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Día Internacional Sin Arte

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Hace años, en un Día Mundial Sin Automóvil, unos amigos nos juntamos para alquilar un coche con la intención de dar vueltas sin rumbo por la ciudad. Queríamos un Cadillac o algo así de ostentoso pero, como era en provincias, tuvo que ser un utilitario. La idea surgió como respuesta al agravio comparativo que sufríamos al ir siempre a pie o en medios de transporte público y vernos ese día obligados a compartir nuestras aceras con conductores satisfechos, que hacían su buena acción del año, tambaleándose como marineros que pisan tierra tras meses de navegación.

El Día Internacional Sin Arte que celebramos ayer está animado por ese mismo espíritu justiciero, ridículo e inútil. Apareció, hace ya seis años, a la sombra del Día de los Museos, o de La Noche en Blanco, esos eventos dedicados a gente a la que no le gusta el arte y a los que hay que atraer hacia las salas de los museos y sus tiendas de recuerdos con reclamos ingeniosos.

El Día Internacional Sin Arte no es para estos, que no lo necesitan en absoluto, sino para artistas o aficionados con una identificación fuerte con el arte y con un sentimiento extremo de su inevitabilidad.

Es una tendencia lógica, sana y natural la que impulsa a la gente a cultivarse, a adquirir objetos que enriquezcan su vida espiritual, a promover el uso y disfrute de los productos artísticos. El hecho de negarla ocasionalmente ayuda a reflexionar sobre los intrincados motivos por los que las fuerzas políticas y económicas, públicas y privadas, insisten en la glorificación de la cultura y el arte.

Sí, la situación es preocupante: hay un arte que se rinde a la propaganda, y también está en marcha un proceso profundo de estetización de la política; las obras de arte se confunden entre las mercancías de lujo y las ferias invierten las prioridades de muchos artistas; cualquier iniciativa artística se presta al fomento del consumo, del adoctrinamiento y la parálisis social… y qué decir de la siniestra y engañosa representación que del arte se hace en la publicidad. La repulsa que merecen estos hechos podría convocar en una manifestación a primeros ministros de muchos países.

Sin embargo ese arte, que probablemente debería detenerse todos los días, no es el que exalta/denuncia el Día Internacional Sin Arte. El arte que hay que evitar el día 20 de enero, si se quiere ser fiel al espíritu de la celebración, es el arte de verdad, el bueno, es decir, el que cada uno tiene por bueno y verdadero. La participación en la celebración requiere por lo tanto, el examen detallado de las creencias y empeños propios, y no tanto los de la sociedad.

Pero, ¿qué interés puede tener el cuestionar algo de cuya excelencia estamos convencidos? Quizá, el ponerlo en duda sistemáticamente un día al año, es un procedimiento de seguridad para comprobar que efectivamente es excelente, que no se trata tan solo de que uno se ha acostumbrado a la idea de que es bueno.

Esto, sin embargo, resulta demasiado utilitarista para las inquietudes que nos mueven. Sería más coherente con el proyecto esta afirmación: lo bueno de excluir lo bueno es que no tiene nada de bueno, que es una acción ridícula e improductiva. El interés del Día Internacional Sin Arte es que es absurdo, que no hay ningún motivo por el que sumarse, que no hay construcción de futuro, ni conexiones que establecer, y que está condenado al fracaso. Es purificador en cuanto que es un derroche sacrificial de tono batailleano, que se podría condensar en la heroica proclama española “que se fastidie el capitán que no como rancho”.

Su vocación de fracaso lo hace para mi fascinantemente paradójico, ya que en los seis años que lo he celebrado, en un esfuerzo denodado para no pensar ni hacer nada relacionado con el arte, no me lo he podido quitar de la cabeza en todo el día. Eso sin contar las intensas y variadas conversaciones y disquisiciones que ha propiciado días antes y días después. La festividad da medida de hasta qué punto el hecho de cuestionar y rechazar el arte es propiamente fomentarlo, es su auténtica naturaleza.

En efecto, una de las metodologías que han servido consistentemente a la práctica artística durante su historia es la de la negación de todo lo establecido. En un mundo como el contemporáneo de intercambio frenético, la obstrucción de las prácticas sociales de competitividad y urgencia es una de las empresas en las que el arte puede sanamente embarcarse. Se podría decir del arte lo que Wittgenstein decía de la filosofía, que es una carrera en la que el ganador es el que corre más despacio, o bien el que llega último a la meta.

Ahora bien, cuando el arte se opone a algo, como en el Día Internacional Sin Arte, lo hace por medio de una acción que a su vez se contrapone a sí misma, por medio de una doble negativa. De tal manera que el grito para animar a esta lucha debería ser algo así como: “Artistas de todo el mundo, contra la eficacia y la prisa, ¡separaos!”.

El carácter anticlimático de esta celebración lleva a una reflexión de una calidad distinta, a una reflexión sobre lo único sobre lo que se puede reflexionar, esto es, la futilidad de esto y de lo otro, de la vida, y sobre la angustia de encontrarse solo entre millones de personas en un mundo del que dios ya se marchó. Tal es la cosa que los seis días internacionales sin arte que he celebrado hasta el momento se encuentran entre los más tristes y aburridos desde que tengo uso de razón. Decidir eliminar el arte de tu vida durante un día es como suicidarte un poco. Por medio del arte y su negación uno aprende a “vivir la ansiedad de la forma correcta” que dice Kierkegaard es “el saber definitivo”. Este diría yo que es el objetivo de todo arte que merezca tal nombre. En cualquier caso, el día 20 de enero, preferiría no hacerlo.