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El último que apague la vela

Entrevista a Hervé Kempf
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Desde Atocha hasta La Casa Encendida me crucé con más rostros de los que podía llegar a ver un campesino medieval en su vida entera. Estaba atravesando Lavapiés para entrevistar a Hervé Kempf, que daba la conferencia “La crisis ecológica” dentro del ciclo El mundo en 2025 , y la idea de la superpoblación me asaltaba desde su manifestación más cañí. La especulación sobre 2025 parece una predicción ambiciosa, pero si calculamos hacia atrás llegaremos sólo a 2005, que fue anteayer. Es posible que aún tengamos en el congelador alimentos comprados en 2005, así que, lo que fuera que Kempf iba a vaticinar en su charla, estaba a la vuelta de la esquina. Puede que lleves esos mismos zapatos cuando tengas que huir de la subida de la marea.

Hervé Kempf, periodista y escritor francés de 57 años, lleva casi treinta dedicado a los temas medioambientales. Desde la publicación online Reporterre, fundada por él en 1989, cubre un amplio espectro de noticias bajo las grandes secciones de Ecología, Sociedad, Libertades y Alternativas. La división es interesante, porque Kempf aborda los problemas verdes desde un punto de vista más sociológico que científico. Me recibe cansado por el viaje y las entrevistas anteriores, pero sonriente.

-Sus tesis parecen estar perfectamente resumidas en los títulos de sus libros (Para salvar el planeta, salir del capitalismo; Cómo los ricos destruyen el planeta; L’oligarchie ça suffit, vive la démocratie…). Su idea central es que el modo de vida occidental nos está llevando a un callejón sin salida. ¿Hemos llegado ya?

–contesta Kempf, y se ríe a pesar de lo inquietante de la afirmación–. En los países ricos estamos viviendo una situación de desigualdad profunda. La desigualdad ha crecido de manera regular en casi todos los países, lo que conduce a una transformación de las estructuras sociales y políticas que ha arrastrado a un pequeño número de gente a acumular el poder político, económico y mediático. Esta gente, a la que llamamos “la oligarquía”, mantiene unos privilegios y sostiene un sistema basado en el despilfarro y el alto consumo. A la vez, este consumo tan elevado proyecta un modelo para toda la sociedad, define el modelo cultural basado en el consumo y por si fuera poco, como rechaza la corrección de las desigualdades, busca a cualquier precio el crecimiento económico. El modelo arrastra a toda la población a buscar el mayor crecimiento posible, lo que conduce a un conflicto ecológico muy acusado.

Según explicó Kempf dos horas después, en su conferencia, hasta más o menos el siglo XVI y a grandes rasgos, todas las sociedades vivieron de manera similar. A partir de entonces su nuevo libro, aún no traducido en España, se titula Fin de Occidente, nacimiento del mundo– Occidente aprieta el paso, alimentado por la riqueza extraída de las colonias. Ya no es necesario que la fuente de energía se encuentre a la distancia de un brazo de quien la va a disfrutar. Este proceso conoció un aceleramiento furioso en los últimos años setenta: es lo que Paul Krugman nombró como La gran divergencia. Y este es un foxtrot que hace perder el paso tanto a unos países con respecto a otros como a tantos habitantes de las sociedades industrializadas que desde el fin de la Segunda Guerra Mundial habían creído –porque la habían vivido– en una moderada pero constante mejora de sus condiciones de vida.

Le pregunto a Kempf si esta transformación de Accatone  en Beppe Grillo pasando por Gianni Agnelli está en la naturaleza del capitalismo, o si este podía no haberse comportado como un escorpión.

–Yo parto de un enfoque histórico del capitalismo. El capitalismo es la forma histórica en la que vivimos. Una economía basada en la idea de que el individuo y la fuerza libre de los individuos conducirán a la riqueza colectiva, siempre que cada individuo esté motivado o gobernado por la búsqueda de la maximización de su interés y de su beneficio. La acumulación de capital permitirá un mayor beneficio. Como filosofía, el capitalismo es socialmente individualista; unos están en competencia con los otros y todo intercambio en el seno de la sociedad está regulado de manera mercantil. El capitalismo, esa forma histórica, ha alcanzado su apogeo, su madurez y ha llegado a un bloqueo. Si comenzamos a darnos cuenta de que hace falta mayor cooperación, que hay que frenar la competencia, que no hay por qué monetizar ni transformar en mercancía toda la naturaleza, que los individuos no están animados solamente por la persecución de sus intereses, ingresamos en una sociedad que ya no es capitalista.

A lo largo de la conferencia, Kempf insiste en que la situación en que nos encontramos no es sostenible ni siquiera sobre los profundamente injustos pilares de una sociedad precarizada, abocada al paro y a la miseria. Es urgente que los poderes públicos tomen medidas. Dos son los panoramas posibles que tenemos por delante, y de uno ya se ve la humareda:

A) Oligarquía autoritaria

A la conciencia ya generalizada de que unos pocos instalados se están aprovechando de la miseria creciente de los demás sin nunca padecer las consecuencias de sus desmanes, esta clase dirigente responde con mayor autoritarismo, mayor despliegue policial, mayor control de los medios de comunicación, la búsqueda de chivos expiatorios, la exacerbación de los nacionalismos y la tentación de la guerra (que es tanto una cortina de humo –bastante espesa, por cierto– como una carrera hacia el dominio de los recursos naturales).

B) La ecología justa

Las sociedades del norte se organizan para adaptarse a las nuevas condiciones. Se sustenta en tres ejes políticos:

            –Retomar el control de los mercados financieros y los bancos.

            –Reducir las desigualdades y cambiar el modelo cultural del consumo.

            –Recuperar la riqueza colectiva de la que se han apropiado los ricos y devolverla a la sociedad.

Se trata de ir hacia la “ecologización de la economía”, y estos pasos debe darlos toda la sociedad al mismo tiempo. No hay una solución milagrosa, pero las medidas hay que tomarlas ya. El sistema actual no puede durar. No es un dilema verdadero elegir entre una “sobriedad feliz” o quedarnos bloqueados en un sistema cultural que nos lleva al desastre ecológico.

-¿Cómo están reaccionando los ciudadanos europeos a este estado de cosas?

–En todos los países de Europa se da una dominación por parte de la oligarquía, por el capitalismo. Todos los gobiernos siguen principios neoliberales. Nosotros tenemos a Hollande, ustedes tienen a Rajoy, a la cabeza de la Comisión Europea tenemos al ex primer ministro del principal paraíso fiscal del mundo, el responsable del área del Cambio Climático es un español, Miguel Arias Cañete, que ha tenido intereses en petroleras... Así que los gobiernos están todos ligados a lo mismo. Sé que en Francia hay una lucha ecológica cada vez más activa; en España, el movimiento de los Indignados tiene mucho que ver con Podemos, y en  muchos otros sitios hay batallas en marcha. Sé que en Grecia existe un movimiento social muy fuerte, pero la dificultad reside en que no hay todavía perspectivas políticas claras, y que además de que las cosas van mal, hay un pequeño grupo de gente beneficiándose de eso: todo esto se vuelca en la extrema derecha, en movimientos muy nacionalistas, de identidad regional y nacional que van a dar con una solución. De modo que la rebelión no va en la dirección que podría desearse, que es la de la ecología, de la justicia social, de la cooperación generalizada, y hay una corriente que se reencuentra en formas muy nacionalistas, muy identitarias. Pondré un ejemplo de fuera de Europa que me ha impresionado mucho. La India ha conocido, en los últimos dos o tres años, un movimiento contra la corrupción muy poderoso. Se trata de un movimiento que ha partido de la sociedad, desde abajo. Las elecciones han llevado a la victoria del partido nacionalista, el hinduista [se trata del partido Bharatiya Janata], que sigue una agenda neoliberal, totalmente capitalista. Esta es la dificultad en la que nos podemos encontrar: que toda esta desazón, toda esta ira en escalada puede acabar orientada por la oligarquía y por el capitalismo hacia formas autoritarias, hacia formas muy nacionalistas. En cierto modo, el capitalismo, la oligarquía, puede jugar con estos derechos y tratar de recuperarlos.

Supongo que mientras los gobiernos se ponen de acuerdo en si dejar o no de hacerse el seppuku con una katana con la empuñadura de ébano y diamantes, los ciudadanos pueden ir tomando alguna decisión por sí mismos aparte de reciclar sus desperdicios en dos cubos o bien tres. Por eso le pregunto si cree que la creciente tendencia de la migración al campo desde las ciudades, por parte de significativos sectores de la juventud, prefigura algo o no es más que la reacción de cuatro cosmopolitas hastiados deseosos de probar algo nuevo.

–Creo que es una tendencia importante. No sé si se trata de mucha gente, pero hay parte de la juventud que lo hace. Sé que en Grecia y también en Francia hay bastante gente que está cansada y que se dice: “Vamos a recuperar la autonomía, vamos a vivir con más contención”. En cierto modo, es una manera de salir de esta filosofía capitalista, que es siempre tan individualista, que siempre persigue tener más, que se basa en la competencia. Generalmente, la gente que toma este rumbo está dispuesta a vivir con muy poco, normalmente bajo la lógica de la cooperación y para recuperar una relación con la naturaleza que sienten que han perdido. Creo que esto expresa algo muy positivo, y que cada vez más hay parte de la juventud –no toda, pero sí una parte– que dice que esta sociedad no funciona y no representa el futuro. El futuro está en otra parte. Por otro lado, no creo que veamos a cuarenta o cuarenta y cinco millones de españoles, o sesenta y cinco millones de franceses, metidos en pueblos pequeños. Estos desplazamientos se van a quedar en algo muy pequeño que no va a hacer tambalearse al sistema general. Para desmontar el sistema hay que hacerlo desde las ciudades, donde se ha de cambiar el modo de vida. Es ahí donde hay que probar las experiencias de cooperación, de sobriedad, de otros tipos de relación social. Cuando uno está en una ciudad, ve que la vida sigue regida por un modelo capitalista, de consumo, con una publicidad muy invasiva, con la gente que coge el metro, el coche… y ve lo difícil que es salir de la cultura del consumo. Que haya una parte, yo no diría muy grande, pero sí significativa, de gente que dice “quiero vivir de otra manera”, es algo que me parece muy positivo. Este tipo de cultura viene a revitalizar la vida en la ciudad.

-Parece claro que los occidentales debemos rebajar nuestro nivel de consumo, para encontrarnos con los países en vías de desarrollo en lo que se conoce como La gran convergencia una igualación del consumo y las condiciones de vida, que por otro lado nos permitiría a nosotros no caer en un futuro distópico. ¿Pero cómo deben actuar los demás países para abordar este problema planetario? ¿Cómo se les puede exigir que frenen un desarrollo que nosotros ya hemos conocido y que por fin parece acercarles posibilidades hasta ahora remotas?

–Somos nosotros, los países ricos, los que debemos cambiar eso. En mi libro hablo como europeo y hablo a los europeos –y a los americanos del Norte–. En mi discurso no les digo a los chinos ni a los bolivianos que haya que hacer disminuir el consumo material, sino a los españoles, a los franceses, a los norteamericanos. Sí, es necesario que nosotros bajemos el consumo material, y eso por la razón que ha mencionado usted: que si seguimos queriendo tener de todo, pantallas gigantes de plasma, teléfonos, cosas bonitas, etc., los bolivianos, los argelinos, los indonesios dirán: “¡Nosotros también!”. Porque actualmente la cultura es mundial y todos sabemos cómo se vive, y no hay razón para que un francés tenga más que un indonesio. De modo que la única vía para llegar a una estabilidad en el consumo material global, que es la verdadera solución a la cuestión ecológica, es reducir las diferencias entre los países ricos y los países en vías de desarrollo. Para hacerlo hace falta que las sociedades ricas, donde ya existen unas desigualdades muy acusadas, reduzcamos las desigualdades. Y debemos hacerlo a escala mundial y en el seno de cada sociedad. O para decirlo de otro modo, la solución al problema ecológico es la reducción de las desigualdades en el mundo y en el seno de las sociedades desarrolladas.

Así que la cuestión es esa. Tenemos poco tiempo para decidir qué vestido le vamos a poner al mito del progreso, que está desnudo.