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Arriesgar la vida por la vida
En 1992, mientras en España buscábamos nuestra identidad en el espejo de la modernidad europea, Christopher McCandless puso en riesgo su vida para encontrarle sentido a la vida.
Poco después de graduarse quemó su dinero, rompió las tarjetas de identificación, crédito y del Wall Mart, donó a obras de caridad lo que quedaba de su fondo universitario y se propuso recorrer Estados Unidos. McCandless pretendía conocerse a sí mismo, solo que en lugar de preguntar al oráculo de Delfos cargó su mochila con el Walden de Thoreau, los relatos de frontera de Jack London y algo de Tolstoi. Recorrió Texas, navegó California en canoa, cruzó la frontera con México, subió hasta el estado de Washington y desde allá hasta Fairbanks (Alaska). Su viaje comenzó en su coche –que quedó inservible tras una inundación –y acabó en el autobús de línea número 142 de Fairbanks– abandonado en mitad del páramo, el vehículo servía de refugio para cazadores. Pasó algo más de cuatro meses allí en soledad hasta que algo que comió le produjo una severa intoxicación. Sus músculos se paralizaron y fue incapaz de retener o de tragar alimentos. Encontraron su cadáver en el catre del autobús dos semanas después. Tenía 21 años.
Es probable que la historia les resulte familiar. En 1993 el periodista Jon Krakauer informó sobre la muerte de McCandless en un reportaje para la revista Outside que se convertiría después en el libro Into the Wild (1997). Sean Penn lo adaptó para el cine; su título se tradujo en España como Hacia rutas salvajes (2007). Según la hipótesis de Krakauer, la causa de la muerte de McCandless se debió a una planta bastante común llamada patata salvaje (Hedysarum alpium), portadora de una neurotoxina denominada ODEP. McCandless pudo confundirla con otra muy parecida, también bastante común, pero que sí es comestible.
La aceptación del libro y el éxito de la película convirtieron la ruta de McCandless en un lugar de peregrinaje. En un magnifico artículo de Diana Savering, se expone lo que llama “el problema de la obsesión McCandless”. Cada año las autoridades de Fairbanks y Anchorage rescatan en las cercanías del Stampede Trail (el camino que McCandless tomó) al 75% de los visitantes. Un policía le confiesa a Savering, «hay algo que lleva a la gente hasta allí… algún tipo de cosa que les pasa en el interior les lleva hasta ese autobús. No sé lo que es. No lo entiendo. ¿Qué posee a una persona para seguir los pasos de alguien que murió porque no estaba preparado?» Eso que el policía no entiende que lleva a los peregrinos a meterse en lo salvaje –como lo describió McCandless en su diario –es buscar allí un sentido a su vida; responder a la pregunta ¿qué soy?
El desconcierto del policía no era un problema particular sino que se extendía a toda la población de Anchorage y Fairbanks. No les falta razón: para llegar al autobús hay que recorrer el Stampede Trail y cruzar el peligroso río Teklanica; dos pruebas difíciles de superar incluso para los lugareños o los pros del hiking. De hecho, McCandless quedó atrapado cuando los deshielos de la primavera incrementaron la fuerza y el caudal del Teklanica. Las reservas de alimentos se le agotaron, los animales que cazaba eran insuficientes para mantenerle sano y tuvo que recurrir a comer la planta que, por error, acabó con su vida. Peregrinar hasta el llamado autobús mágico para encontrarse con uno mismo midiéndose con la naturaleza implica asumir que se va a poner en riesgo la vida ¿Pagar con la vida es un precio muy alto por llegar a encontrarle sentido a la vida?
El problema de la obsesión McCandless no es un asunto trivial para los lugareños. Tiene consecuencias de considerable importancia en términos de recursos, dinero y coste emocional. Se necesita de expertos para ayudar en los caros rescates y el equipo adecuado para actuar rápidamente, lo que implica que el material debe estar al día. Los lugareños a veces mienten a los peregrinos; les dicen que hay una tormenta terrible, que el bosque tras el Teklanica está en llamas o que ya se llevaron el autobús hace años. Su excusa: no quieren ir más tarde en busca del cadáver del visitante. Tiene esto más de sincera preocupación por el prójimo que de evitarse una futura molestia.
Hay algo más en las palabras de los lugareños. En el artículo de Severing encontramos pistas sobre el verdadero problema: ¿en qué circunstancias la gente está dispuesta a creer que tal o cual actividad justifica el riesgo que se toma? En Alaska, por ejemplo, se considera aceptable invitar al riesgo si se trata de actividades para vivir de la tierra, como pescar, ir a por setas, talar, cazar, etc. Pero es menos aceptable arriesgarse en la búsqueda de «una forma de vida más filosófica». Unos empleados de un hotel que acaban de participar en un rescate se quejan a Severing de que «la gente que se interna en terreno salvaje con el propósito de descubrirse a sí mismos se dejan llevar de forma estúpida, como hacer caso omiso del tiempo. Es diferente si tienes que recoger tus trampas y es la manera que tienes de ganarte la vida».
El experto arriesga su vida con criterio y por un fin aceptable; el viajante del autoconocimiento es amateur, carece de propósito adecuado y, por tanto, es irrespetuoso. Se asume que arriesgar la vida debe ser siempre un asunto serio: si se trata de realizar una actividad productiva ese riesgo merece la pena. Por contra, siempre son innecesarias las tareas alejadas de la lógica mercantil o de la supervivencia. Consecuencia de esto es que exista una incomprensión generalizada ante la idea de que haya personas que pongan en riesgo su vida para tratar de encontrar sentido al caos de la existencia. Se da por hecho que, aunque otorgar sentido a la vida no es un asunto menor, esta actividad debería limitarse a ser algo introspectivo y, por lo tanto, alejado de los peligros del mundo. Que la discusión se desplace sobre si los que mueren en Fairbanks y alrededores son estúpidos, descuidados o irrespetuosos trata de enmascarar el conflicto sobre si merece la pena arriesgar la vida en la búsqueda del conocimiento de un mismo.
Cuando Sócrates dijo eso de que la vida examinada es la única que merece la pena ser vivida no mencionó que uno debía irse hasta Alaska para poner la lupa sobre ella. Entenderse a uno mismo es algo así como un ejercicio solitario en la intimidad del hogar en donde se evalúan los hechos que suceden, sucedidos y por suceder. Pasear o hacer un viaje puede ayudar, pero no se contempla arriesgar la vida en el camino. Pero sospecho que ahí existe un error: sea yéndose a lo salvaje o mediante la introspección siempre ponemos en riesgo nuestra vida.
La clave para la introspección no se haya en el dónde se realice sino en la idea de aislamiento de los estímulos del exterior. Si esta es la condición entonces podemos encontrarnos a nosotros mismos tanto yéndonos con McCandless al autobús mágico como sentados en nuestro sillón, como Descartes. La diferencia entre irse a lo salvaje parece estar en que hay ahí un riesgo que evitamos quedándonos junto a la estufa y, además, conseguiremos un resultado parecido.
Ahora bien, cada uno de nosotros resuelve las angustias existenciales de maneras diversas. Hay personas que solo logran aislarse cuando media una distancia física considerable de su entorno habitual, sus conocidos, sus objetos materiales y la seguridad del hogar. Puede que no merezca la pena arriesgar la vida simplemente por tener una idea más trasparente sobre cómo se es, pero tal vez para estas personas sea la única manera de lograrlo, con lo que correr ese riesgo estaría justificado. No hace falta que sigan al dedillo el camino de McCandless, un tanto suicida, pero sí que deben alejarse lo suficiente y entrar en territorio salvaje, allá donde están las fricciones, para comenzar a examinarse de manera adecuada. Es una empresa de alto riesgo pero la recompensa es inconmensurable.
La introspección de sillón también tiene considerables peligros. Esa misma fricción del terreno embarrado del Stampede Trail remite al camino que debe recorrer el que se adentra en la investigación de sí mismo –la vía de la Filosofía, como señaló Wittgenstein. Toda pesquisa profunda sobre uno mismo puede llevarnos desde sendas poco transitadas hasta lugares inimaginables. No se arriesga la vida, y, sin embargo, se arriesga cómo se vive que no es otra cosa que la vida misma. Realizarse las preguntas adecuadas sobre cómo se es requiere un ejercicio de valentía considerable, pues se puede encontrar respuestas que afectan directamente al núcleo de la identidad y cambiarte para siempre. Es meterse en lo salvaje: allí se lucha contra el autoengaño, los terrores más profundos, la imagen que se quiere proyectar de uno mismos, la mirada de los demás... Todo esto suele conspirar para que naufrague el propósito de descubrirse.
El que quiera conocerse desde la balsa del sillón que no se confunda ni se confíe, no vaya a ser que por hacerse las preguntas adecuadas termine arrancándose los ojos como Edipo. Porque en el fondo conocerse siempre es una cuestión de arriesgar la vida. De una manera u otra acabamos siempre en lo salvaje.
Imágenes:
- Autobus donde murió Christopher McCandless. Fotografía de Diana Saverin
- Fotograma de Hacia rutas salvajes (Into the wild), Sean Penn, 2007
Arriesgar la vida por la vida
En 1992, mientras en España buscábamos nuestra identidad en el espejo de la modernidad europea, Christopher McCandless puso en riesgo su vida para encontrarle sentido a la vida.
Poco después de graduarse quemó su dinero, rompió las tarjetas de identificación, crédito y del Wall Mart, donó a obras de caridad lo que quedaba de su fondo universitario y se propuso recorrer Estados Unidos. McCandless pretendía conocerse a sí mismo, solo que en lugar de preguntar al oráculo de Delfos cargó su mochila con el Walden de Thoreau, los relatos de frontera de Jack London y algo de Tolstoi. Recorrió Texas, navegó California en canoa, cruzó la frontera con México, subió hasta el estado de Washington y desde allá hasta Fairbanks (Alaska). Su viaje comenzó en su coche –que quedó inservible tras una inundación –y acabó en el autobús de línea número 142 de Fairbanks– abandonado en mitad del páramo, el vehículo servía de refugio para cazadores. Pasó algo más de cuatro meses allí en soledad hasta que algo que comió le produjo una severa intoxicación. Sus músculos se paralizaron y fue incapaz de retener o de tragar alimentos. Encontraron su cadáver en el catre del autobús dos semanas después. Tenía 21 años.
Es probable que la historia les resulte familiar. En 1993 el periodista Jon Krakauer informó sobre la muerte de McCandless en un reportaje para la revista Outside que se convertiría después en el libro Into the Wild (1997). Sean Penn lo adaptó para el cine; su título se tradujo en España como Hacia rutas salvajes (2007). Según la hipótesis de Krakauer, la causa de la muerte de McCandless se debió a una planta bastante común llamada patata salvaje (Hedysarum alpium), portadora de una neurotoxina denominada ODEP. McCandless pudo confundirla con otra muy parecida, también bastante común, pero que sí es comestible.
La aceptación del libro y el éxito de la película convirtieron la ruta de McCandless en un lugar de peregrinaje. En un magnifico artículo de Diana Savering, se expone lo que llama “el problema de la obsesión McCandless”. Cada año las autoridades de Fairbanks y Anchorage rescatan en las cercanías del Stampede Trail (el camino que McCandless tomó) al 75% de los visitantes. Un policía le confiesa a Savering, «hay algo que lleva a la gente hasta allí… algún tipo de cosa que les pasa en el interior les lleva hasta ese autobús. No sé lo que es. No lo entiendo. ¿Qué posee a una persona para seguir los pasos de alguien que murió porque no estaba preparado?» Eso que el policía no entiende que lleva a los peregrinos a meterse en lo salvaje –como lo describió McCandless en su diario –es buscar allí un sentido a su vida; responder a la pregunta ¿qué soy?
El desconcierto del policía no era un problema particular sino que se extendía a toda la población de Anchorage y Fairbanks. No les falta razón: para llegar al autobús hay que recorrer el Stampede Trail y cruzar el peligroso río Teklanica; dos pruebas difíciles de superar incluso para los lugareños o los pros del hiking. De hecho, McCandless quedó atrapado cuando los deshielos de la primavera incrementaron la fuerza y el caudal del Teklanica. Las reservas de alimentos se le agotaron, los animales que cazaba eran insuficientes para mantenerle sano y tuvo que recurrir a comer la planta que, por error, acabó con su vida. Peregrinar hasta el llamado autobús mágico para encontrarse con uno mismo midiéndose con la naturaleza implica asumir que se va a poner en riesgo la vida ¿Pagar con la vida es un precio muy alto por llegar a encontrarle sentido a la vida?
El problema de la obsesión McCandless no es un asunto trivial para los lugareños. Tiene consecuencias de considerable importancia en términos de recursos, dinero y coste emocional. Se necesita de expertos para ayudar en los caros rescates y el equipo adecuado para actuar rápidamente, lo que implica que el material debe estar al día. Los lugareños a veces mienten a los peregrinos; les dicen que hay una tormenta terrible, que el bosque tras el Teklanica está en llamas o que ya se llevaron el autobús hace años. Su excusa: no quieren ir más tarde en busca del cadáver del visitante. Tiene esto más de sincera preocupación por el prójimo que de evitarse una futura molestia.
Hay algo más en las palabras de los lugareños. En el artículo de Severing encontramos pistas sobre el verdadero problema: ¿en qué circunstancias la gente está dispuesta a creer que tal o cual actividad justifica el riesgo que se toma? En Alaska, por ejemplo, se considera aceptable invitar al riesgo si se trata de actividades para vivir de la tierra, como pescar, ir a por setas, talar, cazar, etc. Pero es menos aceptable arriesgarse en la búsqueda de «una forma de vida más filosófica». Unos empleados de un hotel que acaban de participar en un rescate se quejan a Severing de que «la gente que se interna en terreno salvaje con el propósito de descubrirse a sí mismos se dejan llevar de forma estúpida, como hacer caso omiso del tiempo. Es diferente si tienes que recoger tus trampas y es la manera que tienes de ganarte la vida».
El experto arriesga su vida con criterio y por un fin aceptable; el viajante del autoconocimiento es amateur, carece de propósito adecuado y, por tanto, es irrespetuoso. Se asume que arriesgar la vida debe ser siempre un asunto serio: si se trata de realizar una actividad productiva ese riesgo merece la pena. Por contra, siempre son innecesarias las tareas alejadas de la lógica mercantil o de la supervivencia. Consecuencia de esto es que exista una incomprensión generalizada ante la idea de que haya personas que pongan en riesgo su vida para tratar de encontrar sentido al caos de la existencia. Se da por hecho que, aunque otorgar sentido a la vida no es un asunto menor, esta actividad debería limitarse a ser algo introspectivo y, por lo tanto, alejado de los peligros del mundo. Que la discusión se desplace sobre si los que mueren en Fairbanks y alrededores son estúpidos, descuidados o irrespetuosos trata de enmascarar el conflicto sobre si merece la pena arriesgar la vida en la búsqueda del conocimiento de un mismo.
Cuando Sócrates dijo eso de que la vida examinada es la única que merece la pena ser vivida no mencionó que uno debía irse hasta Alaska para poner la lupa sobre ella. Entenderse a uno mismo es algo así como un ejercicio solitario en la intimidad del hogar en donde se evalúan los hechos que suceden, sucedidos y por suceder. Pasear o hacer un viaje puede ayudar, pero no se contempla arriesgar la vida en el camino. Pero sospecho que ahí existe un error: sea yéndose a lo salvaje o mediante la introspección siempre ponemos en riesgo nuestra vida.
La clave para la introspección no se haya en el dónde se realice sino en la idea de aislamiento de los estímulos del exterior. Si esta es la condición entonces podemos encontrarnos a nosotros mismos tanto yéndonos con McCandless al autobús mágico como sentados en nuestro sillón, como Descartes. La diferencia entre irse a lo salvaje parece estar en que hay ahí un riesgo que evitamos quedándonos junto a la estufa y, además, conseguiremos un resultado parecido.
Ahora bien, cada uno de nosotros resuelve las angustias existenciales de maneras diversas. Hay personas que solo logran aislarse cuando media una distancia física considerable de su entorno habitual, sus conocidos, sus objetos materiales y la seguridad del hogar. Puede que no merezca la pena arriesgar la vida simplemente por tener una idea más trasparente sobre cómo se es, pero tal vez para estas personas sea la única manera de lograrlo, con lo que correr ese riesgo estaría justificado. No hace falta que sigan al dedillo el camino de McCandless, un tanto suicida, pero sí que deben alejarse lo suficiente y entrar en territorio salvaje, allá donde están las fricciones, para comenzar a examinarse de manera adecuada. Es una empresa de alto riesgo pero la recompensa es inconmensurable.
La introspección de sillón también tiene considerables peligros. Esa misma fricción del terreno embarrado del Stampede Trail remite al camino que debe recorrer el que se adentra en la investigación de sí mismo –la vía de la Filosofía, como señaló Wittgenstein. Toda pesquisa profunda sobre uno mismo puede llevarnos desde sendas poco transitadas hasta lugares inimaginables. No se arriesga la vida, y, sin embargo, se arriesga cómo se vive que no es otra cosa que la vida misma. Realizarse las preguntas adecuadas sobre cómo se es requiere un ejercicio de valentía considerable, pues se puede encontrar respuestas que afectan directamente al núcleo de la identidad y cambiarte para siempre. Es meterse en lo salvaje: allí se lucha contra el autoengaño, los terrores más profundos, la imagen que se quiere proyectar de uno mismos, la mirada de los demás... Todo esto suele conspirar para que naufrague el propósito de descubrirse.
El que quiera conocerse desde la balsa del sillón que no se confunda ni se confíe, no vaya a ser que por hacerse las preguntas adecuadas termine arrancándose los ojos como Edipo. Porque en el fondo conocerse siempre es una cuestión de arriesgar la vida. De una manera u otra acabamos siempre en lo salvaje.
Imágenes:
- Autobus donde murió Christopher McCandless. Fotografía de Diana Saverin
- Fotograma de Hacia rutas salvajes (Into the wild), Sean Penn, 2007