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¡Qué cansancio de meses y meses bombardeado por imágenes del que se ha convertido en el nuevo presidente de los Estados Unidos de América! Ninguna es especialmente delicada ni armoniosa.

Para alguien como yo que no es conservador, no está suscrito a ninguna publicación conservadora, no ve la televisión, no compra periódicos, no puede votar en las elecciones americanas, visita muy pocas webs de noticias, y es muy restrictivo con las redes sociales resulta irritante recibir constantemente tantos retratos de ese señor.

Y hay que prepararse, porque a continuación vienen las lamentaciones, probablemente ilustradas también por las mismas imágenes. Ahora van a parecer todavía más lícitas, porque la arrogancia del protagonista, que se interpretaba como un farol, ha resultado estar respaldada por buenas cartas. Me suena haber vivido esto ya antes, con otras elecciones, con otros referéndums.

Paradójicamente, veo estos retratos porque los envían mis contactos progresistas, de izquierdas, bien intencionados. Los mensajes que llegan con estas entregas diarias son de registros varios que incluyen críticas, comentarios jocosos, pruebas irrevocables de algún hecho estúpido o malvado, revelaciones de siniestras conspiraciones, o simples insultos destemplados, todos con una buena dosis de negatividad. Sin embargo, una vez que se quita la hojarasca -al segundo vistazo, digamos-  pertenecen todos a una única categoría: la de vehículos de transmisión de esas imágenes de las que sus remitentes inmediatos, mis amigos en el sentido más contemporáneo, se convierten en siervos inconscientes. Lo son del protagonista, de las imágenes que pasan por ellos, y del fenómeno mediático en general. Las imágenes que más se repiten han sido creadas por el equipo del candidato, y él ha dado personalmente su visto bueno.

Escribe Diderot que los libros que contienen los motivos de sus creencias le ofrecen, al mismo tiempo, las razones de la incredulidad. “Son arsenales comunes”. Los bancos de archivos donde están alojadas estas imágenes también son arsenales comunes, y probablemente todos los links apuntan a un servidor que es, cuando menos simbólicamente, el mismo. Son armas que matan a los que las disparan, da igual a dónde apunten y el bando al que pertenezcan.

Parecería que mis contactos me envían estas imágenes para que escupa sobre algo a lo que tengo aprecio, la pantalla de mi ordenador. Una amiga diferente me cuenta que, desde principios del siglo XVII hasta el XIX, hubo artistas japoneses dedicados por completo a la creación de imágenes de Jesucristo o de la Virgen, algunas de gran calidad, con el único propósito de que los japoneses cristianos las pisasen, y demostrasen así que renunciaban a su fe. Como sé que muchos cristianos japoneses murieron por negarse a pisarlas y, en cualquier caso, he visto lo cuidadosos que son la mayoría de los japoneses con todo lo que pisan, imagino que bastantes se conservan y son veneradas, y han servido finalmente de manera positiva a la expansión de la fe, y no sólo como revulsivo.

“No quiero sonar hostil con mis críticos” dice Marshall McLuhan, “en realidad, aprecio su atención. Después de todo, los detractores del hombre trabajan para él sin descanso y gratis”. Y también Goethe: “todos los adversarios de una causa genial no hacen más que aporrear ascuas; éstas saltan a un lado y otro y el fuego prende allí donde normalmente no lo hubiera hecho”. Hay que disculpar a Goethe, porque era experto, únicamente, en causas geniales.

Los que vitorean y los que se mofan sirven, con pocas excepciones, a un fin común. La sátira política no tiene ya sentido. Se volvió obsoleta, según el cómico americano Tom Lehrer “cuando concedieron el Premio Nobel de la Paz a Henry Kissinger“. Lehrer, que se había reído desde los escenarios de todo lo políticamente relevante, se retiró cuando todavía era joven, poco después de tal luctuoso acontecimiento. Hemos visto cosas peores desde entonces.

La palabra “sátira” tiene la misma raíz latina que “saturación” y entiendo que el autor satírico exagera las características de una persona hasta alcanzar un grado en que se desborda su sentido. Pero la calidad de la política contemporánea es la de un sumidero capaz de absorber cualquier caudal, quizá sea porque la palabra “política” también ha quedado obsoleta. Los escenarios distópicos que presentan algunas narraciones hiperbólicas de la realidad, en dibujos animados de personajes amarillos, por ejemplo, cumplen una función: la de abrir la posibilidad de que tales cosas sucedan. Suceden dos veces en la Historia, la primera como sátira y la segunda como business as usual.

No hay ninguna manera de pronunciar el nombre del presidente electo que no sea una acción de branding por activa o por pasiva. Cada vez que se oye ese sonido, inflige daños cerebrales, tanto más traumáticos cuanto menos se sea consciente de su existencia y efecto. En un pasaje de sus Historias Herodoto avisa de la existencia de ciertos escritores griegos que se arrogan la autoría de una teoría sobre el alma de la que, en realidad, solo son transmisores: “conozco sus nombres, pero no los pondré por escrito”.

De la misma manera no quiero que la vibración de mis cuerdas vocales se ponga en esa disposición que requiere producir ese sonido, que esa vibración se transmita a mi cerebro, que mis dedos ejecuten la secuencia de movimientos necesaria para apretar las teclas que la aparición de ese nombre en la pantalla precisa.  

Pero incluso no nombrar al innombrable anuncia desastre, ya que el silencio se convierte en una línea de puntos que la mente de Paulov rellena con inusitada prontitud.

Probablemente sólo los poemas, las obras de arte, escapan a esa lógica. Por el contrario “una conversación empieza  con una mentira. Y cada interlocutor de ese supuesto lenguaje común siente la división del témpano, el separarse como con impotencia, como si se enfrentara a una fuerza de la naturaleza” escribe Adrienne Rich en sus Cartografías del silencio.

Mejor no decir nada de nada. La imagen que ilustra este artículo es el ideograma chino “wu”, “mu” en japonés, y quiere decir “nada” (o “no”, “sin”). Una empresa comercial de productos de escritorio y de hogar que quiera enfatizar la ausencia de imagen de marca en beneficio de las cualidades de simpleza y esencialidad de sus productos, bien podría usar este signo como logotipo. Esa empresa existe en la japonesa Mujiushi Ryohin (sin marca, producto bueno), conocida popularmente como “Muji”. En esta transmutación en marca, el concepto “nada” pierde el significado o, más bien, se llena (de objetos bonitos, dirán algunos). La mayor parte de los occidentales que compran en Nada (Muji) lo hacen con la misma fruición que un analfabeto comería una sopa de letras.

En lugar de acallar las voces, de intentar reducir sus efectos por medio de la ascesis, en los juegos olímpicos de la antigua Grecia se usaba la estrategia contraria, la de la profusión: a los jueces corruptos que habían amañado competiciones, y cuyas trapazas habían sido descubiertas, se les imponía una multa económica. Con ese dinero se encargaban estatuas de Zeus, llamadas Zanes, que se exponían en el exterior del estadio con los nombres de los deshonrados escritos en las bases, para avergonzarlos, y para que la gente recordara su ignominia por mucho tiempo. Algunas estatuas estuvieron ahí durante 500 años, y todavía existen algunas de las bases. Si en nuestros tiempos se aplicara esta práctica en los casos de corrupción política, resultaría imposible circular por la calle por la cantidad de estatuas. Como dijo Catón el Viejo, “después de mi muerte prefiero que la gente pregunte por qué no tengo un monumento que por qué lo tengo.”

Yo me pregunto por qué los detractores del hasta hace poco candidato no ilustran sus ataques con imágenes de otras cosas, o sin imágenes, pero me respondo enseguida: los mensajes tienen que ser liderados por un señuelo de este tipo, dado que los remitentes quieren que sean leídos y comentados. Porque ¿quién leería y compartiría una historia ilustrada por, pongamos por caso, un ideograma chino?

La repetición y distribución profusa de imágenes de los personajes políticos más detestables podría interpretarse, siguiendo una línea de pensamiento que pasa por Freud, Adorno y Derrida, como un proceso libidinal de sumisión al líder, de deprecación del padre en el que uno se siente reflejado. Por eso incluso los detractores conscientes las acarician inconscientemente, y las envían. Porque también los públicos las reciben así, los mensajes que las transportan tienen más difusión, se comparten más, se vuelven a enviar. Este es un mecanismo que se auto-refuerza en progresión geométrica. Hay que estar muy alerta para caer sólo con moderación en la trampa. Cuando oigo la palabra “viral”, saco mi caja de antibióticos.

Parece que no sirva de nada sufrir los dardos de la fortuna injusta ni tampoco oponer los brazos a ese torrente de calamidades, ya que, por más atrevida que sea la resistencia, ésta no les pone fin, sino que las multiplica.

Me gustaría pensar que es posible desconectarse del mundo y tomar el camino por el que han optado históricamente filósofos y monjes, y que uno no lo hace por pereza, por miedo, o por falta de entrenamiento. Hay que tener en cuenta, en cualquier caso, que da igual en qué lugar de la globalización se esté, que de todas maneras se ve uno afectado ineludiblemente por la actividad de otros seres humanos, en una medida muy superior a la de siglos pasados: radiación de bombas y desastres nucleares (todo desastres), polución, privatización de recursos naturales, inspectores de hacienda...

El mayor problema de quedarse al margen es que se pierde visión de conjunto, no se actualizan los programas antivirus y entonces la mínima conexión resulta fatal: se cae en la trampa más tonta, que es la peor. Es necesario saber cuáles son las amenazas para poder defenderse de ellas -hay que recordarse diariamente que las amenazas existen-  pero hay que evitar que las tareas defensivas consuman todos los recursos vitales, y que, como para la última Unión Soviética, el sentido de la vida sea sólo el dotar submarinos nucleares. Eso es ya una derrota por todo lo bajo, tan mala o peor como la dejarse traspasar por todas las marcas.

El filósofo Giorgio Agamben habla en Estado de excepción de una manera de relacionarse con la ley que no pretende su destrucción ni su abandono y que se dedica a su estudio. Cuando menos distinguir entre las imágenes que algunos poderosos quieren que se vean y las que no, entre las historias que promocionan y las que intentan ocultar. Esto requiere mucho trabajo, sobre todo de introspección. Se trata de encontrar un lugar intermedio entre el central headquarters de la red social por excelencia y el refugio de Unabomber, un espacio de tensión constante. Sufrir, un rato, los dardos, y oponer los brazos otro rato, sin que se llegue a perder la sensibilidad en un caso, o el empeño, en el otro. Esta acción quizá sea imposible, o inane pero, como dice Adorno en relación a la utopía, renunciar a ella significaría “decidirse a apoyar algo a pesar de que sé perfectamente que se trata de un timo. Esa es la raíz del problema”.

Ni que decir tiene que yo encuentro ese espacio en la práctica del arte. Por lo demás, aprovecho la ocasión para terminar diciendo que Cartago debe ser destruido.

En portada, el ideograma mu (en japonés) o wú (en chino).