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El doble de lo malo y la mitad de lo bueno
A veces, la mejor manera de valorar un texto es reconstruir su contexto. En un momento de sus recién traducidas memorias, Una cata de poder (Pantheon Books, 1992; Biblioteca Afroamericana Madrid, 2015), Elaine Brown (Filadelfia, 1943) transcribe un monólogo de Huey P. Newton, presidente de los Black Panthers, que puede considerarse profético. Lugar: San Francisco. Fecha: 1971. Habla Newton: «Los capitalistas estadounidenses han dado un giro. Un giro a la derecha. Ha tenido lugar un cambio mucho más profundo que la transformación del feudalismo en capitalismo. La tecnología moderna ha introducido una estructura económica global que ha liquidado el capitalismo… Sólo hay dos clases sociales: los millones de nosotros y los pocos de ellos. La mayoría de la gente del planeta ha pasado a formar parte de una única clase: el pueblo sometido».
Una década antes, al concluir su mandato, el propio presidente Eisenhower advertía del peligro de una derrota de la política a manos de los lobbys: «Debemos evitar la compra de influencias injustificadas por parte del complejo industrial-militar. No debemos permitir que el peso de tal conjunción amenace nuestras libertades ni los procesos democráticos. Existe el riesgo del desarrollo desastroso de un poder usurpado». En 1974, el mismo año en que Brown toma el relevo de Newton al frente de los Panthers —partido de cuya fundación se cumple ahora medio siglo—, la situación había evolucionado de modo irreversible. George Steiner, invocando a su vez la autoridad de Lévi-Strauss, escribe: «Destrozo en nombre del progreso tecnológico, explotación de la mayor parte de la humanidad en beneficio de unos pocos. Los occidentales más conscientes, y los jóvenes en particular, están tratando de proteger las islas de naturaleza virgen que todavía puedan encontrarse. Demasiado tarde, dice Lévi-Strauss, demasiado tarde. Donde los intereses político-económicos están en juego, el cinismo y la destrucción prevalecerán. En consecuencia, dice Lévi-Strauss, estamos condenados».
El año siguiente, en el curso de su última intervención pública, Hannah Arendt declara: «Puede que nos hallemos en uno de esos puntos de inflexión decisivos que separan entre sí dos épocas históricas. La mayoría de la gente que ha contemplado el frenético final de la guerra de Vietnam [1955-1975], ha pensado que lo que veía en la pantalla de su televisión era increíble —como lo era, en realidad—. La tendencia a ocultar y hacer olvidar la dura brutalidad de los hechos ha cobrado proporciones gigantescas durante el último decenio, en que toda nuestra escena política ha estado dominada por los servidores de una sociedad de consumo cuya función estriba en ayudar a distribuir la mercancía en cantidades cada vez mayores. Este progreso va acompañado por el ruido incesante de las agencias de publicidad y la obsolescencia programada de los objetos. El reciente despertar de la conciencia a las amenazas de nuestro entorno es el primer rayo de esperanza en todo este proceso, pero nadie ha encontrado todavía el medio de detener una economía desbocada. El Watergate [1972] significó la intrusión de la delincuencia en los procesos políticos. Es como si un hatajo de tipos marrulleros, o más exactamente, mafiosos sin talento, hubiese logrado apoderarse del gobierno de la mayor potencia de la Tierra. El gobierno de Nixon transmite la convicción de que unas cuantas jugadas sucias es todo lo que necesitamos para tener éxito en cualquier empresa».
Ciento veinticinco años antes, para calificar la Ley de Esclavos Fugitivos promulgada en 1850 —en virtud de la cual un esclavo originario de un Estado del Sur podía ser perseguido en otro del Norte—, Waldo Emerson utilizaba expresiones como «crimen legal» y «desmoralización de la Comunidad». En su Diario, leemos: «Cada una de las personas que toca esa ley se contamina. No ha existido en toda nuestra vida otro momento en que los hombres públicos quedasen tan degradados por su acción política. Se trata de una ley de cuya ejecución nadie puede hacerse cómplice sin el fracaso de todo respeto por sí mismo. Escribo esto tras oír decir a un amigo: “Si esa ley fuese derogada, estaría contento de haber vivido; si no, me arrepentiré de haber nacido”». La Ley de Esclavos Fugitivos no fue derogada, y Estados Unidos perdió la oportunidad histórica de ahorrarse una Guerra Civil (1861-1865).
Con sobradas razones, afirmaba Du Bois en 1903: «No existen exponentes más auténticos del espíritu de la Declaración de Independencia que los negros estadounidenses. Nosotros, los negros, aparecemos como el único oasis en un desierto polvoriento de dólares y violencia» (Las almas del pueblo negro). Y a continuación trazaba una estrategia que impregnó todo el Renacimiento de Harlem (1919-1934) y contribuyó a los mejores logros del Partido Pantera Negra: «A menos que su lucha se vea no meramente secundada, sino alentada y apoyada por la iniciativa del grupo social más rico y culto, el negro no puede confiar en tener éxito». Albert Einstein respondía en 1939 a la exhortación de Du Bois: «La raza es un fraude. Este país tiene todavía que saldar una pesada deuda por todos los problemas e impedimentos que ha descargado sobre los hombros del negro». Y en 1946, recalcaba: «Cada individuo debería trabajar en su círculo para erradicar este mal vergonzoso. La peor enfermedad que sufre nuestra nación es el trato que reciben los negros».
A raíz de su viaje a Nueva York en 1969, Pasolini atestigua: «Una noche, en Harlem, estreché las manos de un grupo de jóvenes negros, aunque ellos me la tendieron con cierto recelo, porque yo era blanco. Llevaban el dibujo de un leopardo en la camiseta. Se trata de un movimiento extremista que se prepara para una auténtica lucha armada. He vivido de lleno una situación de contestación absoluta contra el sistema. No sé cómo terminará todo esto. Cientos de estudiantes marchan desde el Norte hacia el llamado Cinturón Negro para luchar junto a los negros con la convicción democrática y casi mística de no manipularlos, de no intervenir mediante coacción alguna, de no pretender ni el más mínimo atisbo de liderazgo. Y lo que es más importante: con la convicción de que el problema de los negros, formalmente resuelto con el reconocimiento de sus derechos civiles, comienza ahora».
Con ese mismo adverbio —«ahora»— concluía Newton el parlamento que servía de punto de partida a esta deriva cronológica: «Ahora más que nunca, los negros de Estados Unidos tienen el deber especial de renunciar a cualquier sentimiento de nación. Estados Unidos nunca ha sido nuestro país; y siendo realistas, no hay ningún territorio que podamos reclamar como propio. De todos los pueblos oprimidos del mundo, somos el que está en la mejor posición para inspirar la revolución global».
Nueve lustros después, un presidente afroamericano concluye su mandato al frente de la Casa Blanca sin que su influencia haya inspirado nada parecido a una revolución global. El cinismo y la destrucción prevalecen. El valor de la vida sigue menguando. La carga del problema continúa sobre los hombros de los negros, es decir, sobre las espaldas del pueblo sometido. ¿Qué hacer cuando ya es demasiado tarde y todo parece demasiado inútil? El último año de su vida, uno antes de la fundación de los Panthers, Malcolm X proclamaba: «La cultura es un arma indispensable en la lucha por la libertad. Toda cultura que haga honor a su nombre debería suministrar respuesta a dos preguntas esenciales: de dónde venimos y adónde vamos. Eres un negro cuando no sabes quién eres, no sabes adónde vas y no sabes cómo llegaste aquí. Saber quién eres y de dónde vienes: ese conocimiento dará a luz por sí mismo un programa de acción». También en el curso del último año de su vida, Martin Luther King sentenciaba: «Para contestar a la pregunta “adónde vamos”, tenemos que reconocer honestamente dónde estamos. De las cosas buenas de la vida, el negro obtiene hoy aproximadamente la mitad que los blancos. De las malas, el doble». En las estremecedoras páginas de Una cata de poder, Elaine Brown relata la insólita realidad de una comunidad utópica, en la que muchos negros consiguieron doblar el valor de lo bueno al precio de sus vidas.
Imágenes de arriba abajo: cartel diseñado por Emory Douglas, ministro de Cultura de los Black Panthers, 1969; retrato de Elaine Brown, c. 1968-1969; cubierta del libro Una cata de poder (Biblioteca Afroamericana Madrid, 2015).
El doble de lo malo y la mitad de lo bueno
A veces, la mejor manera de valorar un texto es reconstruir su contexto. En un momento de sus recién traducidas memorias, Una cata de poder (Pantheon Books, 1992; Biblioteca Afroamericana Madrid, 2015), Elaine Brown (Filadelfia, 1943) transcribe un monólogo de Huey P. Newton, presidente de los Black Panthers, que puede considerarse profético. Lugar: San Francisco. Fecha: 1971. Habla Newton: «Los capitalistas estadounidenses han dado un giro. Un giro a la derecha. Ha tenido lugar un cambio mucho más profundo que la transformación del feudalismo en capitalismo. La tecnología moderna ha introducido una estructura económica global que ha liquidado el capitalismo… Sólo hay dos clases sociales: los millones de nosotros y los pocos de ellos. La mayoría de la gente del planeta ha pasado a formar parte de una única clase: el pueblo sometido».
Una década antes, al concluir su mandato, el propio presidente Eisenhower advertía del peligro de una derrota de la política a manos de los lobbys: «Debemos evitar la compra de influencias injustificadas por parte del complejo industrial-militar. No debemos permitir que el peso de tal conjunción amenace nuestras libertades ni los procesos democráticos. Existe el riesgo del desarrollo desastroso de un poder usurpado». En 1974, el mismo año en que Brown toma el relevo de Newton al frente de los Panthers —partido de cuya fundación se cumple ahora medio siglo—, la situación había evolucionado de modo irreversible. George Steiner, invocando a su vez la autoridad de Lévi-Strauss, escribe: «Destrozo en nombre del progreso tecnológico, explotación de la mayor parte de la humanidad en beneficio de unos pocos. Los occidentales más conscientes, y los jóvenes en particular, están tratando de proteger las islas de naturaleza virgen que todavía puedan encontrarse. Demasiado tarde, dice Lévi-Strauss, demasiado tarde. Donde los intereses político-económicos están en juego, el cinismo y la destrucción prevalecerán. En consecuencia, dice Lévi-Strauss, estamos condenados».
El año siguiente, en el curso de su última intervención pública, Hannah Arendt declara: «Puede que nos hallemos en uno de esos puntos de inflexión decisivos que separan entre sí dos épocas históricas. La mayoría de la gente que ha contemplado el frenético final de la guerra de Vietnam [1955-1975], ha pensado que lo que veía en la pantalla de su televisión era increíble —como lo era, en realidad—. La tendencia a ocultar y hacer olvidar la dura brutalidad de los hechos ha cobrado proporciones gigantescas durante el último decenio, en que toda nuestra escena política ha estado dominada por los servidores de una sociedad de consumo cuya función estriba en ayudar a distribuir la mercancía en cantidades cada vez mayores. Este progreso va acompañado por el ruido incesante de las agencias de publicidad y la obsolescencia programada de los objetos. El reciente despertar de la conciencia a las amenazas de nuestro entorno es el primer rayo de esperanza en todo este proceso, pero nadie ha encontrado todavía el medio de detener una economía desbocada. El Watergate [1972] significó la intrusión de la delincuencia en los procesos políticos. Es como si un hatajo de tipos marrulleros, o más exactamente, mafiosos sin talento, hubiese logrado apoderarse del gobierno de la mayor potencia de la Tierra. El gobierno de Nixon transmite la convicción de que unas cuantas jugadas sucias es todo lo que necesitamos para tener éxito en cualquier empresa».
Ciento veinticinco años antes, para calificar la Ley de Esclavos Fugitivos promulgada en 1850 —en virtud de la cual un esclavo originario de un Estado del Sur podía ser perseguido en otro del Norte—, Waldo Emerson utilizaba expresiones como «crimen legal» y «desmoralización de la Comunidad». En su Diario, leemos: «Cada una de las personas que toca esa ley se contamina. No ha existido en toda nuestra vida otro momento en que los hombres públicos quedasen tan degradados por su acción política. Se trata de una ley de cuya ejecución nadie puede hacerse cómplice sin el fracaso de todo respeto por sí mismo. Escribo esto tras oír decir a un amigo: “Si esa ley fuese derogada, estaría contento de haber vivido; si no, me arrepentiré de haber nacido”». La Ley de Esclavos Fugitivos no fue derogada, y Estados Unidos perdió la oportunidad histórica de ahorrarse una Guerra Civil (1861-1865).
Con sobradas razones, afirmaba Du Bois en 1903: «No existen exponentes más auténticos del espíritu de la Declaración de Independencia que los negros estadounidenses. Nosotros, los negros, aparecemos como el único oasis en un desierto polvoriento de dólares y violencia» (Las almas del pueblo negro). Y a continuación trazaba una estrategia que impregnó todo el Renacimiento de Harlem (1919-1934) y contribuyó a los mejores logros del Partido Pantera Negra: «A menos que su lucha se vea no meramente secundada, sino alentada y apoyada por la iniciativa del grupo social más rico y culto, el negro no puede confiar en tener éxito». Albert Einstein respondía en 1939 a la exhortación de Du Bois: «La raza es un fraude. Este país tiene todavía que saldar una pesada deuda por todos los problemas e impedimentos que ha descargado sobre los hombros del negro». Y en 1946, recalcaba: «Cada individuo debería trabajar en su círculo para erradicar este mal vergonzoso. La peor enfermedad que sufre nuestra nación es el trato que reciben los negros».
A raíz de su viaje a Nueva York en 1969, Pasolini atestigua: «Una noche, en Harlem, estreché las manos de un grupo de jóvenes negros, aunque ellos me la tendieron con cierto recelo, porque yo era blanco. Llevaban el dibujo de un leopardo en la camiseta. Se trata de un movimiento extremista que se prepara para una auténtica lucha armada. He vivido de lleno una situación de contestación absoluta contra el sistema. No sé cómo terminará todo esto. Cientos de estudiantes marchan desde el Norte hacia el llamado Cinturón Negro para luchar junto a los negros con la convicción democrática y casi mística de no manipularlos, de no intervenir mediante coacción alguna, de no pretender ni el más mínimo atisbo de liderazgo. Y lo que es más importante: con la convicción de que el problema de los negros, formalmente resuelto con el reconocimiento de sus derechos civiles, comienza ahora».
Con ese mismo adverbio —«ahora»— concluía Newton el parlamento que servía de punto de partida a esta deriva cronológica: «Ahora más que nunca, los negros de Estados Unidos tienen el deber especial de renunciar a cualquier sentimiento de nación. Estados Unidos nunca ha sido nuestro país; y siendo realistas, no hay ningún territorio que podamos reclamar como propio. De todos los pueblos oprimidos del mundo, somos el que está en la mejor posición para inspirar la revolución global».
Nueve lustros después, un presidente afroamericano concluye su mandato al frente de la Casa Blanca sin que su influencia haya inspirado nada parecido a una revolución global. El cinismo y la destrucción prevalecen. El valor de la vida sigue menguando. La carga del problema continúa sobre los hombros de los negros, es decir, sobre las espaldas del pueblo sometido. ¿Qué hacer cuando ya es demasiado tarde y todo parece demasiado inútil? El último año de su vida, uno antes de la fundación de los Panthers, Malcolm X proclamaba: «La cultura es un arma indispensable en la lucha por la libertad. Toda cultura que haga honor a su nombre debería suministrar respuesta a dos preguntas esenciales: de dónde venimos y adónde vamos. Eres un negro cuando no sabes quién eres, no sabes adónde vas y no sabes cómo llegaste aquí. Saber quién eres y de dónde vienes: ese conocimiento dará a luz por sí mismo un programa de acción». También en el curso del último año de su vida, Martin Luther King sentenciaba: «Para contestar a la pregunta “adónde vamos”, tenemos que reconocer honestamente dónde estamos. De las cosas buenas de la vida, el negro obtiene hoy aproximadamente la mitad que los blancos. De las malas, el doble». En las estremecedoras páginas de Una cata de poder, Elaine Brown relata la insólita realidad de una comunidad utópica, en la que muchos negros consiguieron doblar el valor de lo bueno al precio de sus vidas.
Imágenes de arriba abajo: cartel diseñado por Emory Douglas, ministro de Cultura de los Black Panthers, 1969; retrato de Elaine Brown, c. 1968-1969; cubierta del libro Una cata de poder (Biblioteca Afroamericana Madrid, 2015).