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Cristóbal Serra (1922-2012)

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Una mañana estival de 1997, en el curso de una conversación entre amigos, el Solitario mallorquín —de cuya desaparición se cumplen hoy (6-IX-2015) tres años— desplegaba una mirada panorámica sobre la escritura fragmentaria o, si atendemos a su propia terminología, la «literatura salteada»: «No creo que haya expresión más vieja que la aforística ni más aliada con la sabiduría. Existen géneros legitimados por la retórica, la preceptiva literaria, el magisterio de quienes tienen autoridad en el campo de las letras. Pero el aforismo no ha sido nunca justipreciado, sino considerado menor. Por eso me refiero a él como género bastardo. Tenemos que descubrir ese género que en realidad no existe. Sus fronteras no están bien delimitadas, porque su esencia es sutil. Irrumpe como un fogonazo en medio del camino. Realmente, sería posible organizar una biblioteca universal de aforistas, establecer una teorética y un elenco...»

Gran parte de la obra de Serra es una tentativa de acotar esa enciclopedia de la sabiduría breve —valga el contrasentido—, jaspeada de guiños, avisos y fogonazos. Por sus páginas, transitan expertos podadores del lenguaje, a muchos de los cuales antologó y tradujo: de Llull a Swift, de Vauvenargues a Max Jacob, de Blake a Michaux. Postrado por la tuberculosis, descubre en el Libro del Tao un humor paradójico, centelleante como el faro que contempla desde su habitación del puerto de Andratx, en la costa suroeste de Mallorca. Hijo de médico, licenciado en Derecho y Filosofía y Letras, profesor de idiomas, periodista interino, traductor de cartas comerciales, conserje de hotel, Doctor honoris causa por la Universidad de las Islas Baleares, ensaya en secreto una rara manera de hacer literatura, una escuela filosófica desconocida: la Escuela de la Sonrisa. En 1980, quince años antes de autodefinirse como «pequeño filósofo troglodita», confiesa: «Incluso los libros inspirados los prefiero cortos». Apenas cruzado el umbral del siglo XX, declara: «Ser intempestivo y estar fuera de lugar, ese es el programa». En 2009, publica un Álbum biofotográfico que constituye un inesperado homenaje a Rolland Barthes.

         El aforismo, sostiene, debe transmitir una sensación casi física, como el último toque del limpiabotas, como el coletazo de la ballena al sumergirse en el océano. Por ejemplo: «Hay libros que rugen como los leones de la tempestad y los hay que cuchichean como la ola en el oído del viento» (1996). Prendado de la rutina, señala: «El curso de las constelaciones obedece a la rutina de las esferas. No menos rutinarios son nuestros latidos del corazón, y pobres de nosotros si su rutina diaria se trunca. Entonces, quedamos tiesos para siempre, sin que la vida pueda grabar en él su huella dolorosa» (1986). Moderadamente misántropo y fervientemente heterodoxo, su instinto epigramático le impulsa a investigar las infinitas ambivalencias del destino: «El hombre no ha encontrado instrumento mejor que el aforismo para reflejar la trágica dualidad de todas las cosas. Por eso, como la hoja vegetal, tiene haz y envés; y como la moneda, anverso y reverso» (2007). El anverso es lo fugaz; el reverso, lo imborrable.

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Octavio Paz (1961): «Vivimos oscilantes entre la promiscuidad de la horda y la soledad de los anacoretas. Cada uno en su isla, su cueva o su montaña. Encontré a uno de estos ermitaños en Palma de Mallorca. Habita el silencio con la misma naturalidad con que otros nadan en el ruido. Sobre la piedra que sirve de puerta a su ermita graba unos cuantos signos. Sabe que otros ermitaños recorren la región y acaso se detendrán y descifrarán esos signos».

Pere Gimferrer (1986): «Varias tradiciones confluyen aquí: la de los satíricos ingleses, la de los moralistas de la Francia dieciochesca, la de los maestros orientales del apólogo y la paradoja. Por encima de todo ello, dos cosas aparecen irreductiblemente claras: una rigurosa voluntad de escribir textos que se sitúan al margen de la literatura usual, y un designio de establecer relaciones propias con la materia lingüística».

José Carlos Llop (1987): «Configurador de un misticismo intransferible cuyo único lujo es el humor, Serra encierra bajo su discreta apariencia de virtuoso observador de sí mismo una santabárbara sentenciatoria y aforística capaz de iluminar aquello que el terrible océano del mundo envuelve en tinieblas».

Basilio Baltasar (1996): «El creador español que mejor ha representado en nuestro país la tradición literaria de los raros».

Eduardo Jordá (1996): «Su literatura era una luz solitaria que hacía señas en medio de la noche. Se hablaba de Serra, las pocas ocasiones en que esto sucedía, como del sabio que vivía en las nubes. Nadie ha fundido como él la narrativa autobiográfica con el ensayo, ni la apostilla con el aforismo, ni el relámpago fugaz con el viaje quimérico que nos traslada a todos los mundos desconocidos que también están en este».

Adolfo Montejo Navas (1999): «Para componer una nótula —esa invención serriana que procede del latín nothus: bastardo, híbrido, cruzado—, a menudo presenta dos o tres reflexiones poéticas en aleación. Perlas y dardos al mismo tiempo. Hay un Serra inquietante, lunar: el de las ideas como sombras, como el reverso de las iluminaciones. Nuestro presocrático de Mallorca consigue casar la reflexión y la intuición, mostrándolas con un solo ojo».

Manuel Neila (2000): «Debemos a Cristóbal Serra, entre otras muchas cosas, un sinfín de distinciones sutiles a propósito del dramático silencio de Dios y, sobre todo, de la tragicómica locuacidad de los hombres. El hecho de que el nombre de Serra brille por su ausencia en los diccionarios e historias de la literatura no obsta para que le consideremos, como Joan Perucho, "uno de los escritores más inteligentemente ignotos de nuestra literatura. Al pie de su retrato bien podría figurar la inscripción que Gracián hizo poner bajo el suyo: Escribiendo sus libros se describió a sí mismo"».

Rafael Conte (2008): «Una de las obras más escondidas e importantes de nuestra literatura».

Andreu Manresa (2012): «Se decía un “gran admirador del castellano”, lengua que consideraba “superior a su literatura”. Autor de textos en mosaico, fantásticos y herméticos, se dijo ajeno a las murallas de los géneros. Fue celebrado por grandes firmas: Octavio Paz, Juan Larrea, José Bergamín, Joan Perucho, Pere Gimferrer. Paseante, visitante de bibliotecas, siempre abrigado, con el pelo en una nube, ojos miopes de lector sin pausa, era despistado y muy amable».

 

Péndulo y otros papeles (1957)

 

Las aguas del mar tienen mala memoria: no recuerdan los peces que las surcaron.

En el estanque de la tradición croan muchas ranas perezosas.

Las frases felices son monedas de cuño indeleble.

 

Diario de signos (1980)

 

El que contempla las aguas cenagosas, pierde de vista las aguas claras.

Por mucho que te hayas ejercitado, por mucho que tengas leído, nunca olvides que estás en agraz. El que se cree totalmente fruto maduro ignora que el árbol, cuanto más verde, más lozano. Jamás te sientas fruto maduro para ir de cabeza al capazo.

El sabio transforma en ignorancia para sí el mucho saber.

Recuérdalo bien. El que se aferra a la fama suele morir infame.

No te empeñes en adquirir al precio que sea. Viaja para empobrecerte, para ser el tonto al regresar a casa.

En este mundo que aplaude al brillante realizador, no te excedas en tus realizaciones, que siempre son muchas. Haz lo poco que creas conveniente, y ese poco esgrímelo contra el muy productor o muy reproductor, para que sepa que tu indiferencia por la realización continua es prueba de que no estás en la inopia.

Nuestros días están contados por el último sueño.

Convivimos con la muerte, y no es el morir cosa de un instante. La muerte es perpetua, y se engaña quien cree que estuvo alguna vez fuera de sus garras.

La diurnidad es sueño; y la nocturnidad, pesadilla.

 

Con un solo ojo (1986)

 

El hombre que sólo subsiste, no existe.

No cabe la menor duda de que los espíritus sistemáticos acaban siendo mentirosos sistemáticos.

A mí que se me inhume, que me echen unas cuantas oraciones, unas pocas bendiciones, y que lloren lo menos posible por un hombre que, cansado de sus límites, escapó hacia lejanos confines.

Los estados de opinión son los embarazos de la sociedad: los reconocemos por lo que abultan.

Nadie podrá rebelarse de verdad, poéticamente, si no sigue siendo niño. El que no acepte que la rebelión va unida a la infancia recuperada, si es rebelde, acaba en faccioso. La infancia es la gran preservadora. Es el amuleto con el que hay que permanecer incontaminado.

¿Por qué no se ha conseguido hasta ahora moralizar la política y convertir en altruista el comercio? Porque aún la abeja nace con aguijón.

No sospechan que su inteligencia es simple banca. Por eso mismo, no hallarán nunca pepitas de oro.

 

Augurio Hipocampo (1994)

 

Hablando de ambigüedades, que son muchas las que se padecen, diré que la muerte es la única cosa que no es ambigua.

Los ídolos mentales que tenemos entronizados dan para una lista de longitud quilométrica. El primero de todos es el Progreso indefinido, que se ha adueñado de tal manera del mundo, que este no sabría vivir si retornara la época del asno poco trotón.

 

Nótulas (1999)

 

Nacemos entre lamentos, y estos se convierten pronto en gritos agudos de soledad. Solos pasamos la niñez y solos la juventud. A medida que envejecemos, más solos nos quedamos. Divisa es de los fuertes aceptar este sino natural. Propio de alfeñiques, rebelarse con lloriqueos contra la ley de la soledad.

Se admite que la Razón tenga cadenas. Se reprocha a la Imaginación que no las tenga.

El asno, tan manso, sabe que para él no existen los objetivos cercanos, y menos los que la gente está ansiosa de obtener. Ni siquiera la sed le descompone, y llega al abrevadero con la misma augusta serenidad y compostura que le caracterizan al andar.

La vejez del higo es una ancianidad dichosa. Mira cómo envejece, resistiendo el sol y las inclemencias sobre el cañizo. Tiene más para dar que cuando estaba lozano y cuajado de rocío. Sufre resignadamente el asedio de las abejas que quieren extraerle lo que tiene: dicha.