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El fin, los medios y los pecados de The jinx
Robert Durst fue detenido por el FBI en Louisiana, acusado de asesinato en primer grado, el pasado 14 de marzo, un día antes de la emisión en la HBO del último episodio de la serie documental The jinx, que acaba con él haciendo un soliloquio en el baño rematado por una sorprendente confesión. Las palabras las grabó el micrófono que le habían puesto para una entrevista ya finalizada y que todavía no se había quitado. “¿Que qué demonios hice? Matarlos a todos, claro”, se le oye decir al millonario, oveja negra de una de las familias más ricas de Nueva York. Todos se supone que son su esposa, Kathie McCormarck, que desapareció sin dejar rastro en febrero de 1982; su vieja amiga Susan Berman, asesinada en diciembre de2000, y Morris Black, un vecino suyo al que se encontró descuartizado en septiembre de 2001.
The jinx, que acaba de ganar el Emmy a la mejor serie documental, ha sido una de las sensaciones televisivas del año y ha propiciado la reapertura judicial de un asunto sin resolver y la detención del sospechoso, que hasta ahora, y pese a haber sido señalado en otras ocasiones, siempre había salido airoso. Pero también ha desencadenado un intenso debate sobre los discutibles métodos empleados por los responsables de la serie y las turbias relaciones entre documental, periodismo, servicio público y espectáculo. Incluso sin haberla visto, la coincidencia entre su pase televisivo y la detención ya debería ser motivo para disparar alguna alarma. Sobre todo teniendo en cuenta que los cineastas dicen que tenían grabada la supuesta confesión desde 2012, pese a que no la facilitaron a las autoridades hasta hace unos meses, con el argumento de que antes no habían oído la frase autoinculpatoria, agazapada en la cola de la última cinta de la entrevista. Si con esto ya es suficiente para ir frunciendo el ceño, ver los seis capítulos permite escandalizarse, y no sólo por la escalofriante historia que cuentan. Algo huele a podrido en The jinx, además de su sospechosísimo protagonista.
El director de la serie, Andrew Jarecki es también el de Capturing the Friedmans (2003), un hito del cine documental y, especialmente, del dedicado a la crónica negra, el llamado True Crime Storytelling, modalidad popularísima en Estados Unidos de la que The jinx pretende erigirse en último grito. Jarecki ya se había ocupado de Robert Durst. Lo hizo en una película de ficción, All good things (2010), que apenas disimulaba que se basaba en su caso con el levísimo subterfugio de cambiar el nombre a los personajes. All good things no explicitaba la culpabilidad de Durst, pero, eso sí, la insinuaba a voz en grito. Pese a ello, tras el estreno del film, un fracaso de crítica y público, el propio señalado contactó con Jarecki, y se ofreció a ser entrevistado para explicar su versión de los hechos. La vida te da sorpresas, cantaba Rubén Blades. Que se lo digan ahora también al enjaulado Durst.
Esa entrevista tan deseada como imprevista es el origen de The jinx, el primero de cuyos problemas, aunque puede que también el menor de ellos, es que la charla no aporta gran cosa antes de la asombrosa revelacion final. Si acaso, morbo y misterio, porque el tipo, un enigma, inquieta y desconcierta. Ese aura perturbadora, eso sí, viene reforzada por un dispositivo narrativo encaminado a lograr que el espectador proyecte sobre el rostro, la gestualidad y las explicaciones del excéntrico Durst las sospechas que se lanzan sobre él desde el mismo subtítulo, La vida y las muertes de Robert Durst, que ya le atribuye los fallecimientos gracias a esa preposición maliciosa y calculadamente ambigua. Pese a la afirmación que hace Jarecki de que Durst le cae bien, el relato está construido desde la presunción de culpabilidad pura y dura.
Ese sesgo se evidencia a las claras en las recreaciones de los hechos que puntean toda la serie. Las recreaciones, permitan la digresión, son una técnica tan controvertida como recurrente desde que Errol Morris las incorporó en su fundacional The thin blue line (1989), la primera película que sirvió para exonerar a un condenado por un crimen que no había cometido, la que abrió la veda del true crime y la que The jinx toma de reverenciado modelo, aunque acabe traicionándolo. Las a menudo ortopédicas recreaciones, artificios evidentes incrustados con calzador en relatos que se pretenden veraces, han hecho fortuna tanto en documentales de cine como en reportajes televisivos, sea cual sea el grado de sensacionalismo que los adorne. Para desactivar cualquier justificación sobre su pertinencia, bastaría con remitirse a Shoah (1985), donde Claude Lanzmann no precisa de ellas –ni de imágenes de archivo–, para construir su monumental disección del mayor de los crímenes del siglo XX. Pero, prescindiendo de maximalismos, concedamos que “hay recreaciones y recreaciones”, como dice el propio Morris, que explica las suyas, alejadas de las estridencias de la televisión más amarilla, como un método investigador que le permite contraponer pruebas o testimonios contradictorios. En The thin blue line, cada vez que se recrea el crimen, hay cambios respecto de la vez anterior; se incorporan elementos nuevos a medida que van aflorando mediante pruebas y testigos. “Cuento una historia sobre cómo la policía y los periódicos se equivocaron. Trato de explicar (1) la que creo que es la historia real y (2) por qué se equivocaron. Tomo las piezas del falso relato, las reorganizo, enfatizo nuevos detalles y construyo un nuevo relato”, explicaba Morris en una entrevista reciente en Vulture.
Pero The jinx queda muy lejos de esos protocolos quirúrgicos. Las formularias –y pretendidamente esteticistas– reconstrucciones de Jarecki están al servicio del efectismo y el impacto dramático. Como la de la ejecución de Susan Berman, estilizadísima, al ralentí y repetida hasta la saciedad y los créditos, de los que forma parte junto con otros momentos de impacto. Además, la fórmula aquí no se acota a los crímenes, también se aplica a otros supuestos episodios protagonizados por el asesino, una figura anónima pero de aspecto siempre calculadamente similar al de Durst, señalado así una y otra vez de forma tan artera como elocuente. He aquí, hecha carne –la del intérprete de rostro en penumbra–, la insidiosa presunción de culpabilidad que contamina toda la serie.
Las –vistosas, eso sí– recreaciones sirven en todo caso para salsear una narración que quizá los documentalistas encontraban que les estaba quedando demasiado plana debido a la falta de revelaciones en la entrevista a Durst que cose la serie. Eso, hasta el giro del quinto capítulo, cuando la sensación de rutina que atraviesa los cuatro anteriores da paso a un desenlace tan progresivamente insólito como impactante a la postre. El pecado mortal de The jinx son las tropelías a que se entregan sus autores para conseguir el cambio de ritmo, al lado de las cuales hasta las recreaciones se antojan fruslerías.
El giro lo propicia el hallazgo de una carta escrita por Durst a Berman, su antigua amiga, con una caligrafía muy similar a la de otra misiva en que el asesino de ésta informaba a la policía de que la encontraría muerta en casa. En ambos sobres, además, se repite un mismo error: donde debiera decir Beverly (Hills), dice Beverley. La vida que te sigue dando sorpresas y Jarecki y su equipo que, ay, deciden no entregarla a las autoridades hasta volver a convocar a Durst para confrontarle a la prueba incriminatoria. Será al final de esa segunda entrevista, climático reencuentro preparado y servido, previo calentamiento a fuego lento, cual duelo final de western, cuando, hablando solo en el baño, se le oirá decir primero “Te han cogido” y lanzar después la escalofriante afirmación final.
Jarecki justifica la decisión de guardar la prueba porque era el forceps con el que intentar extraerle al sospechoso la verdad. La prueba, material sensibilísimo que resulta que no se sabe cuánto tiempo conservó. Según el cineasta, que no se pierda nadie, la última entrevista tuvo lugar en abril de 2012. En The jinx se explica que Durst era reacio a hacerla, y que sólo accedió cuando necesitó que Jarecki testificara a su favor tras ser detenido por haber vulnerado una orden de alejamiento solicitada por su hermano Douglas. El problema de la version de Jarecki es que la detención se produjo... ¡en 2013! El director eludió aclarar estos líos temporales en una entrevista en The New York Times el 16 de marzo, y justo después cayó en la cuenta de que lo mejor era no hacer más declaraciones porque era probable que tuviera que testificar en el juicio. Así lo anunció en un comunicado que decía, eso sí: “Podemos confirmar que las evidencias (incluyendo el sobre y la grabación del lavabo) fueron entregadas a las autoridades hace meses”. En, cambio, en una entrevista en The Hollywood Reporter con la que Jarecki rompió su silencio hace unas semanas, el cineasta afirma que entregó las pruebas dos años antes de la emisión. Con lo que toca afinar en una investigación criminal, qué poco afina el cineasta a la hora de desvelar sus trucos.
Se entiende. Maniobrar para dilatar la entrega a las autoridades de nuevas pruebas halladas durante la investigación con fines aparentemente periodísticos –o cinematográficos–, quizá también comerciales, es hacer malabarismos con explosivos. Y más cuando podrían servir para encerrar a un asesino que se supone que anda suelto y se parece al actor usado en las recreaciones. Otro caso, para contrastar: durante el rodaje de la primera parte de Paradise Lost (1996, 2000, 2011), trilogía documental sobre los errores policiales y judiciales que propiciaron la condena de tres inocentes por los asesinatos de tres niños en la localidad de West Memphis, los cineastas entregaron un cuchillo que les había regalado el padre de una de las víctimas para que fuera analizado durante el juicio que ellos mismos estaban filmando, porque detectaron que tenía restos de sangre. “Decidimos que ser buenos ciudadanos es más importante que cualquier proyecto cinematográfico, y entregamos el cuchillo a la fiscalía pensando que eso iba a ser la sentencia de muerte de nuestro proyecto”, ha recordado en The Huffington Post Joe Berlinger, uno de los directores junto al fallecido Bruce Sinofsky. La prueba no resultó relevante, y el film, afortunadamente, pudo completarse.
Para Berlinger, cuya trilogía, otro jalón ya clásico del true crime, prescinde de recreaciones, el éxito de The jinx evidencia “la difuminación de los límites entre la información y el espectáculo”. Los documentales, dice, permiten “profundizar y conseguir respuestas”, pero plantean dilemas en torno a prácticas justificadas por la vertiente espectacular, como la dosificación de la información con fines dramáticos o la recreación de “detalles morbosos que son dolorosos para los implicados”. Dilemas de los que, para él, el más importante sigue siendo cuándo comunicarle a la policía un hallazgo clave para el caso. Berlinger cree que ahora haría con el cuchillo lo mismo que hizo hace casi dos décadas, pero advierte que hoy “el entretenimiento documental está sometido a muchas presiones por las audiencias” que no existían en 1996. ”Ahí es donde las cosas se ponen un poco turbias”.
No ayuda a aclarar las turbulencias que el propio Jarecki afirme, en un momento de su documental, que su primer objetivo es “hacer justicia”. Morris, que mientras duró su investigación para The thin blue line también retuvo pruebas que finalmente acabó facilitando pero que alega que el que él abordó era un caso ya sentenciado, ha evitado valorar The jinx, aunque ha aportado un matiz sustancioso: para él, el objetivo del documental, su función –de ahí su uso de las recreaciones– es hacer pensar al espectador “acerca de lo que es verdadero y lo que es falso”. Explica que cuando alguien le dice que su película sacó a un inocente de la cárcel él le recuerda que el film volcó la atención nacional en un caso oscuro y poco conocido, pero las que le sacaron de la cárcel “fueron las pruebas” –descubiertas durante la preparación del film, sí–. Afina, Morris. La función del documentalista, como la del periodista, es hacer aflorar la verdad, contarla. Ahora bien, la verdad –como la mentira– tiene consecuencias, y a veces, una puede ser que se haga justicia. Jarecki se salta un paso a la hora de fijar objetivos. Y eso, como sus malabarismos, tiene sus riesgos.
Queda aún el asunto del protagonismo que adquiere el mismo Jarecki, no ya fuera del relato y como consecuencia de la investigación y las prácticas que lleva a cabo, sino incluso dentro del mismo. Cuadrando el círculo de los paralelismos que trata de establecer todo el tiempo con su principal referente, The jinx acaba igual que The thin blue line, con una entrevista rematada con una confesión. Sin embargo, mientras en su película, Morris nunca aparece en pantalla, y su voz solo se escucha al hacer las preguntas en esa entrevista final de la que sólo se grabó el audio –como pasó con el soliloquio de Durst–, en The jinx no sólo se nos pone en escena la entrevista, sino sus preliminares, el fuego lento, incluyendo las dudas y los miedos del propio documentalista, explotados como herramienta al servicio de la creación de suspense, de la preparación del clímax.
El exhibicionismo de Jarecki es hijo de su tiempo, claro. Ni a Morris ni a Berlinger y Sinofsky se les ocurrió salir en sus películas –estos últimos sólo aparecen brevemente en la tercera parte de su trilogía–, pese a que su trabajo fue clave para remover los casos de los que se ocuparon. En cambio en The jinx, abonada también a la técnica, en boga, de combinar el reporterismo con el making of del propio reportaje, Jarecki cae en el exhibicionismo michaelmooreniano –cuando acosa con sus cámaras, incluida una aparentemente oculta, al poderoso Douglas Durst, que no quiere saber nada ni de su díscolo hermano Robert, para él un apestado, ni del documental–, y acaba situándose en primer plano, incluso por delante de su historia. Quizá no es más que la coda a la tendencia a vigorizar el cine documental a base de imprimirle cada vez más técnicas propias del cine espectáculo, singularmente el thriller. ¿O qué son, pese a sus marcadas diferencias, El impostor (Bart Layton, 2012), Seré asesinado (Justin Webster, 2013), Red Army (Gabe Polsky, 2014), la oscarizada Citizenfour (Laura Poitras, 2014) o tantos otro títulos sino thrillers trepidantes? Quizá el paso que faltaba, en esta escalada espectacularizante de las técnicas del relato de no ficción, fuera la irrupción del propio documentalista asumiendo explícitamente el rol del detective protagonista que, con o sin licencia, profesional o amateur, no puede faltar en todo policíaco que se precie.
En fin, vistos su Emmy, su éxito y su tremendo impacto, que según The Hollywood Reporter han propiciado que la HBO se plantee darle continuidad, está claro que son legión los que consideran que todo esto son minucias; al fin y al cabo, Robert Durst es un tipo de lo más siniestro y, a la vista de las pruebas, muy probablemente un asesino que ahora, y gracias a Jarecki, está fuera de circulación y podría finalmente ser condenado. Es lo que también piensan los protagonistas que se toman la justicia por su mano en tantos thrillers de tocomocho y los productores que los perpetran confiando en reventar las taquillas. Que, en determinadas circunstancias, el fin justifica los medios.
El fin, los medios y los pecados de The jinx
Robert Durst fue detenido por el FBI en Louisiana, acusado de asesinato en primer grado, el pasado 14 de marzo, un día antes de la emisión en la HBO del último episodio de la serie documental The jinx, que acaba con él haciendo un soliloquio en el baño rematado por una sorprendente confesión. Las palabras las grabó el micrófono que le habían puesto para una entrevista ya finalizada y que todavía no se había quitado. “¿Que qué demonios hice? Matarlos a todos, claro”, se le oye decir al millonario, oveja negra de una de las familias más ricas de Nueva York. Todos se supone que son su esposa, Kathie McCormarck, que desapareció sin dejar rastro en febrero de 1982; su vieja amiga Susan Berman, asesinada en diciembre de2000, y Morris Black, un vecino suyo al que se encontró descuartizado en septiembre de 2001.
The jinx, que acaba de ganar el Emmy a la mejor serie documental, ha sido una de las sensaciones televisivas del año y ha propiciado la reapertura judicial de un asunto sin resolver y la detención del sospechoso, que hasta ahora, y pese a haber sido señalado en otras ocasiones, siempre había salido airoso. Pero también ha desencadenado un intenso debate sobre los discutibles métodos empleados por los responsables de la serie y las turbias relaciones entre documental, periodismo, servicio público y espectáculo. Incluso sin haberla visto, la coincidencia entre su pase televisivo y la detención ya debería ser motivo para disparar alguna alarma. Sobre todo teniendo en cuenta que los cineastas dicen que tenían grabada la supuesta confesión desde 2012, pese a que no la facilitaron a las autoridades hasta hace unos meses, con el argumento de que antes no habían oído la frase autoinculpatoria, agazapada en la cola de la última cinta de la entrevista. Si con esto ya es suficiente para ir frunciendo el ceño, ver los seis capítulos permite escandalizarse, y no sólo por la escalofriante historia que cuentan. Algo huele a podrido en The jinx, además de su sospechosísimo protagonista.
El director de la serie, Andrew Jarecki es también el de Capturing the Friedmans (2003), un hito del cine documental y, especialmente, del dedicado a la crónica negra, el llamado True Crime Storytelling, modalidad popularísima en Estados Unidos de la que The jinx pretende erigirse en último grito. Jarecki ya se había ocupado de Robert Durst. Lo hizo en una película de ficción, All good things (2010), que apenas disimulaba que se basaba en su caso con el levísimo subterfugio de cambiar el nombre a los personajes. All good things no explicitaba la culpabilidad de Durst, pero, eso sí, la insinuaba a voz en grito. Pese a ello, tras el estreno del film, un fracaso de crítica y público, el propio señalado contactó con Jarecki, y se ofreció a ser entrevistado para explicar su versión de los hechos. La vida te da sorpresas, cantaba Rubén Blades. Que se lo digan ahora también al enjaulado Durst.
Esa entrevista tan deseada como imprevista es el origen de The jinx, el primero de cuyos problemas, aunque puede que también el menor de ellos, es que la charla no aporta gran cosa antes de la asombrosa revelacion final. Si acaso, morbo y misterio, porque el tipo, un enigma, inquieta y desconcierta. Ese aura perturbadora, eso sí, viene reforzada por un dispositivo narrativo encaminado a lograr que el espectador proyecte sobre el rostro, la gestualidad y las explicaciones del excéntrico Durst las sospechas que se lanzan sobre él desde el mismo subtítulo, La vida y las muertes de Robert Durst, que ya le atribuye los fallecimientos gracias a esa preposición maliciosa y calculadamente ambigua. Pese a la afirmación que hace Jarecki de que Durst le cae bien, el relato está construido desde la presunción de culpabilidad pura y dura.
Ese sesgo se evidencia a las claras en las recreaciones de los hechos que puntean toda la serie. Las recreaciones, permitan la digresión, son una técnica tan controvertida como recurrente desde que Errol Morris las incorporó en su fundacional The thin blue line (1989), la primera película que sirvió para exonerar a un condenado por un crimen que no había cometido, la que abrió la veda del true crime y la que The jinx toma de reverenciado modelo, aunque acabe traicionándolo. Las a menudo ortopédicas recreaciones, artificios evidentes incrustados con calzador en relatos que se pretenden veraces, han hecho fortuna tanto en documentales de cine como en reportajes televisivos, sea cual sea el grado de sensacionalismo que los adorne. Para desactivar cualquier justificación sobre su pertinencia, bastaría con remitirse a Shoah (1985), donde Claude Lanzmann no precisa de ellas –ni de imágenes de archivo–, para construir su monumental disección del mayor de los crímenes del siglo XX. Pero, prescindiendo de maximalismos, concedamos que “hay recreaciones y recreaciones”, como dice el propio Morris, que explica las suyas, alejadas de las estridencias de la televisión más amarilla, como un método investigador que le permite contraponer pruebas o testimonios contradictorios. En The thin blue line, cada vez que se recrea el crimen, hay cambios respecto de la vez anterior; se incorporan elementos nuevos a medida que van aflorando mediante pruebas y testigos. “Cuento una historia sobre cómo la policía y los periódicos se equivocaron. Trato de explicar (1) la que creo que es la historia real y (2) por qué se equivocaron. Tomo las piezas del falso relato, las reorganizo, enfatizo nuevos detalles y construyo un nuevo relato”, explicaba Morris en una entrevista reciente en Vulture.
Pero The jinx queda muy lejos de esos protocolos quirúrgicos. Las formularias –y pretendidamente esteticistas– reconstrucciones de Jarecki están al servicio del efectismo y el impacto dramático. Como la de la ejecución de Susan Berman, estilizadísima, al ralentí y repetida hasta la saciedad y los créditos, de los que forma parte junto con otros momentos de impacto. Además, la fórmula aquí no se acota a los crímenes, también se aplica a otros supuestos episodios protagonizados por el asesino, una figura anónima pero de aspecto siempre calculadamente similar al de Durst, señalado así una y otra vez de forma tan artera como elocuente. He aquí, hecha carne –la del intérprete de rostro en penumbra–, la insidiosa presunción de culpabilidad que contamina toda la serie.
Las –vistosas, eso sí– recreaciones sirven en todo caso para salsear una narración que quizá los documentalistas encontraban que les estaba quedando demasiado plana debido a la falta de revelaciones en la entrevista a Durst que cose la serie. Eso, hasta el giro del quinto capítulo, cuando la sensación de rutina que atraviesa los cuatro anteriores da paso a un desenlace tan progresivamente insólito como impactante a la postre. El pecado mortal de The jinx son las tropelías a que se entregan sus autores para conseguir el cambio de ritmo, al lado de las cuales hasta las recreaciones se antojan fruslerías.
El giro lo propicia el hallazgo de una carta escrita por Durst a Berman, su antigua amiga, con una caligrafía muy similar a la de otra misiva en que el asesino de ésta informaba a la policía de que la encontraría muerta en casa. En ambos sobres, además, se repite un mismo error: donde debiera decir Beverly (Hills), dice Beverley. La vida que te sigue dando sorpresas y Jarecki y su equipo que, ay, deciden no entregarla a las autoridades hasta volver a convocar a Durst para confrontarle a la prueba incriminatoria. Será al final de esa segunda entrevista, climático reencuentro preparado y servido, previo calentamiento a fuego lento, cual duelo final de western, cuando, hablando solo en el baño, se le oirá decir primero “Te han cogido” y lanzar después la escalofriante afirmación final.
Jarecki justifica la decisión de guardar la prueba porque era el forceps con el que intentar extraerle al sospechoso la verdad. La prueba, material sensibilísimo que resulta que no se sabe cuánto tiempo conservó. Según el cineasta, que no se pierda nadie, la última entrevista tuvo lugar en abril de 2012. En The jinx se explica que Durst era reacio a hacerla, y que sólo accedió cuando necesitó que Jarecki testificara a su favor tras ser detenido por haber vulnerado una orden de alejamiento solicitada por su hermano Douglas. El problema de la version de Jarecki es que la detención se produjo... ¡en 2013! El director eludió aclarar estos líos temporales en una entrevista en The New York Times el 16 de marzo, y justo después cayó en la cuenta de que lo mejor era no hacer más declaraciones porque era probable que tuviera que testificar en el juicio. Así lo anunció en un comunicado que decía, eso sí: “Podemos confirmar que las evidencias (incluyendo el sobre y la grabación del lavabo) fueron entregadas a las autoridades hace meses”. En, cambio, en una entrevista en The Hollywood Reporter con la que Jarecki rompió su silencio hace unas semanas, el cineasta afirma que entregó las pruebas dos años antes de la emisión. Con lo que toca afinar en una investigación criminal, qué poco afina el cineasta a la hora de desvelar sus trucos.
Se entiende. Maniobrar para dilatar la entrega a las autoridades de nuevas pruebas halladas durante la investigación con fines aparentemente periodísticos –o cinematográficos–, quizá también comerciales, es hacer malabarismos con explosivos. Y más cuando podrían servir para encerrar a un asesino que se supone que anda suelto y se parece al actor usado en las recreaciones. Otro caso, para contrastar: durante el rodaje de la primera parte de Paradise Lost (1996, 2000, 2011), trilogía documental sobre los errores policiales y judiciales que propiciaron la condena de tres inocentes por los asesinatos de tres niños en la localidad de West Memphis, los cineastas entregaron un cuchillo que les había regalado el padre de una de las víctimas para que fuera analizado durante el juicio que ellos mismos estaban filmando, porque detectaron que tenía restos de sangre. “Decidimos que ser buenos ciudadanos es más importante que cualquier proyecto cinematográfico, y entregamos el cuchillo a la fiscalía pensando que eso iba a ser la sentencia de muerte de nuestro proyecto”, ha recordado en The Huffington Post Joe Berlinger, uno de los directores junto al fallecido Bruce Sinofsky. La prueba no resultó relevante, y el film, afortunadamente, pudo completarse.
Para Berlinger, cuya trilogía, otro jalón ya clásico del true crime, prescinde de recreaciones, el éxito de The jinx evidencia “la difuminación de los límites entre la información y el espectáculo”. Los documentales, dice, permiten “profundizar y conseguir respuestas”, pero plantean dilemas en torno a prácticas justificadas por la vertiente espectacular, como la dosificación de la información con fines dramáticos o la recreación de “detalles morbosos que son dolorosos para los implicados”. Dilemas de los que, para él, el más importante sigue siendo cuándo comunicarle a la policía un hallazgo clave para el caso. Berlinger cree que ahora haría con el cuchillo lo mismo que hizo hace casi dos décadas, pero advierte que hoy “el entretenimiento documental está sometido a muchas presiones por las audiencias” que no existían en 1996. ”Ahí es donde las cosas se ponen un poco turbias”.
No ayuda a aclarar las turbulencias que el propio Jarecki afirme, en un momento de su documental, que su primer objetivo es “hacer justicia”. Morris, que mientras duró su investigación para The thin blue line también retuvo pruebas que finalmente acabó facilitando pero que alega que el que él abordó era un caso ya sentenciado, ha evitado valorar The jinx, aunque ha aportado un matiz sustancioso: para él, el objetivo del documental, su función –de ahí su uso de las recreaciones– es hacer pensar al espectador “acerca de lo que es verdadero y lo que es falso”. Explica que cuando alguien le dice que su película sacó a un inocente de la cárcel él le recuerda que el film volcó la atención nacional en un caso oscuro y poco conocido, pero las que le sacaron de la cárcel “fueron las pruebas” –descubiertas durante la preparación del film, sí–. Afina, Morris. La función del documentalista, como la del periodista, es hacer aflorar la verdad, contarla. Ahora bien, la verdad –como la mentira– tiene consecuencias, y a veces, una puede ser que se haga justicia. Jarecki se salta un paso a la hora de fijar objetivos. Y eso, como sus malabarismos, tiene sus riesgos.
Queda aún el asunto del protagonismo que adquiere el mismo Jarecki, no ya fuera del relato y como consecuencia de la investigación y las prácticas que lleva a cabo, sino incluso dentro del mismo. Cuadrando el círculo de los paralelismos que trata de establecer todo el tiempo con su principal referente, The jinx acaba igual que The thin blue line, con una entrevista rematada con una confesión. Sin embargo, mientras en su película, Morris nunca aparece en pantalla, y su voz solo se escucha al hacer las preguntas en esa entrevista final de la que sólo se grabó el audio –como pasó con el soliloquio de Durst–, en The jinx no sólo se nos pone en escena la entrevista, sino sus preliminares, el fuego lento, incluyendo las dudas y los miedos del propio documentalista, explotados como herramienta al servicio de la creación de suspense, de la preparación del clímax.
El exhibicionismo de Jarecki es hijo de su tiempo, claro. Ni a Morris ni a Berlinger y Sinofsky se les ocurrió salir en sus películas –estos últimos sólo aparecen brevemente en la tercera parte de su trilogía–, pese a que su trabajo fue clave para remover los casos de los que se ocuparon. En cambio en The jinx, abonada también a la técnica, en boga, de combinar el reporterismo con el making of del propio reportaje, Jarecki cae en el exhibicionismo michaelmooreniano –cuando acosa con sus cámaras, incluida una aparentemente oculta, al poderoso Douglas Durst, que no quiere saber nada ni de su díscolo hermano Robert, para él un apestado, ni del documental–, y acaba situándose en primer plano, incluso por delante de su historia. Quizá no es más que la coda a la tendencia a vigorizar el cine documental a base de imprimirle cada vez más técnicas propias del cine espectáculo, singularmente el thriller. ¿O qué son, pese a sus marcadas diferencias, El impostor (Bart Layton, 2012), Seré asesinado (Justin Webster, 2013), Red Army (Gabe Polsky, 2014), la oscarizada Citizenfour (Laura Poitras, 2014) o tantos otro títulos sino thrillers trepidantes? Quizá el paso que faltaba, en esta escalada espectacularizante de las técnicas del relato de no ficción, fuera la irrupción del propio documentalista asumiendo explícitamente el rol del detective protagonista que, con o sin licencia, profesional o amateur, no puede faltar en todo policíaco que se precie.
En fin, vistos su Emmy, su éxito y su tremendo impacto, que según The Hollywood Reporter han propiciado que la HBO se plantee darle continuidad, está claro que son legión los que consideran que todo esto son minucias; al fin y al cabo, Robert Durst es un tipo de lo más siniestro y, a la vista de las pruebas, muy probablemente un asesino que ahora, y gracias a Jarecki, está fuera de circulación y podría finalmente ser condenado. Es lo que también piensan los protagonistas que se toman la justicia por su mano en tantos thrillers de tocomocho y los productores que los perpetran confiando en reventar las taquillas. Que, en determinadas circunstancias, el fin justifica los medios.