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Cuadrado negro elevado al cubo
Apuntes sobre el arte contemporáneo en Rusia
No descubro nada si escribo que Rusia y el arte contemporáneo nunca se han llevado muy bien. No solamente por los constantes roces entre el Estado ruso y los artistas, de los que los lectores occidentales están puntualmente informados, sino porque, como escribió en su día el francés Jean-Hubert Martin, jurado del Premio Kandinski, “la idea de que los extranjeros no son capaces de juzgar el trabajo de los artistas rusos ha sido durante mucho tiempo un problema para el arte ruso, que ha sido víctima de este autoaislamiento”. La recién inaugurada sede del nuevo Museo de Arte Contemporáneo Garage es, en sí misma, un símbolo de ese viejo problema.
En el año 2012, Garage encargó al arquitecto holandés Rem Koolhas que transformase Vremena Goda (Las estaciones del año), un viejo restaurante soviético en el Parque Gorki de Moscú –hoy convertido en uno de los lugares de recreo favoritos de los hipsters moscovitas–, en la sede permanente de su colección. OMA, el estudio de Koolhas, decidió conservar y restaurar algunas partes del edificio, como algunos elementos decorativos y mosaicos soviéticos, pero desideologizándolos en el proceso. Tras la remodelación, que ha costado 27 millones de dólares –la mayor parte de esa cantidad la ha desembolsado el oligarca Román Abramóvich, marido de una de las fundadoras de Garage, Darina 'Dasha' Zhukova–, el edificio se presenta envuelto en una doble capa de policarbonato translúcido que pretende simbolizar, obviamente, su carácter abierto. En realidad, como todo lo que rodea a la clase media ilustrada moscovita (y peterburguesa), acaba simbolizando exactamente lo contrario: una barrera con la que marcar distancias del resto del país. La lluvia en el día en que visité el museo no hacía más que acentuar esa sensación.
Unas vistosas pinturas murales de Erik Bulatov dan la bienvenida al visitante. El hall es amplio y funcional y, como el resto del edificio, invita a pasearse por él. Como el museo se inauguró hace escasos días, el número de visitantes atraídos por la novedad es elevado, pero el espacio nunca transmite la sensación de estar abarrotado. A la izquierda se encuentra The Family Tree of Russian Contemporary Art, una útil y acertada cartografía cognitiva del arte contemporáneo ruso de posguerra realizada a partir de los archivos documentales del museo. No menos interesante es la zona dedicada, en el primer piso, al “trabajo de campo”, que trata de dar visibilidad a filosofías, acontecimientos y lugares relacionados con la cultura rusa y poco conocidos.
La primera sala recoge las fotografías y objetos de la American National Exhibition en Moscú en 1959. Esta muestra, celebrada en el parque Sokólniki, en el noreste de la capital, pretendía mostrar al pueblo soviético los logros tecnológicos y culturales de EEUU, y tuvo lugar simultáneamente a la Exposición Soviética de Ciencia, Tecnología y Cultura en el Coliseum de Nueva York. El objetivo de esta doble exposición era acercar las culturas de las superpotencias rivales en el momento mismo en que la guerra fría se adentraba en uno de sus períodos de máxima intensidad. El paralelismo es claro, aunque los organizadores han pasado por alto –¿inconscientemente?– que ambas exposiciones tenían un objetivo secundario: mientras la muestra de la URSS destacó los avances tecnológicos, militares y espaciales –incluyendo una réplica del Sputnik, cuyo lanzamiento en 1957 causó una auténtica oleada de pavor en Estados Unidos–, la exposición rival intentó minar la moral de su adversario con estampas, ciertas y falsas, del american way of life.
En este mismo espacio se expone This Is Cosmos, de Anton Vidokla, una videoinstalación dedicada a explicar el cosmismo, movimiento cultural del siglo XIX que influyó en la filosofía, la literatura, el arte e incluso la teología rusas. La obra de Vidokla se centra en los escritos del filósofo Nikolái Fiódorov, cuya filosofía de la “causa común” giraba en torno a la idea de inmortalidad y la resurrección, con métodos científicos, de los muertos, para colonizar con ellos el espacio exterior. En el fondo, lo que encerraba este movimiento era la idea de trascendencia, enraizada en el imaginario ruso desde los fundamentos del Estado ortodoxo.
This Is Cosmos comparte prácticamente espacio con Saving Bruce Lee: African and Arab Cinema In The Era of Soviet Cultural Diplomacy, una muestra que linda con lo histórico, pues recoge la experiencia, poco conocida, de los documentalistas soviéticos que acudieron a África tras los procesos de descolonización de los sesenta para filmar los cambios ocurridos, por una parte, y de los directores africanos y árabes que viajaron hasta la URSS para formarse, por la otra.
Un poco más allá, la exposición de fotografías de Georgui Kiesewalter ofrece una visión íntima poco habitual de la vida cotidiana de los conceptualistas rusos y sus reuniones en parajes naturales y apartamentos privados. Pero si una “obra” ha llamado la atención en el nuevo Garage, ésa es Tomorrow Is The Question de Rirkrit Tiravanija, que ha organizado varias mesas de ping pong, un taller de estampación de camisetas y una degustación de pelmeni. Aunque más que llamar la atención en realidad debería escribir que no la llama en absoluto: quien esto escribe no se enteró de que se trataba de una intervención de Tiravanija hasta ver la cartela.
Sin duda, las exposiciones de Garage no carecen de interés y una visita espontánea al museo demuestra que existe un público joven, urbano e interesado en cuestiones de arte contemporáneo. La pregunta, sin embargo, regresa una vez y otra para incomodar a los responsables del museo: ¿es este público suficiente? Kate Fowle, la comisaria británica del equipo de Garage, se ha defendido recientemente. “En la generación post-soviética”, señaló Fowle a The Moscow Times, “hay mucha gente que tiene interés en trabajar y pensar internacionalmente y amplificar todas las diferentes cosas que están ocurriendo aquí. Lo que tenemos que hacer es mirar a nuestro alrededor y ver cómo Moscú, cómo Rusia, conecta con el universo internacional”.
Pero lo cierto es que el visitante medio de Garage, ése interesado en conectar con “el universo internacional”, está más bien poco interesado en conectar con sus propios compatriotas, quienes, si por lo general pisan ya poco el nuevo Parque Gorki, aún menos un museo de estas características. Hasta el propio momento de su inauguración parece fuera de lugar. Cuando se proyectó, el Museo de Arte Contemporáneo Garage pretendía convertirse en un símbolo del nuevo Moscú, abierto a Europa, y de él se esperaba que tuviese los mismos efectos en la ciudad que el Guggenheim de Frank Gehry en Bilbao o el MACBA de Richard Meier en Barcelona (los cuales, dicho de sea de paso, seguramente se enfrentan a muchos de los mismos problemas que Garage). “Nuestro edificio funciona como un aeropuerto: está abierto a visitantes de todo el mundo”, dijo Koolhas en unas declaraciones recogidas por The Village. En cambio, ahora que se inaugura, el péndulo de la sociedad rusa parece inclinarse, empujado por los acontecimientos geopolíticos, precisamente en la dirección contraria: hacia una nueva etapa de introspección y búsqueda de la identidad rusa.
Pocas obras de su colección simbolizan mejor todo este haz de contradicciones que Cuadrado negro XVII de Taryn Simon, una cavidad de cemento alojada en una de las paredes de la librería con la forma de la célebre obra suprematista de Kasimir Málevich. Cuadrado negro XVII prevé alojar una obra realizada con desechos nucleares líquidos, pero para poder exponerla, el equipo creador necesita que éstos vitrifiquen, un proceso largo. Tan largo, que se calcula que la obra llegará a Moscú en el año 3015. Una vez vitrificados, los desechos nucleares dejan de ser radioactivos, es decir, que la obra se vuelve completamente inofensiva. Simon pretendía que su obra llevase al espectador a cuestionarse la conservación, la visibilidad y la propiedad de la obra de arte. Pero con sus isótopos radioactivos convertidos en algo completamente inofensivo y expuestos para disfrute de los happy few, quizá el simbolismo para el arte contemporáneo ruso acabe siendo otro muy diferente al que el autor esperaba. Si es que entonces sigue habiendo un museo Garage.
Fotografías de Ira Golenkova
Cuadrado negro elevado al cubo
No descubro nada si escribo que Rusia y el arte contemporáneo nunca se han llevado muy bien. No solamente por los constantes roces entre el Estado ruso y los artistas, de los que los lectores occidentales están puntualmente informados, sino porque, como escribió en su día el francés Jean-Hubert Martin, jurado del Premio Kandinski, “la idea de que los extranjeros no son capaces de juzgar el trabajo de los artistas rusos ha sido durante mucho tiempo un problema para el arte ruso, que ha sido víctima de este autoaislamiento”. La recién inaugurada sede del nuevo Museo de Arte Contemporáneo Garage es, en sí misma, un símbolo de ese viejo problema.
En el año 2012, Garage encargó al arquitecto holandés Rem Koolhas que transformase Vremena Goda (Las estaciones del año), un viejo restaurante soviético en el Parque Gorki de Moscú –hoy convertido en uno de los lugares de recreo favoritos de los hipsters moscovitas–, en la sede permanente de su colección. OMA, el estudio de Koolhas, decidió conservar y restaurar algunas partes del edificio, como algunos elementos decorativos y mosaicos soviéticos, pero desideologizándolos en el proceso. Tras la remodelación, que ha costado 27 millones de dólares –la mayor parte de esa cantidad la ha desembolsado el oligarca Román Abramóvich, marido de una de las fundadoras de Garage, Darina 'Dasha' Zhukova–, el edificio se presenta envuelto en una doble capa de policarbonato translúcido que pretende simbolizar, obviamente, su carácter abierto. En realidad, como todo lo que rodea a la clase media ilustrada moscovita (y peterburguesa), acaba simbolizando exactamente lo contrario: una barrera con la que marcar distancias del resto del país. La lluvia en el día en que visité el museo no hacía más que acentuar esa sensación.
Unas vistosas pinturas murales de Erik Bulatov dan la bienvenida al visitante. El hall es amplio y funcional y, como el resto del edificio, invita a pasearse por él. Como el museo se inauguró hace escasos días, el número de visitantes atraídos por la novedad es elevado, pero el espacio nunca transmite la sensación de estar abarrotado. A la izquierda se encuentra The Family Tree of Russian Contemporary Art, una útil y acertada cartografía cognitiva del arte contemporáneo ruso de posguerra realizada a partir de los archivos documentales del museo. No menos interesante es la zona dedicada, en el primer piso, al “trabajo de campo”, que trata de dar visibilidad a filosofías, acontecimientos y lugares relacionados con la cultura rusa y poco conocidos.
La primera sala recoge las fotografías y objetos de la American National Exhibition en Moscú en 1959. Esta muestra, celebrada en el parque Sokólniki, en el noreste de la capital, pretendía mostrar al pueblo soviético los logros tecnológicos y culturales de EEUU, y tuvo lugar simultáneamente a la Exposición Soviética de Ciencia, Tecnología y Cultura en el Coliseum de Nueva York. El objetivo de esta doble exposición era acercar las culturas de las superpotencias rivales en el momento mismo en que la guerra fría se adentraba en uno de sus períodos de máxima intensidad. El paralelismo es claro, aunque los organizadores han pasado por alto –¿inconscientemente?– que ambas exposiciones tenían un objetivo secundario: mientras la muestra de la URSS destacó los avances tecnológicos, militares y espaciales –incluyendo una réplica del Sputnik, cuyo lanzamiento en 1957 causó una auténtica oleada de pavor en Estados Unidos–, la exposición rival intentó minar la moral de su adversario con estampas, ciertas y falsas, del american way of life.
En este mismo espacio se expone This Is Cosmos, de Anton Vidokla, una videoinstalación dedicada a explicar el cosmismo, movimiento cultural del siglo XIX que influyó en la filosofía, la literatura, el arte e incluso la teología rusas. La obra de Vidokla se centra en los escritos del filósofo Nikolái Fiódorov, cuya filosofía de la “causa común” giraba en torno a la idea de inmortalidad y la resurrección, con métodos científicos, de los muertos, para colonizar con ellos el espacio exterior. En el fondo, lo que encerraba este movimiento era la idea de trascendencia, enraizada en el imaginario ruso desde los fundamentos del Estado ortodoxo.
This Is Cosmos comparte prácticamente espacio con Saving Bruce Lee: African and Arab Cinema In The Era of Soviet Cultural Diplomacy, una muestra que linda con lo histórico, pues recoge la experiencia, poco conocida, de los documentalistas soviéticos que acudieron a África tras los procesos de descolonización de los sesenta para filmar los cambios ocurridos, por una parte, y de los directores africanos y árabes que viajaron hasta la URSS para formarse, por la otra.
Un poco más allá, la exposición de fotografías de Georgui Kiesewalter ofrece una visión íntima poco habitual de la vida cotidiana de los conceptualistas rusos y sus reuniones en parajes naturales y apartamentos privados. Pero si una “obra” ha llamado la atención en el nuevo Garage, ésa es Tomorrow Is The Question de Rirkrit Tiravanija, que ha organizado varias mesas de ping pong, un taller de estampación de camisetas y una degustación de pelmeni. Aunque más que llamar la atención en realidad debería escribir que no la llama en absoluto: quien esto escribe no se enteró de que se trataba de una intervención de Tiravanija hasta ver la cartela.
Sin duda, las exposiciones de Garage no carecen de interés y una visita espontánea al museo demuestra que existe un público joven, urbano e interesado en cuestiones de arte contemporáneo. La pregunta, sin embargo, regresa una vez y otra para incomodar a los responsables del museo: ¿es este público suficiente? Kate Fowle, la comisaria británica del equipo de Garage, se ha defendido recientemente. “En la generación post-soviética”, señaló Fowle a The Moscow Times, “hay mucha gente que tiene interés en trabajar y pensar internacionalmente y amplificar todas las diferentes cosas que están ocurriendo aquí. Lo que tenemos que hacer es mirar a nuestro alrededor y ver cómo Moscú, cómo Rusia, conecta con el universo internacional”.
Pero lo cierto es que el visitante medio de Garage, ése interesado en conectar con “el universo internacional”, está más bien poco interesado en conectar con sus propios compatriotas, quienes, si por lo general pisan ya poco el nuevo Parque Gorki, aún menos un museo de estas características. Hasta el propio momento de su inauguración parece fuera de lugar. Cuando se proyectó, el Museo de Arte Contemporáneo Garage pretendía convertirse en un símbolo del nuevo Moscú, abierto a Europa, y de él se esperaba que tuviese los mismos efectos en la ciudad que el Guggenheim de Frank Gehry en Bilbao o el MACBA de Richard Meier en Barcelona (los cuales, dicho de sea de paso, seguramente se enfrentan a muchos de los mismos problemas que Garage). “Nuestro edificio funciona como un aeropuerto: está abierto a visitantes de todo el mundo”, dijo Koolhas en unas declaraciones recogidas por The Village. En cambio, ahora que se inaugura, el péndulo de la sociedad rusa parece inclinarse, empujado por los acontecimientos geopolíticos, precisamente en la dirección contraria: hacia una nueva etapa de introspección y búsqueda de la identidad rusa.
Pocas obras de su colección simbolizan mejor todo este haz de contradicciones que Cuadrado negro XVII de Taryn Simon, una cavidad de cemento alojada en una de las paredes de la librería con la forma de la célebre obra suprematista de Kasimir Málevich. Cuadrado negro XVII prevé alojar una obra realizada con desechos nucleares líquidos, pero para poder exponerla, el equipo creador necesita que éstos vitrifiquen, un proceso largo. Tan largo, que se calcula que la obra llegará a Moscú en el año 3015. Una vez vitrificados, los desechos nucleares dejan de ser radioactivos, es decir, que la obra se vuelve completamente inofensiva. Simon pretendía que su obra llevase al espectador a cuestionarse la conservación, la visibilidad y la propiedad de la obra de arte. Pero con sus isótopos radioactivos convertidos en algo completamente inofensivo y expuestos para disfrute de los happy few, quizá el simbolismo para el arte contemporáneo ruso acabe siendo otro muy diferente al que el autor esperaba. Si es que entonces sigue habiendo un museo Garage.
Fotografías de Ira Golenkova