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La petite planète de Chris Marker

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En Toda la memoria del mundo (Toute la mémoire du monde, 1956)[1], Alain Resnais describe una biblioteca primero desde su estructura, como fortaleza para preservar la libertad, y a continuación como sistema clasificatorio del universo donde se amalgaman las secciones, los departamentos, los saberes, las nacionalidades, millones de libros, imágenes, publicaciones de distinta índole; donde la mirada registra todo en un movimiento constante de travellings y teleobjetivos, proyectando la mirada documental hacia un universo en continua expansión, hasta convertir lo real en imaginario, los sistemas de calefacción y aire acondicionado en partes de una intrincada maquinaria que Resnais compara con el submarino del Capitán Nemo pero que bien podrían ser los de una nave espacial rumbo a otra galaxia. Sin necesidad de entrar en los territorios de la invención propios de Jorge Luis Borges, la cámara capta e imagina, hace una traducción de la realidad sin traicionarla demasiado, proporcionándole un significado posible aunque no el único.

Por supuesto, estamos en la Biblioteca Nacional de París.

Las estanterías se suceden, los libros se clasifican, se colocan, aguardan, algunos infinitamente por si alguien en el futuro se acuerda de su existencia y los devuelve de nuevo a la luz. Mientras tanto el papel se deteriora, los textos impresos en él se desvanecen, y es preciso microfilmarlos, hoy en día digitalizarlos, para evitar su desaparición. Como de costumbre, de lo que nos habla Resnais es de la memoria y de sus caprichos, de su corrosión debida al tiempo, de su carácter selectivo, de sus manipulaciones, de sus extravíos… A diferencia de una cámara que capta en modo cinéma vérité, con la pretensión no de recrear el mundo sino de serlo, la cámara en el prodigioso cortometraje de Resnais actúa y al hacerlo le da forma a su propia realidad. Parafraseando a Walter Benjamin, Toda la memoria del mundo disuelve los géneros cinematográficos y crea el suyo propio. Y lo hace porque no está sometida por los temas que sometieron y frustraron a su generación, como la colonización o el Holocausto judío, a los cuales Resnais les había dedicado antes Las estatuas también mueren (Les statues meurent aussi, 1953, codirigido con Chris Marker) y Noche y niebla (Nuit et brouillard, 1955) respectivamente. Si en estos la memoria se remonta a hechos concretos del pasado inmediato (antes de que acabasen convirtiéndose en Historia con mayúsculas), Toda la memoria del mundo gira en torno a la memoria en general, encapsulada en formato libro y en la mayoría de los casos íntima. Pasamos, por tanto, del documental como documento al documental como ensayo fílmico. De la reconstrucción del pasado a la ciencia ficción. Hemos llegado al futuro.

Lo que nos interesa, no obstante, es un detalle juguetón de la película de Resnais para que esta pequeña pieza narrativa acabe de cobrar forma. Al comienzo, un libro se convierte en un ejemplo del proceso que sufren todos los volúmenes cuando buscan su lugar en una biblioteca. No es un libro cualquiera. Se trata del número 25 de la colección Petite Planète, coordinada por Chris Marker para la editorial Seuil entre 1954 y 1964. Una colección de guías de viaje que sirvieron de antítesis a las entonces populares guías Michelin, en las que se instaba a los viajeros a visitar lugares turísticos (de la Costa Azul a Italia), con detalladas descripciones de los monumentos, hoteles y restaurantes, y en cuyas portadas aparecía siempre un dibujo de algún paisaje pintoresco e inconfundible. Contra esa concepción homogeneizadora del viaje, Marker quiso proponer algo muy diferente. No eran ni guías, ni libros de historia, ni folletos turísticos, ni siquiera las impresiones de alguien que hubiese viajado con frecuencia a un país o una ciudad; eran, más bien, collages que demostraban la capacidad de una persona para hablar, de manera informada y visualmente sorprendente, sobre un lugar aun sin haber estado en él jamás. Hablar partiendo a veces de referencias extravagantes: tiras cómicas, películas, canciones, bares remotos, paisajes lejanos y poco frecuentados… Es decir, nada de lo que uno encontraría en esas guías que siempre conducen a las mismas cadenas hoteleras, a los mismos museos, a las mismas atracciones, a los mismos restaurantes con platos típicos a la luz de las velas…

Tras la Segunda Guerra Mundial, con las fronteras de muchos países cerradas, la intención de Petite Planète consistía en ofrecer un mundo para cada persona, un diálogo lo bastante incisivo y ocurrente como para no permitir que las ideas sobre Irán, China, Yugoslavia o la Unión Soviética se fosilizasen, cayendo en el lugar común. Marker no llegó a escribir ninguno de los libros de la colección, pese a lo cual su presencia puede notarse en todos ellos, a través de los rostros de mujer elegidos para cada una de las portadas y de las ilustraciones del interior, de tamaños variables y acompañadas por comentarios inesperados, o de las canciones o poemas reproducidos, dirigiendo siempre la escritura hacia el terreno del ensayo (entre la poesía y la narrativa, es decir en el terreno de la prosa) y convirtiendo la lectura en una continua fuente de felicidad. Así, España se convierte en un sangriento campo de batalla de la historia, Portugal en un melancólico fado con espectadores observando el Atlántico, Japón en un imperio de enigmas para la mirada occidental, la Unión Soviética en una elegía a la revolución y a la nostalgia de sus ayeres, China en un palimpsesto de pasados y en campo de pruebas para el futuro, Irán… Meditando sobre Petite Planète, Marker consideraba la colección no como ensayos literarios sino como «cine falsificado» (acaso la técnica o el género al que aspiran tantos libros y películas hoy en día, cuando la literatura y el cine –tal y como se concibieron a partir de la década de los 60 y hasta la reciente expansión y hegemonía de internet− ya parecen cosas de otro tiempo sobre las cuales se levantan continuas e inservibles actas de defunción).

El escritor Stefan Zweig creyó ver en su generación a un grupo de jóvenes que habían «cargado con el peso del destino, como, seguramente, ninguna otra en la historia». Según él, fueron los primeros en enterarse de cuanto sucedía en el mundo entero porque el cine, los periódicos y la radio ya no les permitían quedarse al margen. «Cuando las bombas arrasaban las casas de Shanghai, en Europa lo sabíamos sin salir de casa, antes de que evacuasen a los heridos. Todo lo que ocurría en otro extremo del mundo, a kilómetros de distancia, nos asaltaba en forma de imágenes vivas.» Por supuesto, hoy cualquiera que abra un diario o que vea las noticias en la televisión aguanta un peso tan grande e incluso mayor que el de Stefan Zweig. Aun así, su experiencia nos puede servir, además de para leer algunas de las mejores páginas de la literatura del siglo XX, para entender un par de cosas sobre las mutaciones sufridas por el concepto de cultura, que quizás nos vengan bien antes de evaluar la colección de guías de viaje propuestas por Chris Marker. Si Zweig decidió suicidarse porque ya no le veía futuro a Europa tal como él la había concebido desde su nacimiento, Chris Marker con Petite Planète intentó abandonar la idea del mundo como una serie de capitales cosmopolitas donde los estadounidenses y los europeos se movían cómodamente porque en ellas les esperaban clonaciones de sus propias culturas, y procuró dejar de ver a los occidentales como el centro del universo. Quería iluminar el mundo bajo una nueva luz que eludiese nuestro espíritu colonialista, que tiende a capturar imágenes de otras culturas como si se tratase de un cazador enjaulando fieras para luego exhibirlas en un zoológico o en un álbum de viajes.

Muchas de las guías de Petite Planète sugieren que buena parte del mundo se pierde por culpa de nuestra tendencia a observarlo todo de la misma manera, visitando atracciones muy similares y evitando las periferias, condenándonos así a vivir encerrados en un círculo que se desplaza con nosotros. En Hong Kong podemos ver un Kandinsky, en Teherán visitar la casa de una poetisa, en Buenos Aires maravillarnos en el interior de una iglesia de estilo neoclásico, en Laos hacer compras en un outlet de Zara, en Kampala curiosear entre los anaqueles de tres librerías internacionales… Está claro que más que antropólogos en Marte (como le habría gustado a Oliver Sacks) somos sociólogos en un universo McDonald’s. Por eso Marker nos anima a que le echemos imaginación al asunto y que diseñemos nuestros viajes apelando, además de a la realidad, a la fantasía. Se comporta como Don Draper (Jon Hamm) cuando en el último episodio de la primera temporada de Mad Men les dice a los ejecutivos de la compañía Kodak que el carrusel que han diseñado para proyectar diapositivas no es un simple cohete espacial, es más bien una máquina del tiempo. Por eso viajar en manos de Marker y a través de las guías de Petite Planète se convierte en algo así como un ejercicio de ciencia ficción. «No son guías, ni libros de historia, ni folletos propagandísticos, ni impresiones viajeras; son conversaciones con personas a las que nos gustaría escuchar porque son sensibles e inteligentes, y porque saben cosas insólitas sobre países adonde nos gustaría ir aunque solo sea con nuestra imaginación.»

Éditions du Seuil lanzó la colección Petite Planète ofreciendo en aquellas guías «un mundo hecho a la medida de cada lector/viajero». No obstante, Marker ante todo intentaba explorar un territorio abierto a muchas posibilidades: el ensayo. Buscaba estructuras abiertas, porosas, flexibles; no le interesaba ni la cronología ni el rigor, ni siquiera el sentido común. Solo pretendía que los libros se moviesen con libertad pero con brújula. Por eso encargó las guías a personas de su confianza, advirtiéndoles que luego, durante el proceso de maquetación, él intervendría de manera caprichosa, añadiendo fotografías propias o ajenas sin que necesariamente ilustrasen los textos aunque con la capacidad para enriquecerlos a través de las intersecciones más descabelladas, como notas a pie de página que convertían cada número de la colección en un libro múltiple. Cuanto más cercano era el destino propuesto (por ejemplo Grecia o Túnez), más extrañas se volvían las relaciones entre las palabras y las imágenes, como si nuestros países vecinos defendiesen sus diferencias a pesar de la cercanía. El tamaño de las fotografías en las páginas varía, también los tipos, en definitiva las reglas de cualquier lectura porque las guías de Petite Planète no se ajustan a ningún género, los abarca todos y se funde con ellos para encontrar nuevos caminos, nuevas rutas que no nos conduzcan al mundo tal como creemos conocerlo y que en lugar de eso nos devuelvan a él en una versión más amplia e inabarcable, menos categórica, lejos de las agencias turísticas y las visitas guiadas.

Vemos a un irlandés paseando por las calles de Galway con un conejo en la cabeza o señales de carretera en Bulgaria que no conducen a ninguna parte, y entre medias se cuelan otras imágenes captadas por Henri Cartier−Bresson, Inge Morath, Robert Capa, David Seymour, Elliot Erwitt, la cineasta Agnès Varda (que comenzó siendo fotógrafa) o William Klein en los destinos más inesperados. Es el método de Marker para no establecer fronteras entre los hechos y sus periferias, entre la historia oficial y la historia personal, entre lo real y la magia de lo real, entre la seriedad y el humor, entre las guías turísticas y la literatura... Lo único que se repite son los rostros de actrices, políticos, escritores o gente normal, insinuándose en ellos un secreto no compartido del todo, una geografía que podemos ver y cartografiar sin atravesarla por completo. No nos permiten saber qué expresan pero al menos nos permiten cuestionarnos cómo lo interpretamos nosotros.

En Toda la memoria del mundo, el número 25 de Petite Planète llega a la Biblioteca Nacional de París y enseguida es sellado, clasificado y colocado entre los severos volúmenes seguramente de una enciclopedia, y parece decirnos algo antes de que lo perdamos de vista, algo visible en la mirada de la mujer de la portada pero de difícil descodificación, acaso algo íntimo y comprensible si no nos enredamos demasiado en consideraciones conceptuales y atendemos al hecho de mirar, observar, ver en su sentido más inmediato y, por consiguiente, más profundo. Manteniendo las distancias. Ese mismo gesto −idéntico− de querer decir algo manteniendo las distancias, algo inmediato y profundo antes de perderse de vista en la biblioteca infinita y perfecta de Borges o en la Biblioteca Nacional de París, es lo que Chris Marker pretendía que ofreciesen aquellas guías.

Creo que no hace falta decir que el número 25 de Petitè Planète estaba dedicado a Marte, y aun así lo digo.