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Cómo me curo en Alemania

El triunfo de la homeopatía
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Los típicos remedios españoles contra el resfriado son considerados “doping” en Alemania. Así me lo dijo un doctor en consulta. Aquí lo que se lleva para ponerse bueno son las infusiones de jengibre y todo lo que sea no meterse en el cuerpo compuestos sintéticos.

Acabo de llegar a Berlín tras una temporada de asueto con la familia en el sur de España. Porque es considerable el cambio de temperaturas entre el caluroso sur ibérico y esta ciudad del este continental –aquí la previsión media para el mes de agosto no supera los 25 grados centígrados–, una de mis primeras preocupaciones consiste en mirar si queda jengibre en la cocina. En caso de pillar un constipado por enfriamiento – en el verano berlinés hay mínimas de hasta 13 grados– el té de jengibre es de las soluciones más socorridas. En casa casi siempre hay. Es como el café, el papel higiénico u otros productos de primera necesidad. Ahí ve uno las ventajas que tiene compartir piso con dos familias alemanas.

Cuentan los responsables de Berlunes, una conocida página de Internet hecha por expatriados españoles en Berlín, que una de las claves para saber si uno se ha germanizado o no está en si ha desarrollado algún tipo de dependencia a las infusiones de jengibre. “Usted ni siquiera sabía lo que era el jengibre antes de llegar a Alemania, pero ahora no puede vivir sin ese sabor”, se lee en el libro firmado por Berlunes, Elija su propia aventura en Berlín (Ed. Libros.com, 2014). Esa frase cobra sentido, muy especialmente, en invierno, época en la que los resfriados pueden durar semanas, incluso meses.

Ante esta amenaza, “el té de jengibre es sanísimo y va muy bien para el resfriado”. Esa fue de las primeras cosas que aprendí en clases de alemán. El comentario venía de mi veterana profesora, una berlinesa del este de pura cepa. Su consejo no era una digresión, sino que formaba parte de las enseñanzas de uno de los libros de nivel “principiante”. “¿Está usted resfriado? Fortalezca su sistema inmunitario. Dúchese todos los días con agua caliente y luego agua fría, no se vista con ropa demasiado abrigada”, apuntaba uno de los libros con los que se trata de enseñar la lengua de Wolfgang von Goethe y que también sirven para integrarse en el país de la canciller Angela Merkel. Otros consejos contra el resfriado que daba el citado libro del alumno eran: “beba té, dese un baño, vaya a menudo a la sauna”. Que conste que las saunas germanas carecen de esa connotación sexual que sí tienen en España. En Alemania se entiende que ir a sudar con un grupo de amigos en un espacio reducido es algo saludable. Probablemente lo sea. Lo cierto es que, en invierno, a cualquiera que venga a Alemania procedente de la Europa meridional se le termina olvidando lo que es pasar calor. En estos lares, el frío invernal no da tregua. No es como en España o, al menos, como en mi ciudad natal, de la que recuerdo una Nochebuena en camiseta corta, a 25 grados centígrados.

En relación a uno de esos resfriados eternos que se cogen por aquí, un médico al que consulté me dijo: “Lo que usted necesita es dormir, beber cosas calientes, no hacer deporte, y si tiene fiebre, tome paracetamol”. “¿Y ya está?”, le pregunté yo. “¿Y cómo hago yo para ocuparme de mi hijo de dos años, que tiene energía como para parar un tren?”, añadí, pues por aquel entonces era amo de casa además de periodista. Me aconsejó entonces acompañar el paracetamol con vitamina C. Además, me puso mala cara cuando me saqué del bolsillo, para preguntarle acerca de su conveniencia, un sobre de un compuesto contra los resfriados muy publicitado en España. “Eso es dopping, no le curará”, me respondió con una sonrisa irónica. “Tiene demasiado efectos no deseados”, explicó, aludiendo a los efectos perversos de medicamentos cargados de cafeína o pseudoefedrina.

La conclusión que uno saca de este tipo de encuentros es que en Alemania conviene evitar los compuestos químicos industriales para sanar. Así, para que a uno le receten antibióticos, hay que pasarlas canutas. Yo he visto a una pediatra casi lamentar que hubiera que recetar antibióticos a mi hijo. Sin embargo, con mucha más frecuencia me han aconsejado servirme de principios homeopáticos. No en vano la homeopatía es un invento alemán. Fue fundada a finales del siglo XVIII por el médico alemán Samuel Hahnemann (1755-1843). Está enterrado en el cementerio de Père-Lachaise de París, que conozco bien como lugar para pasear y tomar fotos de tumbas de gente ilustre porque estaba al lado de la que fue mi casa en mis años en la capital gala. Allí están enterrados, entre otros, escritores como Jean de la Fontaine y Oscar Wilde, estrellas de la música tipo Édith Piaf o Jim Morrison, el filósofo Félix Guattari y hasta el que fuera presidente de la II República española Francisco Largo Caballero.

El caso es que en la tumba de Hahnemann se puede leer eso de: “tratad a los enfermos con remedios que produzcan síntomas parecidos a los de sus enfermedades”. Esa ha de ser una de las bases de la medicina alternativa que es la homeopatía. Como persona criada en una familia vinculada al mundo de la salud, pues parte de mis familiares trabajan en temas vinculados a la medicina, la homeopatía siempre la he visto con cierta desconfianza. Para escribir este artículo, desde mi círculo más cercano se me ha aconsejado leer al médico y columnista del diario británico The Guardian Ben Goldacre. En concreto, su libro Mala ciencia (Ed. Paidós Ibérica, 2011), donde se puede leer que la homeopatía “constituye el «contramodelo» perfecto para enseñar lo que es la medicina basada en la evidencia empírica”, ya que “a fin de cuentas, las píldoras homeopáticas no son más que unas pastillitas de azúcar vacías que parecen funcionar”. De funcionar, según Goldacre, las pastillas homeopáticas lo hacen “igual que un placebo”. Es decir, que estaríamos ante una sustancias que, sin acción terapéutica, logran efectos curativos si el enfermo las toma creyendo que la ingesta le curará.

Visto así, parece que la homeopatía es una cuestión de creencias. Y en Alemania, por lo que se ve, se cree bastante en esto. No es difícil encontrar médicos que se reivindican a favor de los tratamientos homeopáticos. Yo ya he perdido la cuenta de cuántas veces la pediatra me ha dado esas bolitas blancas homeopáticas para darle a mi hijo cuando se resfría. Por cierto, qué difícil es sacar la dosis de dos bolitas sin que rueden otras cincuenta por el suelo de toda la cocina.

Aún más complicado me pareció tratar de administrar contra un resfriado infantil un “medicamento homeopático” cuya marca no mencionaré para evitar problemas. Para que funcionase, había que dar al niño unas gotas en cucharilla cada hora. En los días subsiguientes, la recurrencia de las tomas se iba reduciendo. Tras las dos o tres primeras tomas, di por imposible tener que pasar por el mal trago de enfrentarme a las pocas ganas que tenía mi pequeño toddler de tomarse aquella agüita curativa. No fue grave. El resfriado se acabó pasando en unos días sin necesidad de tomar nada más. Yo, en cambio, tuve que “doparme” unos días más tarde, después de que se instalaran en mí los gérmenes que hijo trajo de la escuela.

En cualquier caso, por haber estado en contacto con esa visión tan germana de que cuanto más se evite la toma de productos químicos a la hora de curarse, mejor, uno acaba pensándoselo más de una y dos veces el echar mano de según qué cosas frente a un resfriado, una gripe o un dolor de algo.