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Profundidad Horizontal

 La profundidad horizontal es un estado mental, es decir, una situación social, es decir, un horizonte de expectativas, es decir, un estilo literario, de hablar (demasiado), de pensar (poco), de imaginar (o no imaginar). Es la herramienta retórica y mental propia del desclasado o desclasada que ha visto cómo han culminado con autosatisfacción sus esfuerzos por adentrarse en la cultura dominante (se me perdone la redundancia, pues haber no creo que haya otra). Y téngase en cuenta que bien podría afirmarse, plagiando un poco a Dámaso Alonso, que España, al menos a partir del desarrollo económico de los años sesenta, es un país con más de veinte millones de desclasados (de la alpargata y la boina al “Adelante, hombre del 600, la carretera general es tuya”).

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Utilizada en campos muy diversos, es sin embargo en los espacios de la política y la cultura letrada donde se despliega con todo su esplendor. Si en lo político esta profundidad se muestra como elemento básico de la expresión cínica, en lo literario –espacio en el que se sitúa esta reflexión– su presencia se hace ver bajo el ropaje y cobijo de una retórica vanidosa, respetable y humanista (y de nuevo perdón por las redundancias). La profundidad horizontal como la condición intelectiva propia de un tipo de escritura que hoy despliega, con notable profusión, éxito comercial y reconocimiento académico, sus trascendentes aunque vacuas evacuaciones reflexivas en el interior de nuestro maltrecho ecosistema cultural. La profundidad horizontal como instalación ideológica, punto de vista, posición, pose y postura que es correlato no tanto de una visión del mundo sino de su viceversa, es decir, de un cómo se quiere ser visto, observado, juzgado o nombrado dentro del campo cultural. Una forma de ser, de estar y, sobre todo, de aquello que en los viejos manuales de educación y buenas maneras se llamaba el saber estar: una sabiduría o inteligencia social, es decir, el bienestar mental e intelectual al alcance de todas aquellas personalidades culturales que han alcanzado en nuestras sociedades comunicacionales sus últimos objetivos y sus metas más altas: la colaboración semanal en los medios de mayor circulación, predicamento y prestigio, y el comentario magistral y bien retribuido en la cátedras a todo color de papel cuché.

No se crea que tan horizontal osamenta mental se corresponde con ninguna estrategia de conquista, desembarco o invasión, sino con astucias y pericias de toma de posesión, asentamiento y fortificación, porque el necesario arribismo y trepe ya fue en un momento anterior, y ahora se trata de permanecer y perseverar en lo alto del pedestal. Producto de una cultura post-lucha de clases, bebe más del instrumental propio de la guerra de posiciones –trinchera, vigilancia, tráfico de información e intendencia– que del despliegue de recursos agresivos. Más la frase sentenciosa que el adjetivo cruel, más la noble tradición que la seductora ruptura, más lo cult que lo pop, más el bombardeo que la ametralladora, más el lenguaje de Estado Mayor que del comando infiltrado o clandestino.

Pues la escritura de quienes practican esta profundidad horizontal es la pertinente y adecuada para quien ya goza y usufructa un lugar en el sol de la cultura y sus terrazas. Lugar merecido o no, honesta o deshonestamente logrado, lo importante –sin despreciar las marcas y cicatrices que todo trayecto acarrea y supone— es esa sensación de vértigo y riesgo que acompaña al triunfo en sociedades donde es difícil hacer diferencias entre una escala de valores y la simple moda o tendencia, y en donde, si hasta todo lo sólido se desvanece en el aire, imagínense qué pasa con lo que gaseoso nace y gaseoso es y sólo por gaseoso existe. Porque la profundidad horizontal nace precisamente del miedo a no estar a la altura del acomodo logrado, del miedo a descender, a caer en la irrelevancia sociocultural y sus efectos colaterales: el olvido, la mengua social o económica, la invisibilidad, el ayer se fue, el ninguneo. Lo curioso, antisimétrico o paradójico es que sea precisamente por miedo a descender o a perder altura por lo que se recurre a lo profundo como salvaestatus, flotador y bandera.

Dícese de lo profundo, en el campo de las humanidades, que es aquella cualidad que sustenta lo que es difícil de abarcar, alcanzar, comprender o expresar. Lo profundo casi como sinónimo de verdad o de lo verdadero, de una verdad humana que aun teniendo su razón en el conocimiento, la reflexión y la ciencia, al parecer siempre va mucho más allá y se muestra humanamente inaprehensible. Lo profundo como esa región misteriosa en donde toda meta y sentido tendrían su lugar y morada. Profundo, leemos en el Diccionario de María Moliner como lo “no superficial; no fácil de desaparecer o ser olvidado”, “lo que penetra mucho hacia abajo o hacia el interior de la cosa de la que se trata”; “se llama mirada profunda la de “una persona que mira con expresión de estar observando lo íntimo de la cosa o persona examinada”; es decir, lo profundo como una condición, una capacidad, y una forma de expresión. Profundidad por consiguiente, como la facultad propia de intelectos agudos o penetrantes pero también de aquellos que o bien desentrañan lo íntimo u oscuro, o bien, aun no haciéndolo, ponen expresión de estar en ello. La profundidad por tanto como mirada penetrante pero también como mera expresión o apariencia, es decir, como escritura. Del interior de ese espacio hueco y vacío que une y separa a una mirada de otra – la real y la ficticia— emerge la profundidad horizontal: ese fondo de cristal de la barca de recreo que navega por las superficie pero permite al turista intelectual poner gesto de estar descubriendo los misterios que el fondo del mar guarda al alcance tan sólo de unos cuantos submarinistas privilegiados.

La poética al uso de quien practica esta náutica escritura consiste en echar sal a la sal, agua al agua, adjetivo al adjetivo, pluscuamperfectos al sustantivo, subjuntivos a la voz narrativa, conversación al vino, y valor de cambio y distinción al púlpito, catecismo o cátedra desde el que se ejerce como figura pública. Como epistemología recurre al escepticismo dogmático, al neoliberal intercambio de decantamientos y opiniones y al juego de la oferta y demanda. Dice ahora que “la memoria es aquello que queda después del olvido” de la misma forma que podría decir mañana que “el olvido es lo que queda después de la memoria”, o dice aquí que “la inocencia es una forma del amor” del mismo modo que podría decir allí que “el amor es una forma de inocencia”, y maneja y adapta sin reparo el campo semántico de la tópica y funeral condolencia “Te acompaño en el sentimiento” para toda ocasión, coyuntura o suceso: si hay crisis, muestra duelo; si hay euforia, reclama prudencia; si hay marejada o peligro de ahogamiento, no duda en ofrecer agua, y si sucede lo inevitable, demanda calma y epitafio ajeno.

Condición de una escritura que necesita poner de manifiesto la acumulación primitiva de capital simbólico que detenta y administra, así como su buena y generosa disposición para compartir sus múltiples relatorios y saberes; si bien el avaro instinto de exhibición que la define y se impone a quienes la practican hace que se dirijan, siempre y ante todo, hacia la rentabilidad a corto plazo y el acaparamiento más coyuntural: de Nietzche se quedan con lo cursi, de Kafka prefieren el ruido al silencio, de Rilke la rosas sin sangre, de Galdós los pobres, con Steiner se desmayan, de Gil de Biedma plagian las ruinas, de Faulkner el gesto, de Benjamin las citas, de Platón las sombras, de Zizek el run-run, de Camus casi todo, de Benet el punto y coma, de Marsé ni te cuento, de Onetti menos de lo que dicen, de Sartre nada, y de Marx lo menos posible.

Sin embargo, y a pesar del misterio que supone una profundidad que se desliza y fluye dejándose llevar por la corriente dominante, el resultado es más resultón de lo que en principio –y final– podría suponerse. Permanecer es la tarea, y en el empeño esa escritura acaba por adquirir esa apariencia propia de quien “mira con expresión de estar observando lo íntimo de la cosa o persona examinada”. En culturas literarias como las nuestras, que siguen encontrando sus fundamentos en lo alto y profundo, tales escrituras llueven sobre mojado y encuentran unas muy favorables condiciones de recepción porque lo profundo o su apariencia continúan siendo entre nosotros valores sólidos aun en tiempos tan líquidos o espumosos. El canon español –que viene de Trento y no sabemos hacia dónde viaja— ama, avala y reproduce lo profundo. Que el ligero Jardiel Poncela se reedite mientras el profundo Unamuno encuentra poco hospedaje editorial no deja de ser una coyuntura pasajera. Cervantes es el Cervantes que con la muerte de Don Quijote se reconcilia con lo eterno, y Lope, aun con tanta comedia, no consigue dejar de ser Lope. Garcilaso es Garcilaso porque nos duele su dolorido sentir, y leer a Bécquer más allá de la adolescencia es indudable que otorga poco espesor cultural. Ortega de acuerdo, pero recordando que no todo Ortega es Ortega. Valente por supuesto, e incluso Blas de Otero, pero Gloria Fuertes, a pesar de su gracia, qué quieres que te diga.

Detectar hoy la profundidad horizontal, más que un especial esfuerzo requiere un poco de atención (un bien escaso en estos tiempos de prisas y fugacidades). A quienes practican tan ladina disciplina se les reconoce por el entusiasmo con que sus víctimas subrayan sus frases y sintagmas (el subrayado como grado cero de la lectura, la cita ejemplarizante como auctoritas para los funcionarios de la crítica). El uso de las grandes palabras vacías los delata; la búsqueda del abalorio semántico, del espejuelo verbal y de los ecos y pompas más predecibles de la lengua los señalan. Destacan por su afán de presentar como misterioso lo evidente, como desconocido lo obvio, como oscuridad lo oscuro, lo complicado como complejo. Nos descubren, no ya el Mediterráneo, sino que el Mediterráneo es el mar más mediterráneo de todos los mediterráneos, que la democracia es la forma más demócrata de democracia, y aprovechan que el Pisuerga pasa por Berlín o Greenwich Village para entrar a toda pluma en los afamados terrenos de algunas de esas cuestiones que —como el Arte, el Mal o la inefable Condición Humana— los encandilan y enmayúsculan. Encantados de haberse conocido, se sostienen sobre una escritura que no encuentra resistencia en lo real porque sustituye a lo real, lo abduce, lo aplana, lo horizontaliza. Una escritura con red que ante cualquier peligro echa mano del listado tópico y tradicional del humanismo más rancio, inerte y homologado. La suya es la catadura estética de quienes viven de sus rentas culturales, manierismo conceptual que trata de erigir en bello lo cursi, en belleza lo bonito, en memorable lo banal. Efectismos sin causa, virtuosismo ensimismado. Agua que nunca se moja, que no llama al pan Antonio o César Antonio, ni llama Enrique ni Rafael ni Javier al vino. Siempre sobreviviendo en los pronombres y nunca, por pereza, cobardía, estrategia o conveniencia, en los nombres. Lenguaje de monaguillo con ropajes de pontífice. Y nosotros tan ateos, afortunadamente. Pero tan desclasados, profundos y horizontales como aquéllos, éstos y los otros, porque al fin y al cabo todos bebemos en las mismas fuentes y en las mismas aguas y nadamos en las mismas piscinas.

Y quien esté libre de profundidades que rompa los silencios que nos atan.

Nosotros, me temo, no somos Espartaco.

Constantino Bértolo

Constantino Bértolo (Lugo, 1946) es crítico y editor. Ha sido director de Debate y de Caballo de Troya. Su último libro publicado es La cena de los notables (Periférica, 2009).

Dibujo de Juan Zamora (Madrid, 1982). Vive y trabaja en Madrid.