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El espectáculo (bizarro) de la política (castuza)
Como piojos en costura
Escribo mientras una concejala de Ciudadanos (conocida porque quería que le pagaran los billetes de avión desde Chicago para ir a los plenos del ayuntamiento de Castilleja de la Cuesta) dice que ha sido “vejada” porque le metieron mano mientras la “momificaban” en la casa de Gran Hermano VIP, el ruido de fondo de un espectáculo ridículo o inquietante. Guy Debord consideraba que el espectáculo no era otra cosa que la reconstrucción material de la ilusión religiosa, un conjunto de trivialidades, fluidas en su “diversión” aparente, con un extraño poder hipnótico que no es otro que el de la forma actual de la mercancía. “El espectáculo —escribía en 1967— es la pesadilla de la sociedad moderna encadenada que —en última instancia— no expresa sino su deseo de dormir. El espectáculo es el guardián del sueño”. Para todos aquellos que, literalmente, no heredaron nada de la “generación Prozac” seguramente no tendrán ningún temor ante el despliegue de discursos con tonalidades apocalíptica, especialmente si da la impresión de que todo (especialmente los discursos totalizadores) ha terminado. Los prosumidores hiper-hibridizados no comparten los oráculos del crepúsculo y ni siquiera asisten al ritual de la pecera televisiva. En al domesticidad rizomática de las pantallas cada quien elige, según cree, su menú, aunque a la postre casi todos estén empantanados en semejantes viralidades.
En medio de los funerales porque “David is dead” (sin ningún género de dudas la “histerización freak” en Celebrity Big Brother de Gran Bretaña llevó al límite del ridículo el patetismo colectivo de todos los que ignoraban que no necesitamos otro Héroe), surgía otro tsunami en la red: un bebé había introducido la semilla de la discordia en el Congreso de los Diputados. En realidad, la presencia del “infante” (pasando de mano en mano como verdadero “cuerpo glorioso”) no era, ni mucho menos, lo peor. Había de todo y nada recomendable: tipos con rastas, gentuza con mochila, gestualidades extremas (hasta puños cerrados al aire) y discursos atropellados (respondidos con presteza por la vieja guardia pretoriana que no estaba dispuesta a escuchar cualquier chorrada). No faltó la preocupación de una de las tipas más tóxicas de la política española que declaraba tener miedo a contraer piojos. La casta temía a algo más preocupante que la caspa (de la que acumula, desde hace décadas, tal cantidad que hasta se podría esquiar por ella en los dominios de la partitocracia fosilizada); los energúmenos, aquellos bárbaros a los que se había escuchado aullar en la distancia, estaban, por obra y gracia del “pueblo desquiciado”, en la sacrosanta institución congresual. Hasta un artista, politiquero para más señas, oficiaba como secretario de una “Mesa” en la que solían colocar sus culazos gentes de bien. Normal que los abucheos fueran la moneda con la que pagaron su osadía indisciplinada los “novatos” que pretendían añadir quién sabe qué al escueto juramento. El espectáculo era, nadie lo duda, demencial, propio de aquella “Dinamarca” en la que, según el nunca errado Shakespeare, algo olía francamente mal.
Nadie ignora que las gaviotas se han vuelto, por culpa de la acumulación descomunal de basura, en seres carroñeros de la peor especie. No deja de ser revelador que el partido de la carcundia mantenga ese bicho como emblema de su condición “popular” anti-populista. Por culpa de un “indeseable” que, según insisten, “no tenía nada que ver con nosotros”, aunque se columpiara una portavoz caótica con algo de una “indemnización en diferido”. El líder tancredista, con su habitual clarividencia en los límites de la dislexia, soltó una frase reveladora: “Todo es falso, salvo algunas cosas”. Más allá del situacionismo (devenido exvoto en la vitrina museal), lo que resta es la retórica del storytelling en la que Donald Rumsfeld era uno de los gurús hasta que Obama elevó la lágrima a prosodia de la política impotente ante las armas. Mariano “el plasmado” creía que podía mantener el juego de la contemporización mientras la indignación se transformaba en poder constituyente. Al final tuvo que mandar a la “vice” a bregar con los novatos, no fuera a ser que al acudir él la rabia fuese mayor. En tiempo desquiciado, el delirio impone su ley. Lo mismo Ken se colgaba de un molino eólico que por El Hormiguero pasaban políticos envarados para demostrar que se podían marcar una coreografía ortopédica. Pablo Iglesias cogió en vez de su fusil una guitarra y entonó una cantinela, monótona a más no poder, aunque ya había dejado que entrara en su casa Ana Rosa a comer “salmorejo” de tetrabrik. Comenzaba la fase “bizarrista” de la campaña política (junto a su prolongación fantasmal en el marasmo de los pactos o en la retórica de la intransigencia), en la que lo mismo salía un socialista catalán bailando una de Freddie Mercury que hasta se producía el milagro de un empate de miles de votos en una asamblea “anti-sistema”.
Los políticos se han subido al carro de la “ludificación”, de la misma forma que los consumidores exigen que las experiencias sean más divertidas y participativas. Gabe Zichermann advierte que cualquier cosa puede ser divertida: “Podemos hacer que el gobierno sea divertido”. Lo malo es que nuestro país todo degenera hasta convertirse en un remedo del “club de la comedia”, esto es, en monólogos que precisan de raciones superlativas de risas enlatadas. Vamos de la “memeficación” de la vida pública a la constatación de que abundan los memos y, algunos de ellos, han sido elegidos para participar en la confusión reinante. Con ver lo que se convierte en trending topic ya tenemos justificaciones para la misantropía. El espectáculo es tan descabellado que podemos sufrir un “arrebato de empatía post-política” al ver a un líder político en el sofá del chalet de Bertín Osborne. La maravilla, en medio de la cutrez, es que hasta juegan al futbolín. Han pasado por pruebas demoledoras, desde sentarse en un chester con un “cultureta” del marketing hasta debatir con Inda (el verdadero “todólogo” que pasó de preocuparse en el Marca por el esplendor merengue a clamar en laSexta Noche para que el pastelón español no se lo coman los infames), y ahora tienen que aprovisionarse de Zotal. En la política desedipolizada no faltarán macabros actos para acabar con los “parásitos”. El espectáculo no será apto para todos los públicos. Me temo que el único tipo preocupado por la política nacional es “el pequeño Nicolás” (convertido en el meta-friki de Gran Hermano VIP) que, según dice, “tiene a Piqueras en sus pensamientos”.
El espectáculo (bizarro) de la política (castuza)
Escribo mientras una concejala de Ciudadanos (conocida porque quería que le pagaran los billetes de avión desde Chicago para ir a los plenos del ayuntamiento de Castilleja de la Cuesta) dice que ha sido “vejada” porque le metieron mano mientras la “momificaban” en la casa de Gran Hermano VIP, el ruido de fondo de un espectáculo ridículo o inquietante. Guy Debord consideraba que el espectáculo no era otra cosa que la reconstrucción material de la ilusión religiosa, un conjunto de trivialidades, fluidas en su “diversión” aparente, con un extraño poder hipnótico que no es otro que el de la forma actual de la mercancía. “El espectáculo —escribía en 1967— es la pesadilla de la sociedad moderna encadenada que —en última instancia— no expresa sino su deseo de dormir. El espectáculo es el guardián del sueño”. Para todos aquellos que, literalmente, no heredaron nada de la “generación Prozac” seguramente no tendrán ningún temor ante el despliegue de discursos con tonalidades apocalíptica, especialmente si da la impresión de que todo (especialmente los discursos totalizadores) ha terminado. Los prosumidores hiper-hibridizados no comparten los oráculos del crepúsculo y ni siquiera asisten al ritual de la pecera televisiva. En al domesticidad rizomática de las pantallas cada quien elige, según cree, su menú, aunque a la postre casi todos estén empantanados en semejantes viralidades.
En medio de los funerales porque “David is dead” (sin ningún género de dudas la “histerización freak” en Celebrity Big Brother de Gran Bretaña llevó al límite del ridículo el patetismo colectivo de todos los que ignoraban que no necesitamos otro Héroe), surgía otro tsunami en la red: un bebé había introducido la semilla de la discordia en el Congreso de los Diputados. En realidad, la presencia del “infante” (pasando de mano en mano como verdadero “cuerpo glorioso”) no era, ni mucho menos, lo peor. Había de todo y nada recomendable: tipos con rastas, gentuza con mochila, gestualidades extremas (hasta puños cerrados al aire) y discursos atropellados (respondidos con presteza por la vieja guardia pretoriana que no estaba dispuesta a escuchar cualquier chorrada). No faltó la preocupación de una de las tipas más tóxicas de la política española que declaraba tener miedo a contraer piojos. La casta temía a algo más preocupante que la caspa (de la que acumula, desde hace décadas, tal cantidad que hasta se podría esquiar por ella en los dominios de la partitocracia fosilizada); los energúmenos, aquellos bárbaros a los que se había escuchado aullar en la distancia, estaban, por obra y gracia del “pueblo desquiciado”, en la sacrosanta institución congresual. Hasta un artista, politiquero para más señas, oficiaba como secretario de una “Mesa” en la que solían colocar sus culazos gentes de bien. Normal que los abucheos fueran la moneda con la que pagaron su osadía indisciplinada los “novatos” que pretendían añadir quién sabe qué al escueto juramento. El espectáculo era, nadie lo duda, demencial, propio de aquella “Dinamarca” en la que, según el nunca errado Shakespeare, algo olía francamente mal.
Nadie ignora que las gaviotas se han vuelto, por culpa de la acumulación descomunal de basura, en seres carroñeros de la peor especie. No deja de ser revelador que el partido de la carcundia mantenga ese bicho como emblema de su condición “popular” anti-populista. Por culpa de un “indeseable” que, según insisten, “no tenía nada que ver con nosotros”, aunque se columpiara una portavoz caótica con algo de una “indemnización en diferido”. El líder tancredista, con su habitual clarividencia en los límites de la dislexia, soltó una frase reveladora: “Todo es falso, salvo algunas cosas”. Más allá del situacionismo (devenido exvoto en la vitrina museal), lo que resta es la retórica del storytelling en la que Donald Rumsfeld era uno de los gurús hasta que Obama elevó la lágrima a prosodia de la política impotente ante las armas. Mariano “el plasmado” creía que podía mantener el juego de la contemporización mientras la indignación se transformaba en poder constituyente. Al final tuvo que mandar a la “vice” a bregar con los novatos, no fuera a ser que al acudir él la rabia fuese mayor. En tiempo desquiciado, el delirio impone su ley. Lo mismo Ken se colgaba de un molino eólico que por El Hormiguero pasaban políticos envarados para demostrar que se podían marcar una coreografía ortopédica. Pablo Iglesias cogió en vez de su fusil una guitarra y entonó una cantinela, monótona a más no poder, aunque ya había dejado que entrara en su casa Ana Rosa a comer “salmorejo” de tetrabrik. Comenzaba la fase “bizarrista” de la campaña política (junto a su prolongación fantasmal en el marasmo de los pactos o en la retórica de la intransigencia), en la que lo mismo salía un socialista catalán bailando una de Freddie Mercury que hasta se producía el milagro de un empate de miles de votos en una asamblea “anti-sistema”.
Los políticos se han subido al carro de la “ludificación”, de la misma forma que los consumidores exigen que las experiencias sean más divertidas y participativas. Gabe Zichermann advierte que cualquier cosa puede ser divertida: “Podemos hacer que el gobierno sea divertido”. Lo malo es que nuestro país todo degenera hasta convertirse en un remedo del “club de la comedia”, esto es, en monólogos que precisan de raciones superlativas de risas enlatadas. Vamos de la “memeficación” de la vida pública a la constatación de que abundan los memos y, algunos de ellos, han sido elegidos para participar en la confusión reinante. Con ver lo que se convierte en trending topic ya tenemos justificaciones para la misantropía. El espectáculo es tan descabellado que podemos sufrir un “arrebato de empatía post-política” al ver a un líder político en el sofá del chalet de Bertín Osborne. La maravilla, en medio de la cutrez, es que hasta juegan al futbolín. Han pasado por pruebas demoledoras, desde sentarse en un chester con un “cultureta” del marketing hasta debatir con Inda (el verdadero “todólogo” que pasó de preocuparse en el Marca por el esplendor merengue a clamar en laSexta Noche para que el pastelón español no se lo coman los infames), y ahora tienen que aprovisionarse de Zotal. En la política desedipolizada no faltarán macabros actos para acabar con los “parásitos”. El espectáculo no será apto para todos los públicos. Me temo que el único tipo preocupado por la política nacional es “el pequeño Nicolás” (convertido en el meta-friki de Gran Hermano VIP) que, según dice, “tiene a Piqueras en sus pensamientos”.