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El día del gato

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En Alcorcón se celebraba un certamen internacional de gatos sin pelo, y yo me iba a encargar de cubrirlo. He convivido con distintos gatos en casas sucesivas, pero apenas sé nada de ellos, y pensé que mi ignorancia podría ser una ventaja, porque me haría ir con ojos nuevos, y es bien sabido que nada nos puede enseñar más del mundo que una mirada limpia y sin prejuicios. De modo que no quise investigar nada sobre cultos egipcios ni hojear a Eliot o Baudelaire. Todo está en los libros, dicen, quizá olvidando que esos libros los ha escrito alguien; lo que hubiera de reseñable allí, debía revelárseme por sí mismo, y aquí vi ya un simbolismo felino que me guiñaba el ojo. Respondí con mi sonrisa de Cheshire anticipando un éxito de reportaje.

El día del congreso, llena de ilusión por la investigación que tenía por delante, reuní mis alegres pertrechos (cuaderno y cámara), a pesar del frío deseché por deferencia a los concursantes el abrigo de piel en favor de un pelado chubasquero azul eléctrico, y me dirigí a coger el cercanías. Era la brillante mañana de un día de fiesta, los pocos transeúntes caminaban a paso familiar, las nubes se mecían como hojas de loto en el estanque del cielo, y la frecuencia de los trenes era más baja. Calculé que llegaría tarde al primer hito de la jornada, según el programa de la organización: el control veterinario.  Ahí es donde los jueces comprueban no sólo el estado general del animal (“Dientes, orejas, garras, ojos, piel y pelo”), sino también que su belleza es propia, que su color es natural y no teñido, que el dueño ha eliminado “la grasa del rabo de los machos”, y otras muchas cosas más que se indicaban en las instrucciones, la más inspiradora de la cuales me parecía “Procurará tranquilizarse y tranquilizará a su gato”, pues indicaba la posibilidad de una trifulca gatuna de lo más noticiable (243 concursantes) que convirtiese en insulsa la reseña del examen médico.

Después de salir de la estación y hacer una foto a una sorprendente escultura dedicada a André Breton, conseguí llegar al hotel. Carteles con cabezas de gatos indicaban el camino al salón donde se celebraba la muestra. Me deslicé por delante de la mesa de la organización sin identificarme, con la convicción de que el primer valor del periodista es la insobornabilidad. El salón estaba ocupado por varias hileras de mesas cubiertas de jaulas y pequeñas tiendas de campaña con ventanas de plástico. En uno de los extremos, rodeados de curiosos, cinco jueces llamaban desde sendas mesas a los dueños de los animales, para ir valorándolos uno a uno. Decidí empezar recorriendo los pasillos, y así advertí el primero de los hechos: no era una muestra de gatos sin pelo. La mayor parte de ellos tenía casi melenas, algo que debía haber sospechado al leer que se comprobaría si los gatos estaban teñidos. En todo caso, eran interesantes: los dueños y criadores llevaban varios gatos cada uno, muchos de las mismas camadas. Los gatos con pedigrí tienen nombres evocadores, y al igual que nosotros, cuando son hermanos comparten apellidos. Saqué el cuaderno y apunté: Sausalito de Mil Amores, Loberto de Mil Amores, Havana 10 de Mil Amores, Chikenais de Mil Amores; Terremoto de la Zarina, Reloaded de la Zarina, Rumba Salvaje de la Zarina, Pichichi de la Zarina… Es bonito fantasear con las aficiones de los dueños a partir de los nombres que ponen a sus gatos, pero por el momento apenas pude deducir nada, más allá de las reminiscencias americanas en la primera familia y un posible gen alborotador en la segunda. Me concentré en los individuos. Algunos de los gatos tenían la cabeza tirando a cuadrada, otros eran más bien angulosos, es de ver cómo se estiran, los había de bellos tonos grises, y hasta había un par con estampado o pelaje de guepardo…

Me pareció conveniente sacar algunas fotos. No me dejé desalentar por los primeros resultados. Había muy poca luz y no llevaba trípode, pero el flash no me atrevía a usarlo por si los gatos se ponían nerviosos y eso pudiera afectar a los resultados del concurso. Me vi atrapada en un paralizante dilema: bien pedir a los dueños de los gatos que los sacaran de sus jaulas para retratarlos más cómodamente, lo que no supondría sino atiborrar de nuevas fotos de gatos lustrosos a un universo ahíto de ellas, o bien fotografiar las jaulas y tiendas y confiar en que se distinguiese el somnoliento animal al fondo. Lo último es lo que preferí, sobre todo al encontrar en mi cámara la idónea función de “ventanilla de avión”, a la que otros se confiarán para fotografiar la silueta de Mallorca, pero que yo uso para sacar fotos de gatos a través de las ventanas de plástico de sus tiendas de campaña.

En pleno romance con la antifotografía me di cuenta de paso de que si me mostraba enfrascada en los retratos podía robar retazos de conversaciones a los criadores. Así, entre disparo y disparo, conseguí anotar lo siguiente: “¡Mira la mamá de esta! ¡Castradita la pobre!”, “Tres minutos para la batalla”, “Decían que sólo eso garantizaba la salud del gato…”, “No hay nivel aquí en España”, “A la hora de criar… yo te digo… que si el gato es bueno…”. Supuse que no podría sacar más de los pasillos y, procurando que el responsable de la organización no se fijase en mí, salí a fumarme un pitillo.

Encontré la cafetería del hotel tomada por los invitados de una boda, que bebiéndose unas cervezas hacían tiempo hasta que se les sirviese el cóctel de aperitivo. Agarré con entusiasmo el ardiente clavo de las correspondencias que ¿André Breton? había hecho llegar hasta mí de una patada. Hay un cuento de Villiers que consiste en dos descripciones casi idénticas de dos lugares en apariencia bien distantes: uno es un café, otro es la morgue, y al lector le queda al final claro que no hay diferencia entre ambos. Del mismo modo, ¿por qué no comparar el mundo del felino engalanado con la algarabía de un festejo nupcial? Corrí a comprarme otro paquete de tabaco.

Busqué un buen sofá en el distribuidor del hotel desde donde observar los avances de los invitados de Marina y José Luis y la llegada de los amantes de los gatos. Unos y otros se cruzaban de camino al cuarto de baño, charlando animadamente o trastabillando. Hice algunos vídeos y cuando no pasaba nadie me entretenía mirándolos y repasando las fotos de horas antes. Cuando un grupo de niños se puso a corretear y a tirarse por el suelo me incorporé alerta para no perderme nada. Con todas aquellas imágenes en la retina volví a entrar en el salón de los gatos y reanudé esperanzada el registro de nombres (Doc Holliday de Vill, Calamity Jane de Vill, Tina Turner de Vill; Giorgianna D’Montoliu, Natan von Legender Seilbahnberg, Hercules Poirot La Peyne, Aisha My Fur Lady, Thanarat Our Lady Ofelia). Llegaba justo a tiempo para asistir a la deliberación final.

Los ayudantes fueron convocando a los gatos finalistas por categorías, que son: cachorros, jóvenes, hembras neutras, machos neutros, hembras adultas, machos adultos y gatos de casa, y los jueces iban sometiendo a examen a cada uno. Yo apenas podía ver nada, porque mientras había estado estudiando el comportamiento humano en el distribuidor del hotel el salón se había ido llenando de gente que se agolpaba delante de las mesas. Saqué la cámara y conseguí  fotografiar varias veces una convención de espaldas. Busqué un ángulo peor, más escorado pero más vacío. Desde allí podía observar cómo los ayudantes sostenían como si fueran bayonetas a los gatos finalistas para que los jueces los apreciasen bien, pero al pulsar el disparador la cámara tenía un retardo y lo que capturé todas las veces, todas las veces, es el instante en que los brazos ya se han relajado. Obtuve unas quince imágenes de esos momentos perdidos antes de quedarme sin batería, y mientras me abría paso entre el gentío para buscar un enchufe donde recargarla, pude oír que Calamity Jane había sido elegida como la mejor gata entre todos los gatos.