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Cloacas y Premios Literarios

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Creo que fue Paul Feyerabend quien, en Matando el tiempo, nos hizo ver que al fin y al cabo el conflicto principal que se narra en La Ilíada tiene su fundamento y origen en el premio, Briseida, mal concedido a Agamenón y que Aquiles entiende como un honor injustamente otorgado. Acaso sea ese en la Historia de la Literatura el primer premio manipulado, torticero y dispensado con prevaricación, alevosía y contubernio. (Contubernio: Acuerdo entre varias personas para hacer algo ilícito o perjudicial para otro. Confabulación, connivencia, cohabitación de intereses ilícitos e ilegítimos, conspiración).

La verdad es que escribir sobre los premios literarios en España a estas alturas de la película tiene algo de repetición aburrida e insoportable. El tema está bastante manido y aparece y reaparece con la misma rutina periodística con que Rosa Montero (Premio Primavera 1997) escribe sobre la ceremonia del Toro de la Vega. Corre el escriba que en tal materia gasta tinta el alto riesgo de convertirse en molesto aguafiestas y son los premios tema donde todo o casi todo, en general, se sabe y al tiempo todo o casi todo, en lo concreto, se calla acaso porque de que la falta de probandos obliga a la prudencia por mor de las querellas. Con todo, y estando en tiempos en que las corrupciones varias que nos habitan provocan últimamente ecos, rechazos y diligencias, trataremos de apretar el tema con algunos apuntes y conversaciones, por supuesto, anónimas.
 

Los premios

Hablamos de lo ya sabido: que es fenómeno radicalmente español e hispano por aquello de los malos ejemplos, que en nuestros territorios literarios han venido proliferando, al menos desde la postguerra civil española, la convocatoria por parte de distintas y muy variadas editoriales —solas o en compañía de instituciones públicas— de premios literarios a originales inéditos (de novela, poesía o ensayo) que conllevan su publicación por parte de la editorial convocante y una remuneración adjunta, ya como gracia ya como adelantos de supuestos o presupuestados derechos de autor. Como causas de la aparición y epidemia de este advenimiento se suelen facilitar dos justificandos: la necesidad de incrementar el número de lectores en tiempos de escasez de tales y la conveniencia de ayudar y apoyar la aparición de nuevas autorías en circunstancias de dificultad económica o riesgo empresarial para la edición de primeras obras y voces.

Sospecho que no merece mucho la pena ahondar en el trasfondo real de tan buenas intenciones, pero creo que precisan atención dos deducciones que de estos argumentos se desprenden: que la existencia de premios literarios pone en evidencia la pobreza cultural y escasa tradición lectora de la comunidad que los soporta, y que su pretensión de impulso emprendedor avisa sobre el encogido ánimo y avaro carácter de su tejido editorial. En ese sentido no cabe sino afirmar que a mayor número de premios literarios (uno 6.000 en España) mayor apocamiento y quebranto en la salud cultural de su campo literario. 


 

El editor

— Como editor, qué explicación das a que esto de los premios literarios con que las editoriales ejercen el “yo me lo guiso, yo me lo como y a ti si eres bueno te invito” sea algo que casi en exclusiva se produce en España.

— Bueno, ya empiezan a imitarnos en algunos países. Habría que tener en cuenta las circunstancias morales, culturales y políticas que existían en este país en los años cuarenta y cincuenta en los que el fenómeno emerge: sociedad sojuzgada y por consiguiente muy escasa o nula ética ciudadana, nula tensión social y nula demanda cultural. Tiempos de autarquía y reducido mercado comercial. Los marxistas deberíais entenderlo: la debilidad de la infraestructura económica impulsaba, “en última instancia”, a la picaresca empresarial. Lara padre lo tenía muy claro: “En España se lee poco y la publicidad está muy cara. Para eso se inventaron los premios literarios”. 

— Dirías entonces que son un invento del franquismo.

— Pues en parte sí. Como ya alguien señalaba, el premio Nadal de la editorial Destino —el nombre tiene lo suyo— y el Planeta surgen en una época cercana a la exaltación católica del Congreso Eucarístico, cuando apenas se había suprimido el racionamiento y cuando todavía la sociedad española esperaba a Mr. Marshall. Pero franquista o no, lo cierto es que su realidad abarca el antes, el mientras y el después de la llamada transición democrática.  Por otra parte siempre se habla mucho del Planeta cuando se habla de esto, pero hay otros premios de editoriales más progres e “independientes” que hacen otro tanto y de esos premios y premiados poco se habla. No sé a qué viene tanto escándalo. Creo que no es para tanto. Es su premio y su dinero, y se lo dan a quien les parece oportuno. No son una ONG.

— Estás de acuerdo entonces en que es el editor y no un jurado quien los da.

— Un jurado no deja de ser una extensión o representación de los intereses del editor y dar no es la palabra justa. Una editorial, se quiera o no se quiera, es un negocio y los premios se negocian. La cosa no es tan simple.

— ¿Se negocian para proponer, firmar y garantizar la concesión del premio?

— No siempre se garantizan; depende del tipo de premio y del tipo de editorial. El acuerdo con los autores está en función de eso que llamáis correlación de fuerzas: si esa firma garantiza una gran tirada se le garantiza el premio; si su caché responde a expectativas de venta solo medio altas se le ofrece el premio pero solo se le garantiza quedar finalista. Depende también de cómo sepa negociar su agente literario o él/ella en los pocos casos en que hay negociación personal. Lo que se busca es la conjunción de una firma adecuada con una obra conveniente.

— ¿Y cómo y cuáles serían hoy esas firmas y obras adecuadas y convenientes?

— Para los muy comerciales el perfil de candidatura más presumible sería el de autora de edad media con bastante obra publicada, con probada buena recepción comercial y con buena sintonía mediática; de pensamiento situado en el centro o centro-izquierda. La novela apropiada podría versar sobre la temática, muy explotada pero todavía eficaz, de una crisis sentimental, con leves toques de crítica social, abundancia de crudeza erótica y final feliz en plan de que la protagonista acabe aceptándose. Para los premios más “serios” o literarios también conviene en estos momentos, creo, perfil de autoría femenina, cercana en este caso a la “indignación de izquierdas” en abstracto, con gotas de feminismo, aires de existencialismo radical, desparpajo en el estilo y con las correspondientes e inevitables dosis de erotismo sin complejos.

— Suena un poco cínico y machista.

— Mira, la indignación se ha vuelto mediática y todas las estadísticas señalan que el porcentaje de mujeres lectoras es muy superior al de los hombres. Esa es la realidad y si la quieres la tomas y si no la dejas. Hace meses se presumió que sería un buen momento para el éxito de un nuevo perfil en plan autor o autora joven con aire de indignación radical y algunas editoriales hasta hicieron movimientos en esa dirección, pero lo nuevo es arriesgado y además hay ahora mismo la impresión de que lo indignado se está desvaneciendo. Y de machista nada, si analizas los premios de los últimos años verás que “la cuota” de mujeres es mucho más elevada que la de los premios nacionales o los de la crítica.

 

Los premiados o premiadas 

Hay quien señala que la historia de los premios literarios tiene su punto de inflexión en el año 1980, cuando el escritor Juan Benet, representante de la más alta literatura, aparece como finalista del Premio Planeta. que había venido siendo hasta entonces el anatemizado paradigma de los premios y sus oscuras, digamos, circunstancias. Cierto que ya en años anteriores había recaído en autores tan ilustres y respetados como Juan Marsé, Jorge Semprún o Manuel Vázquez Montalbán, pero como escribió Ángel Sánchez Harguindey, la presencia de Benet “Puede ser definida como la transgresión radical de una norma no escrita: presentarse a un premio no es indigno”. Sin embargo, y por mucho que aquel gesto benetiano legitimase la entrada en el juego de los premios, los premiados jamás llegan a reconocer que juegan con cartas marcadas y todos, con mayor  o menor ingenio o cinismo, niegan lo evidente y encuentran oportunas justificaciones. Desde un marxista como Montalbán que acepta que el dinero es libertad y tiempo, hasta un Benet que achaca su presentación a un reto personal, pasando por el patrón Lara que se hace el ingenioso frente a las dudas de un periodista: ¿Creo que usted todavía cree que los niños vienen de París?, o un Fernando Savater que imitando la gracia de su mecenas declara que “Sospechar del Planeta es como sospechar de los Reyes Magos. Es un juego y hay que tomarlo como es. A estas alturas se sabe más o menos cómo funciona. Como no es obligatorio jugar a este juego, es absurdo poner cara de virgen ofendida. Además, hay un jurado”.

Da la impresión de que el monto económico del premio determina el nivel de cinismo y mala conciencia porque si estos millonarios planetarios —“Me tocó la lotería”, dijo Fernando Quiñones— parecen sentirse obligados a negar su connivencia, los premiados en concursos de menor cuantía pero mayor “marchamo” de calidad literaria ni se interpelan ni son interpelados sobre su participación en el tinglado. Nadie reconoce, aclara o proclama las interioridades turbias que le han llevado hasta el retribuido galardón. Cada uno de los premios —Nadal, Planeta, Anagrama, Primavera, Fernando Lara, Azorín, Gijón, Jaén, etc— parece conllevar su correspondiente declaración de inocencia pudiéndose llegar al caso de que aquel autor o autora que, hace tan solo unos meses, antes del fallo, emocionado o emocionada, te contó que su agente le había negociado tal premio, llegado el momento posterior a la entrega niegue todo contubernio: “No, no, no estaba pactado para nada. Me dijeron que me presentara pero no me garantizaron nada”.

Es sorprendente que autores y autoras que desde sus tribunas públicas denuncian y se escandalizan de las corrupciones de políticos de tal o cual partido, no se sientan aludidos o tocados por esa corrupción que solo ven en el ojo ajeno. La corrupción que el amaño de los premios representa se vive con tal naturalidad en los medios literarios que referirse a ellos es ganarse inmediatamente la vil condición de envidioso, resentido o frustrado. Quizá de ahí el mafioso silencio que acompaña a tan general práctica. 

 

La autora o autor

— ¿Es el dinero lo que “obliga” a una persona como tú a aceptar sin reparos ese entrar en el juego de los premios?

— No es solo el dinero o al menos no es solo el dinero lo que los premios proporcionan sino algo de un calado diferente. No crea ningún reparo moral o político y si lo hiciera esa reserva, que al menos en mi caso no se ha dado, sería como la prima de emisión o impuesto que tiene que pagar todo aquel que recibe un beneficio. Nada sale gratis. Sin desdeñarlo, repito que no es solo cuestión de dineros. Un premio es también una venganza contra mundo y al tiempo una especie de extraño prodigio. Supone una especie de milagro existencial: el día antes tus amigas y amigos, comprensivos y “generosos”, sonríen y te compadecen porque escribes con discreto renombre aunque ya hayas publicado dos o tres novelas que incluso han tenido buenas críticas. Al día siguiente de ganar el premio y salir en la tele, tus suegros están encantados, el carnicero te reconoce y aquellos amigos ayer tan condescendientes hoy te buscan y admiran. Todos te conocen.  De pronto “te ven” y sienten respetuosa distancia, incluso los que hablan mal de los premios. Eres un Otro. Un o una Otro, y mejor.

— O sea ¿que los premios son como los sacramentos católicos e imprimen carácter?

— Pues algo así aunque te rías. Es que un premio lo que produce es “ampliación”, entendido como un concepto distinto a la mera extensión. Ampliación que incorpora un cambio del ser y no solo de estar, no solo estás en más sitios o eres en más sitios si no que tu ser, tu sentimiento de ser, se transfigura, se trasmuta, se amplía. Como cuando se habla de ampliación del capital: aumento del valor nominal de las acciones, del nombre. Más allá de un aumento de tamaño o duración es un cambio de condición, hacia dentro y hacia fuera: sabes que muchos te van a criticar pero sabes que esa crítica siempre será entendida como envidia o rencor o frustración. Criticar públicamente al ganador no es nunca una buena inversión. Además de todo esto hay algo inevitable: en la trayectoria de toda autoría hay un momento en que si no pasas por los premios no creces, te anquilosas, dejas de sentirte escritora o escritor. 

— ¿Cuantos lectores son necesarios para sentirte escritor?

— Supongo que para un poeta llegaría con trescientos, para un ensayista con mil, pero para un novelista las inmensas minorías no son suficientes. La novela necesita mayorías, es un género que “pide” público, espacio cuantitativo. Y en España necesitas los premios para llegar a esas mayorías y a esos espacios.

— ¿Aunque sea a costa de corromperse?

— No se trata de eso, al menos en mi caso. Aceptaría incluso la palabra sumisión aunque adecuarse a lo que hay me parece lo que más se ajusta a lo que sucede. No hay corrupción porque no hay engaño: aquí todo el mundo sabe a qué juega.

— ¿Incluso los tantos y tantas que envían con ilusión sus manuscritos?

— No creo que se engañen; serían muy tontos si no supieran lo que pasa. Lo suyo es tirar una botella al mar esperando que alguien en la editorial la recoja. Alguna vez seguro que ha pasado y con una vez que pase es suficiente.

 — ¿Para lavarse la mala conciencia?

— Quien la tenga; tener mala conciencia es un lujo que yo por ejemplo no puedo permitirme. Además hay una selección previa y un jurado que hace su trabajo.

 

Los jurados

En la película documental que Augusto M. Torres realizó sobre la figura del escritor Juan Marsé este recuerda que cuando en los años 2004 y 2005 fue jurado del premio del premio Planeta —que años antes se le había concedido a él— había cosas que no le gustaron y pidió cambios que al no producirse le llevaron a dimitir. A su juicio, los miembros del jurado eran “floreros” o actuaban como “funcionarios” del grupo Planeta ante unos manuscritos de “muy bajo nivel”. Salvo este episodio de la renuncia por parte del autor de La muchacha de las bragas de oro bien podría escribirse una buena historia de misterio sobre el por qué callan como muertos los jurados de los premios literarios. Callan pero no sabemos si al callar otorgan. Lo cierto es que los otros personajes mudos de la película, los premiados, se salvaguardan las espaldas y penitencias cobijándose en los siempre respetables miembros del jurado que la editorial de turno elige y paga. Su composición, de entre cinco y seis “figurantes”, tiende a permanecer constante y agrupa usualmente dos o tres autores “ de la casa”, algún otro autor o autora de renombre medio y uno o dos representantes más o menos directos de la empresa editorial. Esta componenda de participantes permite incluso que uno, o dos o tres de los miembros del jurado “no se enteren” o no se den por enterados de lo que sucede. Llega con que haya una mayoría relativa que refleje bien “la filosofía editorial” que el premio encarna. Podría incluso suceder que todos los miembros del jurado jugaran a la inocencia porque lo usual es que el aparato editorial seleccione una decena de finalistas y ese seleccionar interno permitiría cualquier componenda al respecto por aquello de que quien parte y reparte se lleva la mejor parte. Llevar a cabo la elección previa suele recaer en algunos colaboradores externos que realizan la criba siguiendo las indicaciones oportunas para que no se produzcan problemas semejantes al que tuvo lugar en 2012 cuando, con ocasión del fallo de Premio de Poesía “Ciudad de Burgos”, dos preseleccionadores denunciaron la actitud que la editorial convocante y “algunos acreditados miembros del jurado, que presumen de ética, han puesto en práctica para premiar un trabajo que, dada su escasa calidad, no había sido seleccionado previamente y que no dudaron en incluir entre las obras finalistas para, sin recato ni pudor alguno, otorgarle el reconocido premio poético”.

 

Las cloacas

Todo se sobreentiende pero nadie osa llamar al pan Antonio o Alberto (por ejemplo) y al vino Clara o Guadalupe (por ejemplo). Todos saben que allí pasa lo que pasa y se cuece lo que se cuece pero esa confabulación ilícita entre empresarios del libro y las autorías de novelas, ensayos o poemas apenas crea escándalo. A los corruptores se les trata de mecenas, a los corrompidos de honrados talentos, a los mamporreros de jueces justos, a los concursantes de esperanzados y al público de compradores o lectores, a los que tanto debo y tanto quiero, de agradecidos por tanta letra e historia entretenida. Es raro que alguien proteste y más raro es que la queja pase de la palabra y el fraude llegue a juzgado alguno. El escritor Ricardo Piglia, el editor Guillermo Schavelzon y la editorial Planeta fueron condenados ayer a pagar diez mil dólares a Gustavo Nielsen, un escritor que según los jueces de un tribunal argentino se vio perjudicado por la manipulación del concurso literario Premio Planeta de Novela 1997 en el que resultó premiada la obra Plata quemada. Tan infrecuente hecho y sentencia recoge además que “existen demostradas muchas circunstancias que revelan la predisposición o predeterminación del premio en favor de la obra de Ricardo Piglia” y destacan la “menguada participación del jurado”, compuesto por Mario Benedetti, María Esther de Miguel, Tomás Eloy Martínez, Augusto Roa Bastos y el editor Guillermo Schavelzon.

La Omertá entre corruptores y corrompidos parece absoluta y apenas hay noticias de que alguien la rompa si bien con ocasión del juicio por plagio contra Camilo José Cela presentada por Carmen Formoso, en una carta a los abogados de la demandante, Miguel Delibes, que ha mantenido en varias ocasiones que Planeta le ofreció el premio no una vez sino “con periódica reiteración”, duda de que Cela haya plagiado la novela La cruz de San Andrés con la que gana el Planeta de 1994, pero asegura que puede aportar datos sobre las fechas, los testigos y las palabras exactas de José Manuel Lara, consejero delegado de Planeta, cuando le ofreció el premio a él. Por su parte Juan Benet, el legitimador del literario contubernio, muchos años después de su participación en el artificio contará (Cartografía personal, Cuatro Ediciones, 1997) la oferta insistente de Borrás, la satisfacción de Lara padre por verlo de concursante sin seudónimo, la firma del contrato por dos millones antes del fallo e incluso la entrega fuera de plazo del manuscrito.

La familia real, Urdangarín mediante, y las autoridades competentes —soberanistas centrífugos o federalistas centrípetos— homologan con su presencia la farfolla de los actos de entrega. El periodismo cultural (¿pero es posible tal oxímoron?) vende las sospechas para luego bendecir las panoplias con gusto y vocación concelebrante. Los jefes de redacción disponen alfombras rojas para entrevistas y despieces. Los premiadas y premiados son bienvenidos a todo festejo literario y sus bolos sufren un incremento exponencial en número y emolumentos. Probada su buena disposición pasarán a formar parte de jurados y novelerías. La fama les facilitará ocupar tribunas desde las que desgarrarse la ropa y condenar la corrupción nuestra de cada día. 

El regador regado. Que dios nos tenga en su gloria. Y sí, hay también, afortunadamente, premios literarios transparentes y jurados honestos que no miran hacia otra parte, pero no vendría mal que todos o algunos de ellos se harten de que se tome la parte (podrida) por el todo y reclamen la oportuna investigación e intervención del Tribunal de la Competencia, o que, hartos de tales prácticas, las denuncien acogiéndose si hace falta al Reglamento de Actividades Molestas, Insalubres, Nocivas y Peligrosas. Antes de que estallen las podridas cloacas de nuestra vida literaria o Aquiles se retire del combate.

 

Foto de portada: Entrega del Premio Planeta 2014 al escritor mexicano Jorge Zepeda