Contenido
De generaciones
El Capital los cría y la Literatura los separa
Hablando de la cuestión, el sociólogo marxista Martín López Navia afirma que la prueba del nueve sobre las generaciones reside más en su negación que en su existencia: “Trátase de un dilema fantasmal y hermenéutico inscrito desde el punto de vista fenomenológico en un constelación categórica semejante al de las brujas gallegas del no existen pero haberlas haylas cuya refutación más evidente reside, como es práctica civil frecuente, en quien al negar da vida” (Generaturur Dómine. Ediciones Naturales. Lugo, 2014). Lo que es sorprendente, pero no tanto, es que el tema resurja con acritud e impulso (aquella acritud de la que renegó Felipe González en los impulsivos y fundacionales momentos de la casta bipartidista). Y digo ese “pero no tanto” porque, al parecer y según las últimas encuestas de intención electoral, también ahora estamos en tiempos de impulso, fundación y autodescripción de una nueva mayoría (99%). Y hete aquí que de pronto, súbito y en campos digitales en combate y competencia mediática, Elena Cabrera pone en uso aquello de la lucha de clases y Antonio J. Rodríguez sale en arrebato y defensa de aquella tan mayoritaria mayoría cuya virtud e integridad ve y siente amenazadas por el uso de tal cisoria y marxista herramienta conceptual aun cuando uno podría pensar que, detrás de esa mayoría tan difusa, se esconde aquel juego de factos entre el en sí y el para sí hoy tan arrumbado en el baúl de las antiguallas. Porque ser mayoría no supone tener la capacidad de ejercer esa mayoría como toma del poder socioeconómico.
Leo las dos intervenciones y algunas excrecencias segregadas vía Twitter y, aunque al parecer ahora es sospechoso tenerlas, parecen confirmarse mis sospechas de que el lenguaje es un medio de incomunicación manifiesto cuando no un arma de destrucción masiva. Una batalla si no entre sordos sí entre dos lenguas distintas aunque de preocupación y origen semejante que, como es sabido, son las que más separan y traicionan. Una vez marx la lucha por las palabras.
Hay batallas en las que más allá de un territorio o un poder a conquistar lo que entra en liza es la elección y propiedad del campo de batalla. Que no es moco de pavo. Y no me refiero (aunque también) a que el conflicto refleje el enfrentamiento mediático entre dos publicaciones que acaso disputen solapados espacios de mercado (es decir segmentos de población estético-sociológicos en los que lo generacional tiene pertinencia), sino al hecho de que el debate en mi opinión canaliza la permanente lucha (semántica y geográfica) por la ocupación del mapa o mapas de la realidad, ese lugar donde cada fuerza se sitúa a fin de poder asaltar la ciudadela del futuro, pues, como indica Koselleck: “Todo concepto establece un horizonte determinado y una teoría que lo hace concebible”.
Dibujar un mapa, o una antología literaria es un poder que va más allá de lo simbólico (entre otras causas porque todo capital simbólico, dada su constitución fiduciaria, contiene un destino final monetario), pero conviene recordar que al igual que no todo poder pertenece al poder de la clase dominante, de igual modo los dominados, como bien recordaba Jean Claude Miller en El salario de lo ideal, pueden formar parte, por activa o pasiva, de la dominación. Milagros en la distribución de las plusvalías que los antimarxistas vulgares suelen o solemos y desearíamos olvidar.
Elena Cabrera, que utiliza el término clase para alejarse acaso del contrarrevolucionario consejo que Edmund Burke da a sus correligionarios: “Unamos a nuestros adversarios para provocar confusión y demoras”, argumenta que el trazado hegemónico de los mapas literarios es un acto de poder y, dado que hasta el momento y a la espera de lo que lo digital pueda alterar, ese trazo se inserta en los dominios del capital editorial y mediático, no le faltaría razón suficiente si bien al generalizar parece no tener en cuenta que pudiera tener existencia un poder no dominante que habría de estar inscrito en el bando de los dominados revolucionarios. Y el ejemplo del Romancero General de la Guerra de España (Madrid-Valencia, 1937) que editó Emilio Prados sería un buen ejemplo de esa posibilidad. Antonio J. Rodríguez, que parece huir de la casta como quien huye del virus de la caspa estética, entiende que hablar de clases formaría parte de la réproba táctica del “divide y vencerás” y ante tamaña provocación se rasga las vestiduras literarias y emprende una airada réplica y condena en la que termina por recurrir a la tan manoseada metáfora empresarial del “todos navegamos en el mismo barco”. Escribe al respecto desde la necesidad de acabar con los errores del pasado, pero en su inteligencia esperanzada no debería dejar de ser consciente ni de que el pasado es una construcción ideológica interesada ni de que también conviene precaverse contra los errores del futuro ni de que si bien navegamos juntos porque no nos queda otro remedio, cuando naufragamos cada viajero según su clase y pertenencia lo hace de maneras diferentes.
En todo caso, y aunque ni quito ni pongo rey pero ayudo a mi señor (republicano), aprovecho la ocasión para señalar el generalizado y de-generado entendimiento y uso del concepto de clase como mera categoría sociológica, como mecanismo de descripción de diferentes posiciones en el gradiente socioeconómico o como mera adscripción ya al polo del Capital ya al polo del Trabajo. Nada extraño si tenemos en cuenta que llevamos años y años en los que el antimarxismo —el vulgar y el respetable— viene proponiendo una lectura de Marx como la de un muy ilustrado y estimable estudioso de la realidad social de su tiempo. Y Punto. Y no. Porque Marx fue y es ante todo un revolucionario empeñado en acabar con el sistema social asentado sobre la propiedad privada de los medios de producción (los literarios incluidos) que genera y fundamenta en la acción, en la lucha, su concepción de las clases como territorios sociales definibles no por su posición en el interior del sistema social sino por su participación activa en la batalla. Pues aunque es evidente que la elección del campo de batalla también forma parte de la batalla, el marxismo deja claro que esa elección es precisamente patrimonio de la clase dominante. Y la define. Y que cada uno haga su recuento.
Imágenes pertenecientes a la serie Lucha de clases de Daniel Santoro.
De generaciones
Hablando de la cuestión, el sociólogo marxista Martín López Navia afirma que la prueba del nueve sobre las generaciones reside más en su negación que en su existencia: “Trátase de un dilema fantasmal y hermenéutico inscrito desde el punto de vista fenomenológico en un constelación categórica semejante al de las brujas gallegas del no existen pero haberlas haylas cuya refutación más evidente reside, como es práctica civil frecuente, en quien al negar da vida” (Generaturur Dómine. Ediciones Naturales. Lugo, 2014). Lo que es sorprendente, pero no tanto, es que el tema resurja con acritud e impulso (aquella acritud de la que renegó Felipe González en los impulsivos y fundacionales momentos de la casta bipartidista). Y digo ese “pero no tanto” porque, al parecer y según las últimas encuestas de intención electoral, también ahora estamos en tiempos de impulso, fundación y autodescripción de una nueva mayoría (99%). Y hete aquí que de pronto, súbito y en campos digitales en combate y competencia mediática, Elena Cabrera pone en uso aquello de la lucha de clases y Antonio J. Rodríguez sale en arrebato y defensa de aquella tan mayoritaria mayoría cuya virtud e integridad ve y siente amenazadas por el uso de tal cisoria y marxista herramienta conceptual aun cuando uno podría pensar que, detrás de esa mayoría tan difusa, se esconde aquel juego de factos entre el en sí y el para sí hoy tan arrumbado en el baúl de las antiguallas. Porque ser mayoría no supone tener la capacidad de ejercer esa mayoría como toma del poder socioeconómico.
Leo las dos intervenciones y algunas excrecencias segregadas vía Twitter y, aunque al parecer ahora es sospechoso tenerlas, parecen confirmarse mis sospechas de que el lenguaje es un medio de incomunicación manifiesto cuando no un arma de destrucción masiva. Una batalla si no entre sordos sí entre dos lenguas distintas aunque de preocupación y origen semejante que, como es sabido, son las que más separan y traicionan. Una vez marx la lucha por las palabras.
Hay batallas en las que más allá de un territorio o un poder a conquistar lo que entra en liza es la elección y propiedad del campo de batalla. Que no es moco de pavo. Y no me refiero (aunque también) a que el conflicto refleje el enfrentamiento mediático entre dos publicaciones que acaso disputen solapados espacios de mercado (es decir segmentos de población estético-sociológicos en los que lo generacional tiene pertinencia), sino al hecho de que el debate en mi opinión canaliza la permanente lucha (semántica y geográfica) por la ocupación del mapa o mapas de la realidad, ese lugar donde cada fuerza se sitúa a fin de poder asaltar la ciudadela del futuro, pues, como indica Koselleck: “Todo concepto establece un horizonte determinado y una teoría que lo hace concebible”.
Dibujar un mapa, o una antología literaria es un poder que va más allá de lo simbólico (entre otras causas porque todo capital simbólico, dada su constitución fiduciaria, contiene un destino final monetario), pero conviene recordar que al igual que no todo poder pertenece al poder de la clase dominante, de igual modo los dominados, como bien recordaba Jean Claude Miller en El salario de lo ideal, pueden formar parte, por activa o pasiva, de la dominación. Milagros en la distribución de las plusvalías que los antimarxistas vulgares suelen o solemos y desearíamos olvidar.
Elena Cabrera, que utiliza el término clase para alejarse acaso del contrarrevolucionario consejo que Edmund Burke da a sus correligionarios: “Unamos a nuestros adversarios para provocar confusión y demoras”, argumenta que el trazado hegemónico de los mapas literarios es un acto de poder y, dado que hasta el momento y a la espera de lo que lo digital pueda alterar, ese trazo se inserta en los dominios del capital editorial y mediático, no le faltaría razón suficiente si bien al generalizar parece no tener en cuenta que pudiera tener existencia un poder no dominante que habría de estar inscrito en el bando de los dominados revolucionarios. Y el ejemplo del Romancero General de la Guerra de España (Madrid-Valencia, 1937) que editó Emilio Prados sería un buen ejemplo de esa posibilidad. Antonio J. Rodríguez, que parece huir de la casta como quien huye del virus de la caspa estética, entiende que hablar de clases formaría parte de la réproba táctica del “divide y vencerás” y ante tamaña provocación se rasga las vestiduras literarias y emprende una airada réplica y condena en la que termina por recurrir a la tan manoseada metáfora empresarial del “todos navegamos en el mismo barco”. Escribe al respecto desde la necesidad de acabar con los errores del pasado, pero en su inteligencia esperanzada no debería dejar de ser consciente ni de que el pasado es una construcción ideológica interesada ni de que también conviene precaverse contra los errores del futuro ni de que si bien navegamos juntos porque no nos queda otro remedio, cuando naufragamos cada viajero según su clase y pertenencia lo hace de maneras diferentes.
En todo caso, y aunque ni quito ni pongo rey pero ayudo a mi señor (republicano), aprovecho la ocasión para señalar el generalizado y de-generado entendimiento y uso del concepto de clase como mera categoría sociológica, como mecanismo de descripción de diferentes posiciones en el gradiente socioeconómico o como mera adscripción ya al polo del Capital ya al polo del Trabajo. Nada extraño si tenemos en cuenta que llevamos años y años en los que el antimarxismo —el vulgar y el respetable— viene proponiendo una lectura de Marx como la de un muy ilustrado y estimable estudioso de la realidad social de su tiempo. Y Punto. Y no. Porque Marx fue y es ante todo un revolucionario empeñado en acabar con el sistema social asentado sobre la propiedad privada de los medios de producción (los literarios incluidos) que genera y fundamenta en la acción, en la lucha, su concepción de las clases como territorios sociales definibles no por su posición en el interior del sistema social sino por su participación activa en la batalla. Pues aunque es evidente que la elección del campo de batalla también forma parte de la batalla, el marxismo deja claro que esa elección es precisamente patrimonio de la clase dominante. Y la define. Y que cada uno haga su recuento.
Imágenes pertenecientes a la serie Lucha de clases de Daniel Santoro.