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Baby you can get into my car

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Nunca he cogido un taxi de Uber, que acaba de suspender su servicio en España después de nueve meses. Tampoco he llegado a saber muy bien cómo funcionaba; creía que se trataba de una aplicación que te permitía saber si había cerca un conductor que de camino a su destino te pudiese dejar en el tuyo, como las que se usan para ligar en los bares sin andarse con tonterías de perder el tiempo. En un pispás saltabas al coche de un desconocido con la alegría tímidamente vandálica de estar saltándote al intermediario último: Hacienda. Esa, la económica, era la ventaja, porque en lo que se refiere a la urgencia, apenas hay nada más inmediato que levantar el brazo y esperar que el taxi se detenga a tu lado.

Operando a mayor escala kilométrica, las empresas de coches compartidos funcionan como un gigantesco grupo de whatsapp donde constantemente se ponen en contacto viajeros deseando moverse de ciudad a ciudad. Más rápidas en su obediencia que Uber, estas empresas han pasado en los últimos meses de ser un gigantesco tablón de anuncios a, otra vez y como destino que espera a cualquier impulso humano, un intermediario que recauda y redistribuye el dinero que los usuarios prefieren no entregar a Renfe o Alsa. Pero tienen además la ventaja de los taxis: el recorrido y la hora de la salida no son fijos, cada trayecto es único. Y de esos viajes únicos yo sí he tenido alguno.

En concreto este: era el principio del verano y en el último momento se me ocurrió hacer un viaje de cuatrocientos kilómetros. Como ya no quedaban trenes y los autobuses no me gustan porque hacen paradas desoladoras, me apunté a una de estas páginas y di con una oferta que me convenía: el conductor salía a las ocho de la mañana del día siguiente desde Ventas. Cuando esa noche estaba tomando unas cervezas con mis amigos, el conductor me llamó para preguntarme si tenía algún problema en salir una hora antes, y por supuesto me dio igual, y casi lo preferí, porque de todos modos el plan de hacerme una maleta sensata ya lo había descartado. Volví más tarde de lo previsto, aunque en la hora de vuelta tampoco tenía previsión, y cuando me desperté lo hice por la llamada de mi hospitalario conductor, al que llamaremos C y que me informaba de que eran las siete y cinco y me estaban ya todos esperando. “Salid sin mí en ese caso”, murmuré con desprendimiento de soldado alcanzado por el obús, pero mis compañeros se negaron a dejarme atrás, así que salté de la cama a un taxi que me llevó hasta Ventas y que me costó casi más de lo que me iba a costar el viaje (20 euros).

De taxi a taxi: junto a la plaza de toros, el único vehículo aparcado y que podía ser el mío era otro taxi, junto al que cuatro sombras daban cortos paseos sin relacionarse entre sí. Me acerqué a ellos apresurada y sonriente, pidiéndoles perdón por mi retraso, agradeciéndoles su gentileza, y “Soy Bárbara”. No pensaba darles dos besos, pero al menos habría esperado que me dijeran sus nombres a cambio del mío, porque iba a pasar con ellos varias horas encerrada en un amasijable cacharro de hierro a 120 kilómetros por hora. Tampoco espero que el revisor haga una presentación pública de todos los viajeros de un vagón antes de que el tren parta; sencillamente considero que debemos conocer a nuestra compañía. Me incomodé en el asiento de atrás junto a dos tipos altísimos y sin más dilación, como se suele decir, comenzamos nuestra desconcertante excursión.

Cogiendo alegremente en cuarta la pronunciada curva que nos introducía en la M-30, C nos informó de que la horita de sueño le había sentado de miedo. A través del retrovisor, pude ver cómo sus enrojecidos ojos enfatizaban sus palabras, que celebró además poniendo la radio a todo trapo. A ritmo caribeño dejamos atrás la ciudad y sus limpios contornos negros contra el cielo del amanecer, y nos dirigimos hacia inesperadas aventuras.

No hablaban mucho mis compañeros, dos chicos que se intercambiaban información sobre el problema de la minería en inglés americano y una chica que iba en el asiento del copiloto, así que me entretuve en calcular qué beneficio podría sacar del viaje el promotor del mismo. Dado que cada uno le pagábamos 20 euros, sacaría 80, a los que habría que descontar la gasolina. Como me había ofrecido volver también con él al día siguiente, pensé que el viaje lo haría como negocio, y no por motivos propios (al escribir esto me doy cuenta de que no considero que un negocio sea un “motivo propio” y me queda claro por qué no he llegado a hacer dinero que me permita viajar en trenes de primera clase todo el rato), y no me parecía una gran ganancia. Pero ya me descabaló totalmente los cálculos el hecho de que, cuando paramos a tomar un café a mitad de camino, C se empeñó en pagarnos los desayunos a todos. En medio de mi marasmo de conjeturas, encontré el detalle más violento que delicado, y además es difícil desentrañar el código social que impera cuando viajas en un vehículo privado con gente que no sabes cómo se llama. Relucía claramente que estábamos juntos por dinero (por ahorrarlo), pero a la vez este se gastaba amablemente en una especie de urbanidad sin precedentes en los obsoletos libros de buenos modales.

En todo caso, el café cumplió su función y el resto del viaje pareció que nos conocíamos ya desde al menos algunos días. Sin embargo, nos esperaba aún un momento de extrañeza, que ya empezó a inquietarme unos cien kilómetros antes de llegar, y era ¿aquí cómo se paga? Oh, qué rara sequedad al bajar en la ciudad de destino y mientras los demás descargaban sus bien hechas maletas acercarme a C, que me había traído en su coche durante cuatrocientos kilómetros y me había pagado un café cortado en mitad de España, preguntarle lo que ya sabía (“Son veinte euros, ¿verdad?”) por acompañar con algunas palabras la entrega del billete, y alejarme de mis desconocidos compañeros con las piernas entumecidas.