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De peliculones, elitismos e inmoralidades
Existe un debate cíclico alrededor de las industrias culturales, reavivado por cualquier acontecimiento —como pueden ser, recientemente, la política de selección de peliculones en Antena3 durante la navidad, la censura de The Interview o la publicación de un libro como Indies, hipsters y gafapastas—, que culmina invariablemente en las mismas preguntas ante los productos masivos: ¿debemos seguir refiriéndonos a ellos como arte? Y en caso afirmativo, ¿es ese arte inmoral?
Estamos ante un territorio exclusivamente urbanizado con torres de marfil, habitado por tipos que cada vez que alguien les pregunta por la última película de Christopher Nolan ponen cara de «no me interrumpas mientras leo La república y las leyes». A ellos se enfrentan verdaderas huestes de defensores del Entretenimiento. No son los habituales consumidores de cine de género, Marvel y novelas decimonónicas: en ningún caso se trata de la vieja pataleta entre alta y baja cultura. Hablamos aquí de productos que la gente que concurre por el Ateneu Barcelonès no tocaría ni con un palo de hacerse selfies. El nivel es Pitbull contra Händel.
Sin embargo, cuando al salir del cine lanzamos una filípica contra tal o cual película, o nos enfrascamos en largas discusiones de sobremesa, ni siquiera acostumbramos a usar la palabra «inmoral» en el mismo sentido que nuestros interlocutores. Por eso vale la pena recordar las tesis de Noël Carroll en su libro Una filosofía del arte de masas, que constituye una de las mejores defensas del arte de masas y, además, por su estilo analítico, permite que repasemos sus argumentos como si de una guía para dummies se tratara.
EL ELITISTA QUE TODOS LLEVAMOS DENTRO
Una discusión previa pasa por determinar si American Pie 3: la boda o Epic Movie, por poner dos ejemplos clamorosos, pueden subsumirse, sin sonrojos ni suspiros, bajo la categoría de «arte». Según Carroll, existen al menos cuatro argumentos habituales que, con algunas variaciones, casi todo el mundo utiliza para descatalogar como fenómenos no artísticos aquellos productos que están por debajo de su umbral de cualidad.
El primero es el de la masificación. El editor o productor —al que prefiguramos mentalmente como el típico puerco capitalista, puro entre dientes y sombrero de copa— se propone vender el material a cuantos más incautos mejor, de modo que la obra, lejos de expresar la visión individual y singularísima del artista —aquella esencia que, tautológicamente, define lo que el arte es—, tiende a evitar lo singular en favor de un gusto inferior, adaptándose a la sensibilidad de la masa que, a su vez, es catalogada como basta, acrítica y estúpida. Este silogismo tiene su reverso en otro de los argumentos, el de la pasividad: a diferencia del arte genuino, que convoca las facultades intelectivas de los espectadores y los obliga a adoptar una disposición activa, los productos de masas están concebidos para resultar universalmente accesibles, cosa que los condena a una exhaustividad explicativa que genera una disposición pasiva en el espectador.
A todo ello se suman otros dos argumentos, el de lo formulario y el del condicionamiento. El primero afirma que, lejos de perseguir la originalidad y autenticidad, el arte de masas convierte la cultura en un oficio mecánico, mero recurso de un sistema económico, por lo que termina sirviéndose de fórmulas estereotipadas que repite insaciablemente para producir emociones en cadena. Lo cual da pie a un último argumento: si ciertos estereotipos e historias se repiten incesablemente, proyectarán la imagen de que las circunstancias, y la realidad social en su conjunto, son inmutables. Esta idea, junto a la invectiva secularizada de la escuela de Frankfurt según la cual el arte de masas incapacita nuestra imaginación y reflexión, coartando nuestra autonomía, termina por cuajar en la conclusión que avanzábamos al principio: no sólo no es arte, sino que es ideológicamente peligroso pues, en la medida que condiciona nuestras decisiones y acciones, es un producto moralmente reprobable.
American Pie es arte
Nuestro prurito elitista, que nos torna suspicaces ante la consideración de que un film de humor basado en chistes fáciles sobre pedos, borracheras y sexo pueda ser arte, nos invita a dar credibilidad a los anteriores argumentos. Con todo, como demuestra Carroll, ninguno de ellos resulta convincente. De entrada, no está claro que la vocación masiva de un producto tenga por que anular su carácter singular: nadie negará que Chaplin, Sinatra o Tim Burton disponen de una visión personal única. Y está claro que también reconocemos American pie al minuto uno. El alérgico al mainstream confunde una propiedad de la recepción del producto —la generalidad— con una propiedad de la creación del artista.
Asimismo, resulta extraña la acusación de pasividad. Es probable que aquí los guardianes de la moral nos señalen con dedo acusador las películas de acción, con su pirotecnia frenética de explosiones, golpes y violencia en 3D. Sin embargo, el grueso del arte de masas, alimentado por relatos de terror, thrillers e historias de detectives, parece reclamar trabajo cognitivo por parte del espectador, que ha de actualizar constantemente su interpretación y sus expectativas. Teoría de la recepción de primer curso, vaya. Y no sólo eso: también ante los blockbusters-pavo real, esos films de acción y aventuras que despliegan unos brillantísimos efectos especiales por todo plumaje, debemos adoptar una postura activa para ser capaces de comprender meramente la ficción que proponen, ya que nos comprometemos con sus proyecciones de significado, anticipaciones y dobles sentidos. Lo que le molesta al irritable elitista que todos llevamos dentro no es, entonces, la pasividad del espectador, sino la accesibilidad extrema de estas obras. Pero parece poco probable que la dificultad para comprender una obra pueda constituir una característica necesaria o suficiente para elevarla al estatuto de arte.
El argumento de lo formulario tiene muchísimos problemas, también. Por ejemplo, ¿qué hacemos con los sonetos? De entrada parece que, retroactivamente, deberemos dejar fuera de la categoría de arte el grueso de la poesía, así como casi todos los guiones de cine. Y si no condenamos todos los recursos estandarizantes, ¿dónde ponemos el límite en que la repetición de una formula convierte la obra en inauténtica? Además, si el principal peligro de lo formulario es olvidar que el fin del arte es la aclaración de una emoción vaga en una expresión auténtica, también deberíamos excluir todo aquello que hasta ahora considerábamos arte pero que no es capaz de prescindir de emociones vagas —como el simbolismo—, de emociones primarias —como el surrealismo— o de emociones vivas —como los textos beat—.
Por último, encontramos la acusación de condicionamiento por la incesante y monótona repetición de las mismas historias y estereotipos. El adoctrinamiento ideológico vía soft power es una de las tesis más conocidas y que más fácilmente se asocia con los estudios culturales. Tal acusación se basa en una premisa fuerte: que el arte de masas nos condena al inmovilismo al introducir subrepticiamente en nuestra consciencia la imagen de una sociedad estática, antiutópica. Sin embargo, cuesta creer que esto sea posible cuando gran parte de la ficción contemporánea es una reactualización constante del sueño americano: el individuo anónimo y esforzado que logra sobreponerse a las adversidades, revolucionando el mundo con su visión. Jobs es el último ejemplo, pero incluso en las comedias tipo American Pie encontramos una transformación parecida en el personaje protagonista: la autoafirmación de su autenticidad revoluciona su cotidianidad. El mensaje, explícito hasta límites pornográficos, afirma que TÚ PUEDES CAMBIAR EL MUNDO. Nada más lejos del inmovilismo.
El conservadurismo de los blockbusters inmorales
Hay otra premisa, más débil pero más interesante, que afirma que incluso esta representación del cambio puede ser ideológica e inmoral. No entraremos en el laberinto conceptual de la ideología y sus críticos, sino en la cuestión de la moralidad, fijándonos en casos meridianamente claros como que «asesinar a cincuenta personas porque en Kill Bill lo hacen» está mal. El argumento más extendido es consecuencialista: algunas obras, ya sea por la vía de la repetición de ciertas proposiciones morales —explícitas o implícitas— o por la de la identificación con los personajes ficticios, generan creencias y emociones en los espectadores que tienen consecuencias causales sobre su conducta moral.
Dejando a un lado excepciones notables, pero excepciones al fin, resulta difícil pensar que en general una película o una novela sea capaz de sugerirnos una idea relevante que en cierto modo no estuviera ya presente en nuestro bagaje cultural: American Pie no inventó el desmadre, ni Jarmusch el existencialismo de salón. Asimismo, no parece que la fusión emocional con el personaje llegue a ser nunca tan grande que nos haga perder el sentido de la realidad: la toma de partido empática siempre se realiza desde un punto de observación que da sentido al escenario por comparación. El arte de masas no es el reino mágico de la inmoralidad donde escuchar a Marilyn Manson te transforma en asesino en serie.
Sin embargo, no deja de ser cierto que nuestro sentido moral se vea comprometido en el consumo cultural. Las narraciones son una buena ocasión para ejercitar el conocimiento, aplicar los conceptos y despertar las emociones morales que ya poseemos: movilizamos nuestro aparato ético, emitimos juicios, nos cuestionamos convicciones que hasta entonces habíamos sostenido y profundizamos en otras. Quizá un ejemplo paradigmático de ello sea la serie Californication, un relato en apariencia inmoral, que ahonda de forma gratuita en el libertinaje y la explotación televisiva de lo obsceno, pero que constantemente —al final de cada capítulo— obliga al espectador a una evaluación conservadora que condena tal libertinaje sexual en nombre del amor romántico y la vida familiar. No afirma nada nuevo, ni imprime en el espectador la necesidad imperiosa de militar en asociaciones pro-vida, es cierto, pero le obliga a reexaminar sus preferencias al respecto en términos éticos. Lo mismo que hace, y de hecho sigue haciendo, la saga American Pie.
Resumiendo. Cuando se acusa al arte de masas de inmoralidad en realidad se lo está acusando de no ser lo que dice ser: arte. Nuestra reticencia a considerar como auténtico un tipo de producto accesible, formulario y emocionalmente codificado nos lleva a sospechar que la inmoralidad se encuentra, de hecho, en ese carácter accesible, formulario y emocionalmente codificado. Pero parece que un análisis ético del arte debe ser mucho más sutil, y aplicar el término «inmoral» no ya a la forma de producción y recepción de un tipo de arte, así como tampoco a ciertos contenidos típicamente censurados —violencia, sexo, etc.—, sino al tipo de revisión, clarificación y enjuiciamiento de nuestras propias convicciones. Es en esta tesitura donde una crítica moral del arte de masas tiene sentido.
De peliculones, elitismos e inmoralidades
Existe un debate cíclico alrededor de las industrias culturales, reavivado por cualquier acontecimiento —como pueden ser, recientemente, la política de selección de peliculones en Antena3 durante la navidad, la censura de The Interview o la publicación de un libro como Indies, hipsters y gafapastas—, que culmina invariablemente en las mismas preguntas ante los productos masivos: ¿debemos seguir refiriéndonos a ellos como arte? Y en caso afirmativo, ¿es ese arte inmoral?
Estamos ante un territorio exclusivamente urbanizado con torres de marfil, habitado por tipos que cada vez que alguien les pregunta por la última película de Christopher Nolan ponen cara de «no me interrumpas mientras leo La república y las leyes». A ellos se enfrentan verdaderas huestes de defensores del Entretenimiento. No son los habituales consumidores de cine de género, Marvel y novelas decimonónicas: en ningún caso se trata de la vieja pataleta entre alta y baja cultura. Hablamos aquí de productos que la gente que concurre por el Ateneu Barcelonès no tocaría ni con un palo de hacerse selfies. El nivel es Pitbull contra Händel.
Sin embargo, cuando al salir del cine lanzamos una filípica contra tal o cual película, o nos enfrascamos en largas discusiones de sobremesa, ni siquiera acostumbramos a usar la palabra «inmoral» en el mismo sentido que nuestros interlocutores. Por eso vale la pena recordar las tesis de Noël Carroll en su libro Una filosofía del arte de masas, que constituye una de las mejores defensas del arte de masas y, además, por su estilo analítico, permite que repasemos sus argumentos como si de una guía para dummies se tratara.
EL ELITISTA QUE TODOS LLEVAMOS DENTRO
Una discusión previa pasa por determinar si American Pie 3: la boda o Epic Movie, por poner dos ejemplos clamorosos, pueden subsumirse, sin sonrojos ni suspiros, bajo la categoría de «arte». Según Carroll, existen al menos cuatro argumentos habituales que, con algunas variaciones, casi todo el mundo utiliza para descatalogar como fenómenos no artísticos aquellos productos que están por debajo de su umbral de cualidad.
El primero es el de la masificación. El editor o productor —al que prefiguramos mentalmente como el típico puerco capitalista, puro entre dientes y sombrero de copa— se propone vender el material a cuantos más incautos mejor, de modo que la obra, lejos de expresar la visión individual y singularísima del artista —aquella esencia que, tautológicamente, define lo que el arte es—, tiende a evitar lo singular en favor de un gusto inferior, adaptándose a la sensibilidad de la masa que, a su vez, es catalogada como basta, acrítica y estúpida. Este silogismo tiene su reverso en otro de los argumentos, el de la pasividad: a diferencia del arte genuino, que convoca las facultades intelectivas de los espectadores y los obliga a adoptar una disposición activa, los productos de masas están concebidos para resultar universalmente accesibles, cosa que los condena a una exhaustividad explicativa que genera una disposición pasiva en el espectador.
A todo ello se suman otros dos argumentos, el de lo formulario y el del condicionamiento. El primero afirma que, lejos de perseguir la originalidad y autenticidad, el arte de masas convierte la cultura en un oficio mecánico, mero recurso de un sistema económico, por lo que termina sirviéndose de fórmulas estereotipadas que repite insaciablemente para producir emociones en cadena. Lo cual da pie a un último argumento: si ciertos estereotipos e historias se repiten incesablemente, proyectarán la imagen de que las circunstancias, y la realidad social en su conjunto, son inmutables. Esta idea, junto a la invectiva secularizada de la escuela de Frankfurt según la cual el arte de masas incapacita nuestra imaginación y reflexión, coartando nuestra autonomía, termina por cuajar en la conclusión que avanzábamos al principio: no sólo no es arte, sino que es ideológicamente peligroso pues, en la medida que condiciona nuestras decisiones y acciones, es un producto moralmente reprobable.
American Pie es arte
Nuestro prurito elitista, que nos torna suspicaces ante la consideración de que un film de humor basado en chistes fáciles sobre pedos, borracheras y sexo pueda ser arte, nos invita a dar credibilidad a los anteriores argumentos. Con todo, como demuestra Carroll, ninguno de ellos resulta convincente. De entrada, no está claro que la vocación masiva de un producto tenga por que anular su carácter singular: nadie negará que Chaplin, Sinatra o Tim Burton disponen de una visión personal única. Y está claro que también reconocemos American pie al minuto uno. El alérgico al mainstream confunde una propiedad de la recepción del producto —la generalidad— con una propiedad de la creación del artista.
Asimismo, resulta extraña la acusación de pasividad. Es probable que aquí los guardianes de la moral nos señalen con dedo acusador las películas de acción, con su pirotecnia frenética de explosiones, golpes y violencia en 3D. Sin embargo, el grueso del arte de masas, alimentado por relatos de terror, thrillers e historias de detectives, parece reclamar trabajo cognitivo por parte del espectador, que ha de actualizar constantemente su interpretación y sus expectativas. Teoría de la recepción de primer curso, vaya. Y no sólo eso: también ante los blockbusters-pavo real, esos films de acción y aventuras que despliegan unos brillantísimos efectos especiales por todo plumaje, debemos adoptar una postura activa para ser capaces de comprender meramente la ficción que proponen, ya que nos comprometemos con sus proyecciones de significado, anticipaciones y dobles sentidos. Lo que le molesta al irritable elitista que todos llevamos dentro no es, entonces, la pasividad del espectador, sino la accesibilidad extrema de estas obras. Pero parece poco probable que la dificultad para comprender una obra pueda constituir una característica necesaria o suficiente para elevarla al estatuto de arte.
El argumento de lo formulario tiene muchísimos problemas, también. Por ejemplo, ¿qué hacemos con los sonetos? De entrada parece que, retroactivamente, deberemos dejar fuera de la categoría de arte el grueso de la poesía, así como casi todos los guiones de cine. Y si no condenamos todos los recursos estandarizantes, ¿dónde ponemos el límite en que la repetición de una formula convierte la obra en inauténtica? Además, si el principal peligro de lo formulario es olvidar que el fin del arte es la aclaración de una emoción vaga en una expresión auténtica, también deberíamos excluir todo aquello que hasta ahora considerábamos arte pero que no es capaz de prescindir de emociones vagas —como el simbolismo—, de emociones primarias —como el surrealismo— o de emociones vivas —como los textos beat—.
Por último, encontramos la acusación de condicionamiento por la incesante y monótona repetición de las mismas historias y estereotipos. El adoctrinamiento ideológico vía soft power es una de las tesis más conocidas y que más fácilmente se asocia con los estudios culturales. Tal acusación se basa en una premisa fuerte: que el arte de masas nos condena al inmovilismo al introducir subrepticiamente en nuestra consciencia la imagen de una sociedad estática, antiutópica. Sin embargo, cuesta creer que esto sea posible cuando gran parte de la ficción contemporánea es una reactualización constante del sueño americano: el individuo anónimo y esforzado que logra sobreponerse a las adversidades, revolucionando el mundo con su visión. Jobs es el último ejemplo, pero incluso en las comedias tipo American Pie encontramos una transformación parecida en el personaje protagonista: la autoafirmación de su autenticidad revoluciona su cotidianidad. El mensaje, explícito hasta límites pornográficos, afirma que TÚ PUEDES CAMBIAR EL MUNDO. Nada más lejos del inmovilismo.
El conservadurismo de los blockbusters inmorales
Hay otra premisa, más débil pero más interesante, que afirma que incluso esta representación del cambio puede ser ideológica e inmoral. No entraremos en el laberinto conceptual de la ideología y sus críticos, sino en la cuestión de la moralidad, fijándonos en casos meridianamente claros como que «asesinar a cincuenta personas porque en Kill Bill lo hacen» está mal. El argumento más extendido es consecuencialista: algunas obras, ya sea por la vía de la repetición de ciertas proposiciones morales —explícitas o implícitas— o por la de la identificación con los personajes ficticios, generan creencias y emociones en los espectadores que tienen consecuencias causales sobre su conducta moral.
Dejando a un lado excepciones notables, pero excepciones al fin, resulta difícil pensar que en general una película o una novela sea capaz de sugerirnos una idea relevante que en cierto modo no estuviera ya presente en nuestro bagaje cultural: American Pie no inventó el desmadre, ni Jarmusch el existencialismo de salón. Asimismo, no parece que la fusión emocional con el personaje llegue a ser nunca tan grande que nos haga perder el sentido de la realidad: la toma de partido empática siempre se realiza desde un punto de observación que da sentido al escenario por comparación. El arte de masas no es el reino mágico de la inmoralidad donde escuchar a Marilyn Manson te transforma en asesino en serie.
Sin embargo, no deja de ser cierto que nuestro sentido moral se vea comprometido en el consumo cultural. Las narraciones son una buena ocasión para ejercitar el conocimiento, aplicar los conceptos y despertar las emociones morales que ya poseemos: movilizamos nuestro aparato ético, emitimos juicios, nos cuestionamos convicciones que hasta entonces habíamos sostenido y profundizamos en otras. Quizá un ejemplo paradigmático de ello sea la serie Californication, un relato en apariencia inmoral, que ahonda de forma gratuita en el libertinaje y la explotación televisiva de lo obsceno, pero que constantemente —al final de cada capítulo— obliga al espectador a una evaluación conservadora que condena tal libertinaje sexual en nombre del amor romántico y la vida familiar. No afirma nada nuevo, ni imprime en el espectador la necesidad imperiosa de militar en asociaciones pro-vida, es cierto, pero le obliga a reexaminar sus preferencias al respecto en términos éticos. Lo mismo que hace, y de hecho sigue haciendo, la saga American Pie.
Resumiendo. Cuando se acusa al arte de masas de inmoralidad en realidad se lo está acusando de no ser lo que dice ser: arte. Nuestra reticencia a considerar como auténtico un tipo de producto accesible, formulario y emocionalmente codificado nos lleva a sospechar que la inmoralidad se encuentra, de hecho, en ese carácter accesible, formulario y emocionalmente codificado. Pero parece que un análisis ético del arte debe ser mucho más sutil, y aplicar el término «inmoral» no ya a la forma de producción y recepción de un tipo de arte, así como tampoco a ciertos contenidos típicamente censurados —violencia, sexo, etc.—, sino al tipo de revisión, clarificación y enjuiciamiento de nuestras propias convicciones. Es en esta tesitura donde una crítica moral del arte de masas tiene sentido.