alcanzan a cubrir necesidades básicas, como comer. Algunas organizaciones no gubernamentales sitúan el porcentaje muy por encima. Los números, en cualquier caso, son escalofriantes. Un 15% de los hogares con necesidades aun para comer supone seguramente una cuarta parte de la población, porque los hogares más afectados son siempre los que tienen más miembros, con lo cual dispararían las estadísticas si éstas se hiciesen ciudadano por ciudadano. Por supuesto, a lo anterior hay que sumarle las 600.000 personas sin hogar que hay en el país (porque son una categoría aparte) y el indefinido número de personas que duermen en coches o tiendas de campaña, para evitar los gastos de un alquiler y las facturas consiguientes, que obligan a mucha gente a elegir entre la electricidad, el agua y el gas, o comer[7].
En marzo de 2005, en la zona de Manhattan (Nueva York), una mujer ya entradita en años y un guarda de seguridad de una librería de la cadena Barnes&Noble se acercaron a mi hijo para reprenderle por tener un libro abierto en el suelo, mientras iba pasando sus páginas. Según parece, la mujer había sido quien lo había visto todo y había ido corriendo a denunciarlo, sin siquiera habernos dicho a mí o a mi hijo una palabra antes. Cuando yo le reproché lo anterior, ella me contestó que no era su trabajo decirle a nadie cómo debía tratar un libro, porque para eso estaba el guarda de seguridad. El detalle pone de relieve, entre otras cosas, la intransigencia de ciertas personas (mi hijo no deterioró el libro en absoluto) y también su negativa a dialogar.
En Manhattan existen cines adonde no podía llevar a mi hijo en 2005, pues allí la gente se quejaba por el mínimo movimiento y un niño de siete años no puede estarse quieto por completo durante dos horas. Pese a tratarse de una zona llena de bullicio y movimiento, Manhattan me pareció que había acabado convirtiéndose en un lugar poco apropiado para las madres que todavía han de empujar un carrito con sus hijos, para los inválidos y, en general, para quienquiera que no camine aprisa. Aunque el paisaje que muestran estas fotografías, en Los Ángeles (California), es diferente del de Manhattan que acabo de describir, hay entre ambos extrañas coincidencias, porque los dos ponen de manifiesto la división que hoy nos separa a todos.
Las tres fotografías fueron tomadas el 23 de diciembre de 2015 en varias intersecciones de calles muy cercanas al centro financiero de Los Ángeles.
Basta un párrafo como el anterior si uno quiere mandar a paseo una narración o una crónica donde las palabras intentan sonar bien aunque cuenten la realidad más cruda. El lenguaje, utilizado de cierta manera, tiene esa perversa capacidad, lo hace todo un poco más tolerable, convirtiéndonos en turistas de vacaciones en la miseria de los demás, porque ésta se amalgama con los museos de Manhattan, los monumentos de Washington DC, los luminosos de Las Vegas, las estrellas del Paseo de la Fama de Los Ángeles o la Milla de Oro de Chicago. Hay mendigos y gente que vive bajo el umbral de la pobreza por todas partes, pese a las leyes de varios estados donde se los encarcela si se sientan en la calzada o por encontrar a alguien dormido en el interior de su vehículo aunque esté correctamente aparcado. Cualquier motivo vale si eres pobre y no te haces a un lado para que no se te vea[8]. Algunos medios de comunicación lo tienen claro y sentencian que hoy en día ser pobre en Estados Unidos se ha convertido en un delito[9].
Cuando llegué a Virginia Occidental, hace ya casi dos años, en principio no me preocupó vivir en uno de los estados más deprimidos de América. El colapso de sus pequeñas industrias, el traspaso de negocios y el inminente cierre de las pocas minas que todavía permanecen abiertas, hacen que aquí cerca del 20% de la población esté desempleada, con serios problemas de obesidad, alcoholismo y drogadicción, sobreviviendo gracias a pequeñas ayudas, alquileres subvencionados y sanidad básica de copago. Nada de eso, no obstante, me llamó demasiado la atención al principio, seguramente porque estaba tan ensimismado con mis propios problemas que todo lo demás me parecía secundario. De hecho, me sentía fascinado al recorrer las calles de Oak Hill, en el condado de Fayette, y no encontrar a ambos lados más que locales vacíos o grandes descampados, donde hasta el más mínimo detalle me parecía fotografiable, como si fuera parte de una película en la que nada duele de verdad. Iba al Foodland, un supermercado enorme que había al lado de casa, y no mostraba extrañeza al no encontrar a nadie más comprando. Ni siquiera me preocupaba que en el pueblo no hubiese transportes públicos (ni autobuses ni trenes) y que la única manera de salir de allí si no conduces (como me sucede a mí) fuese pagando 100 dólares por un taxi de ida y vuelta a Beckley, un pueblo algo más grande, con cines, teatro, librerías y estación de autobuses, a unos cuarenta kilómetros; al final, siempre ajustaba mis necesidades a la ruta de algún compañero de trabajo al que no le importaba desviarse para llevarme a la estación de tren de Prince o al aeropuerto de Charleston cuando quería viajar.
Fotografías tomadas en Oak Hill (Virginia Occidental) entre el 11 de agosto de 2014 y el 18 de junio de 2015.
Si alguien hubiese intentado entender mi falta de preocupación en aquellos momentos, quizás habría pensado que venía de algún sitio donde las cosas estaban mucho peor. Al fin y al cabo, quién, en su sano juicio, querría venir a un sitio como este, se preguntan incluso los oriundos de Virginia Occidental. Sin embargo, aquí uno se siente acompañado aunque esté solo, no como en otros sitios donde se siente la soledad en medio de la multitud. Eso fue al menos lo que sentí yo nada más llegar, cuando muchos compañeros de trabajo me regalaron muebles, vajilla, cubertería, dos televisores e incluso ropa, para hacerme todo más fácil. Más tarde también me ofrecieron que fuese con ellos a la iglesia, aunque ninguno insistió al notar que mis intereses por sus lugares de culto eran más antropológicos que espirituales. A mí, como a Geoffrey Firmin en Bajo el volcán, lo que de verdad me interesaban no eran las iglesias sino las cantinas, y en ese sentido he de reconocer que, sin estar sobrado al respecto, Oak Hill tenía un par de locales que abrían hasta altas horas y donde uno podía fumar (¡¡¡sí!!!) y beber sin que nadie protestara. Por supuesto, eran lugares adonde no todo el mundo podía permitirse ir e incluso quienes podían procuraban evitar, y donde yo charlaba con cualquiera que mostrase curiosidad al notar mi extraño acento o al verme leer, que en Oak Hill es algo que ya casi nadie hace, de ahí que no haya una sola librería y que el libro más reciente que encontré en la biblioteca pública fuese una guía de los Apalaches editada en 2002.
El tiempo al principio parecía pasar sin contratiempos. Daba clases, me encargaba de las tareas del hogar con regularidad, el fin de semana cenaba en Delphino’s, y también procuraba leer mucho, escribir, ver películas, pasear aunque nevase, y fotografiarlo todo. Nada cobraba protagonismo en el paisaje, como si no hubiese centro pero las cosas tuvieran sentido y ni una sola estuviese de más. Quizás por eso en un viaje a Chicago, recorriendo las salas de Art Institute, me detuve ante un grabado de Brueghel el Viejo, Los cazadores de liebres, y lo asocié enseguida con esos cuadros suyos en los que se amalgaman multitudes comiendo, bailando o jugando, donde los personajes no están revestidos con ningún valor en concreto porque ninguno parece ni más rico, ni más guapo, ni más inteligente, ni más poderoso que los demás; donde la historia antigua en mi cabeza se volvía contemporánea y la invitaba a cruzar las fronteras del tiempo y el espacio, para convertirla en una extraña ilustración de mi vida en Virginia Occidental. Puede decirse que si uno se convierte en historiador cuando su presente le solicita un sentido que quizás se agazapa en el pasado, yo me volví historiador desde que me fui a vivir a Oak Hill y comencé además a entender mejor la obra de ciertos artistas.
Brueghel el Viejo a menudo pintaba a campesinos cuya importancia sólo se manifestaba si actuaban como colectividad, no individualmente. Los expertos e historiadores afirman que en la mayoría de sus composiciones hay críticas veladas, contra la disipación o contra la lujuria, contra la gula o contra cualquier forma de desmesura; esas observaciones, al parecer, se basan en escritos del pintor, un urbanita «civilizado» a quien las comunidades rurales debían de parecerle tristes muestras de nuestro carácter irreflexivo cuando aún no hemos sido procesados por la maquinaria de la cultura tal como se concibe en las ciudades. Todo esto lo tuve muy en cuenta aunque no estuviera de acuerdo. Respeto cuanto Brueghel el Viejo pudiese decir sobre sus propias obras, del mismo modo que respeto la precisión de la Historia con mayúsculas, lo que no quiere decir que respete sus interpretaciones. O por decirlo de otra manera, me interesan los hechos tanto como la capacidad del tiempo para adecuar su sentido a nuestras nuevas necesidades. De ahí que convirtiese aquel grabado de 1566 que vi en el Art Institute de Chicago en una ilustración de Virginia Occidental, sin notar las diferencias con el paisaje flamenco ni experimentar los casi 500 años que separaban al arte de la realidad. Luego esa sensación siguió acompañándome al ver cuadros de Jean-François Millet o Jean-Batiste-Camille Corot, y fotografías de August Sander o Walker Evans; al releer algunos ensayos de John Berger o W. G. Sebald, y al pensar en lo triste que debe de resultar todo cuando las circunstancias no te permiten otra cosa que preocuparte por ti mismo y por sobrevivir en el presente, porque es algo muy parecido a perder los lazos que hayas podido establecer con el pasado (con familiares, amigos y conocidos) y quedarte más solo que la una.
Durante el tiempo que estuve en Oak Hill, a la vuelta de cada viaje siempre les contaba a mis alumnos lo que había visto y algunas de mis ideas al respecto. Sus expresiones de asombro, sin embargo, no tenían nada que ver con mis comentarios, que para ellos debían de ser una parte más de mi palabrería sobre la cultura, el futuro y todo eso que los profesores les contamos a los jóvenes para despertar su interés; calculo que su asombro estaba relacionado con las fotografías que les mostraba, entre las cuales siempre había algún pobre tirado en la calle o sentado bajo un paraguas mientras llovía, sin que nadie a su alrededor, mientras observaba los escaparates de las grandes avenidas o se apresuraba para no llegar tarde a una cena con sus amistades, mostrara sorpresa al cruzarse con un espectáculo tan lamentable. Ni siquiera el fotógrafo que capturaba la imagen -yo- debía de darles la sensación de estar sorprendido, por mucho que no estuviese interesado en despertar la conciencia de nadie con ella.
La fotografía de la izquierda fue tomada en la Milla de Oro de Chicago (Illinois) el 28 de noviembre de 2014 y la segunda en una de las calles principales de Brooklyn (Nueva York) el 23 de diciembre de 2014.
Mis alumnos, a quienes yo colocaba en una colectividad similar a las que se ven en los cuadros de Brueghel el Viejo, no veían aquellas imágenes de pobres y mendigos como una parte necesaria del mundo urbano, donde unos ganan y otros pierden, quizás porque no entendían la implacable lógica del capitalismo, donde todo es posible si aceptamos los riesgos implícitos en el silogismo. Para ellos, el arte debe de ser una cuestión trivial, no tanto al representar la realidad cuanto al intentar explicarla (y de ese modo justificarla). O hasta cabe que la trivialidad la notasen en mi irresponsable forma de ilustrar mis viajes, en los que yo no quería dejar nada aparte y por consiguiente pretendía que en ellos también se viesen sus partes oscuras, una estrategia bastante moderna, sí, pero un poco cruel cuando nada parece cobrar protagonismo y las imágenes culturales y sociales se mezclan en una túrmix que las hace igualmente aceptables, porque están bien encuadradas y porque en el fondo lo único que pretenden es ilustrar tus experiencias como turista, sin necesidad de añadirles un solo comentario.
No sé.
Sé que El secreto de Joe Gould de Joseph Mitchell siempre me ha parecido una de las cumbres del periodismo aunque trate la miseria como una cuestión intelectual, la de alguien de quien sabemos que posiblemente haya escrito una obra colosal o que finge haberlo hecho, y no como la de alguien que pasa hambre y frío, penurias y calamidades, y les va con cuentos chinos a quienes pretende desplumar, porque de otra manera a lo mejor ni siquiera le escucharían. También sé que el cuento de Guy de Maupassant no es tan simple como lo conté y no consiste en una comunidad que se cansa de ser generosa con un mendigo, sino de alguien que perdió las piernas a los quince años, que tiene que arrastrarse para huir de la policía y cuyas posibilidades de convertirse en un ciudadano productivo son más bien escasas aunque seguramente le disgusten sus circunstancias mucho más de lo que le acaba disgustando a la gente verlo en los mismos sitios año tras año. Sé asimismo que a la gente de Virginia Occidental la tomé durante mucho tiempo como una parte indisociable del paisaje de bajos comerciales que se traspasan, solares sin edificar, supermercados vacíos e iglesias, porque me dio la sensación de que habían vivido así durante décadas y no iba a ser yo quien fuera a cambiarlo con mis opiniones. Y sé que a mis alumnos aquí les presté la misma atención y el mismo interés que antes les presté a mis estudiantes en España, Irlanda, Gran Bretaña o Portugal, y que quizás esa atención y ese interés hayan sido inapropiados, por no decir otra cosa.
Como tengo estrategias perversas porque soy escritor, siempre he intentado utilizar el lenguaje para no pasar por encima de la pobreza con total impunidad, sin mostrar un ápice de empatía si he tenido que escribir algo sobre mi experiencia en Virginia Occidental. He pensado, además, que -como los médicos- necesito una distancia si quiero ser un buen profesor aquí y si quiero ser un ciudadano productivo. No digamos la distancia que me autoimpuse para escribir, tan alejada de la realidad como la letra de la canción Space Oddity de David Bowie, que no parece cantarla alguien semejante a nosotros sino un ser que ni siquiera él mismo sabe bien quién es, hablando un lenguaje de un futuro adonde, por desgracia, será difícil que lleguemos, más allá de cuanto nos oprime y aflige.
De manera cautelar, dejé de hablar en clase sobre mis viajes, más preocupado -es cierto- por la impresión que pudiese dar a mis alumnos sobre mí que de las fotografías de pobres que iba haciendo aquí y allá. Escuché alguna historia interesante de algún mendigo pero me la guardo para no trivializarla, cayendo en los lugares comunes en los que todos caemos y que al final nos aburren, como les aburría a los habitantes del pueblo en el relato de Maupassant encontrarse a diario con el mismo tipo en las mismas circunstancias, extendiendo la mano y poniendo cara de lástima. Sí diré que desde hace unos meses, mientras observaba los cuadros de Caravaggio o Rembrandt en algunos museos estadounidenses, no podía evitar pensar que ambos utilizaron como modelos a pobres a quienes hacían pasar por reyes o apóstoles, y a veces simplemente para dar forma a su existencia desahuciada, el primero envolviéndolos en las sombras y el segundo haciéndolos esclavos de un cuerpo decrépito. John Berger dice en uno de sus ensayos sobre Caravaggio que este no retrataba a pobres para que los viesen los ricos, los pintaba porque quería compartir con los ricos la visión de los pobres. Así, Berger no concibe el claroscuro en la obra del pintor como una innovación técnica sino como un comentario personal que pone de relieve que para un pobre las sombras a veces actúan del mismo modo que un hogar, con cuatro paredes y un techo, actúa para nosotros.
A finales de junio pasado pedí el traslado de Oak Hill a Smithers porque necesitaba tener acceso a transportes públicos sin depender de mis compañeros, a quienes ya había molestado lo suficiente, y también porque necesitaba aire fresco después de un año en un sitio donde casi todo el mundo había sido generoso conmigo pero donde las circunstancias no habían sido generosas con sus habitantes, que eran más bruticos que los aragoneses. La gente en Oak Hill creyó que estaba más loco de lo que habían creído. Me dijeron que Smithers era la nada y que allí los alumnos no iban a ser mucho mejores. Para entendernos, Oak Hill tiene 10.000 habitantes y Smithers 900; Oak Hill tiene iglesias y cantinas, y Smithers solo tiene iglesias; en Oak Hill vivían otros profesores con quienes a veces jugaba al póquer, y en Smithers no vive ninguno de mis actuales compañeros, con lo cual ya no juego al póquer ni invito ni me invitan a cenar... Sin embargo, Oak Hill no tiene transporte público y desde Smithers basta con cruzar un puente sobre el río Kanawha y llegar a Montgomery, a menos de media milla, donde hay autobuses regulares a Charleston y una estación de tren conectada con Nueva York y Chicago.
Fotografías tomadas en Smithers (Virginia Occidental) entre el 22 y el 28 de junio de 2015.
Como era de esperar, en Smithers conocí a buena parte de sus habitantes enseguida, en la oficina de correos, en el Pizza Hut, en el Right Aid, en el Kroger... Casi no hay nadie que no sea familiar de alguno de mis alumnos, y unos y otros siempre quieren saber cómo van sus hijos, sobrinos, primos o amigos. Por eso caminar por la avenida Michigan consiste en saludar o devolver el saludo a la gente, hacer algún comentario sobre los estudiantes o intercambiar impresiones meteorológicas, no más de tres frases en cualquier caso. La cortesía es siempre la misma, aquí o en Soria.
Estas navidades pasadas, Anwar, un marroquí que trabaja en una de las dos gasolineras, regalaba a sus clientes, que seguramente somos todos los habitantes de Smithers, una linternita. A mí me vino de perlas porque cuando vuelvo de Charleston más allá de las siete de la tarde y ya es de noche, tengo que atravesar un buen trecho a oscuras, justo el que divide los condados de Fayette y Kanawha, donde nadie quiere hacerse cargo el alumbrado público. De hecho, si hay tormenta y se va la luz en el pueblo, el suministro no se recupera al mismo tiempo en todas las casas, porque una parte depende de Fayette y otra de Kanawha, y la de Fayette siempre tarda mucho más, a veces veinticuatro horas. Mi casa está en la parte que depende de Fayette y el instituto donde trabajo en la que depende de Kanawha, o sea que vivo dividido, como aquel personaje de Bohumil Hrabal cuya casa estaba sobre las fronteras entre Checoslovaquia, Polonia y Alemania, y no sentía que fuese de ninguna parte sino más bien de todas.
Uno de mis alumnos de mi segunda clase de la mañana, pongamos que se llama Charlie Porter, me dijo que vivía en Smithers, en la parte de Kanawha, cuando le pregunté si su padre o su madre podían venir a hablar conmigo. Aunque su casa está a diez minutos del instituto y su madre no trabaja, jamás conseguí que viniese ni logré hablar con ella por teléfono porque en casa no tienen línea. El orientador me explicó que Charlie es disléxico y tiene cierto retraso, y que por eso su rendimiento es tan pobre en mis clases; también me explicó que no tiene padre conocido, y que su madre a menudo se va a trabajar de temporera a otro estado y deja a Charlie en un centro de asistencia en Montgomery, y que aun de estar en Smithers ella jamás vendría al centro a hablar conmigo o con el resto de los profesores. Al parecer, tiene veintitantos años, con lo cual dio a luz a su único hijo jovencísima, y es pobre y medio tartamuda, y a Charlie le avergüenza verla por al instituto.
Un día vi a Charlie paseando con su madre por Smithers, abroncándola por alguna razón que se me escapa. Al pasar a su lado, ni siquiera los saludé, para no interferir en sus asuntos.
La semana pasada, camino del instituto a las seis y media de la mañana, todavía de noche, vi que un chico se abría paso en las sombras del pueblo con una linternita y noté que se asustaba al oírme caminar detrás de él. Al llegar a su altura, me di cuenta de que era Charlie y de que Anwar, el de la gasolinera, le había regalado al pueblo un instrumento para crear el claroscuro que Caravaggio utilizaba en sus obras, porque a veces sólo conseguimos ver ciertas partes de la realidad o a ciertas personas bajo una tenue luz.
[1] A buena parte de los escritores decimonónicos hoy se les atribuye hoy el rango de historiadores, no tanto por la plasticidad o enjundia de sus novelas y cuentos, sino más bien por el extenso catálogo social y material de sus escritos, donde se pueden encontrar los rasgos que dibujaban a la sociedad de su época, los ritos que les daban significado y también todo aquello que asimilaba o excluía a la gente de ciertos grupos. El hecho de que algunos escritores, como Maupassant, alternasen la literatura con el periodismo, y los cenáculos literarios de las grandes urbes con la soledad en tierras distantes, les permitió entrar en contacto con capas sociales poco conocidas y por lo tanto pervertidas o silenciadas en las páginas de muchas grandes novelas, donde se las colocaba como parte del atrezzo porque casi nadie sabía cómo activar en ellas un mecanismo narrativo.
Campesinos, jornaleros o mendigos comenzaron a cobrar forma más allá de la paleta de los pintores, encontrando primero un lenguaje capaz de situarlos en el mundo y más tarde un idioma propio. Fue un proceso lento pero fascinante, en el que ciertas historias tuvieron que evolucionar como el hombre, entre el australopithecus y el homo sapiens, entre la simple estampa y la narración, hasta encontrar mecanismos que hiciesen avanzar una historia más allá del tiempo biológico al que estaban sometidos sus personajes, inscribiéndolos en un nuevo de espacio temporal cercano a las teorías de Karl Marx, tejidas en torno a las relaciones de clase, el trabajo y el dinero.
El cuento de Maupassant puede definirse a partir de ese nuevo planteamiento temporal, caracterizado en este caso por una situación económica precaria que se perpetúa sin grandes cambios de un día a otro, a no ser el hambre o la debilidad crecientes, y que solo puede conducir a un desenlace posible: http://www.ciudadseva.com/textos/cuentos/fran/maupassa/el_mendigo.htm
[5] La fotografía superior izquierda fue tomada en Cincinnati (Ohio) el 8 de noviembre de 2014, la fotografía superior derecha fue tomada en Chicago (Illinois) el 25 de noviembre de 2014, la fotografía inferior izquierda fue tomada en Columbus (Ohio) el 22 de julio de 2015, y la fotografía inferior derecha fue tomada en Houston (Texas) el 21 de noviembre de 2015.
[7] Para no acudir solo a la cruda realidad, recomiendo dos películas donde todo esto puede verse con claridad y, por encima, sin retórica miserabilista: Shotgun Stories (2007, Jeff Nichols) y Wendy y Lucy (Wendy and Lucy, 2008, Kelly Reichardt).
Es lógico que al ver la mayor parte del cine comercial, mostremos cierto grado de pasividad o recelo. Nos cuesta tanto creer que podamos llegar a ser algún día Tom Cruise o Jennifer Lawrence como que nos pueda suceder algo parecido a lo que cuentan las últimas entregas de Misión imposible o Los juegos del hambre. Películas independientes como Shotgun Stories o Wendy y Lucy son otra historia. Tienen un mecanismo narrativo de lo más endeble, en el que apenas suceden cosas ajenas a la realidad cotidiana. Sus protagonistas no son personas excepcionales y sus problemas económicos no resultan demasiado desproporcionados como para que los consideremos parte de una ficción más. Al fin y al cabo, ¿quién de nosotros no ha echado una cabezada en el interior de un vehículo o no se ha ido de camping alguna vez? Lo que estás películas nos recuerdan, sin embargo, es que lo que para unas personas es solo una situación provisional elegida por ellas mismas, para otras es una situación permanente dictada por elecciones ante las cuales nadie querría verse confrontado.