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Antes de que el hartazgo sea olvido
En los taxis es donde España se te confiesa. Los taxímetros no miden distancias, monitorizan secretos. Las monedas que entregas a tu chófer no constituyen un pago, son la ofrenda que le haces para que calme su ira y no revienten las costuras de Iberia. “Yo con Franco vivía mucho mejor,” −me decía anoche el sabroso cogote que me guiaba por el centro de Madrid− “pero sabe qué le digo, que en las próximas elecciones voy a votar a éstos, a los de Pablo Iglesias. Estoy hasta los huevos. ¿Qué coño es eso del IBI? Esta casta nos está robando. Y mi hijo de treinta en el paro”. Con un frenazo se me depositó en una acera reconocible y la madrugada se tragó lentamente mi pasmo. Esta conversación, llena de eslóganes mal digeridos, verdades retorcidas y causalidades desfiguradas, confirmó algunas sospechas que llevo rumiando desde hace tiempo. ¿Y si se estuviera buscando la fórmula para esconder de nuevo toda la ponzoña de nuestro pasado en el espectáculo de su máxima transparencia? ¿Y si el hartazgo fuera una nueva oportunidad para eternizar el olvido?
El vislumbre de la miseria ha resquebrajado el precario tejido de mitos que cubría los aspectos más sórdidos de nuestra historia reciente. De pronto hemos reparado en el insoportable tufo que sube de las sentinas de nuestra “Transición”; de súbito se nos ha revelado que vivimos sometidos por una “casta” impenetrable que se forjó al calor de ese proceso. Pero estos términos amenazan con convertirse en simples cromos conceptuales que se desgastan con la misma rapidez con la que se intercambian. Si no ponemos cuidado podría pasarnos con esta necesaria revisión del pasado lo que nos ocurrió con el 23-F tras la virguería narrativa de Jordi Évole: no se tardará en encontrar la manera de convertir los tejemanejes de la Transición en el vicio de unos pocos dementes que viven devorados por sus alucinaciones políticas. Es urgente que detengamos la hemorragia referencial.
Casi como por ensalmo la Transición, con todos sus macabros pactos y sus siniestras retribuciones, se nos está quedando en la “Cultura de la Transición”. Y corre el riesgo de adelgazársenos aún más hasta convertirse en una famélica “CT”. Es como si el enredo posfranquista empezara a parecernos poco más que una malversación simbólica que pudiera repararse con el nacimiento de unas cuantas editoriales independientes y otras pocas emprendedurías curatoriales. No niego que el asunto tenga su miga. Por cierto que podría sernos de alguna utilidad. Pero para eso tendría que dejar de parecerse tanto a otra bonita floritura argumental en la que corremos el riesgo de dejarnos olvidado el meollo de nuestros dilemas. El pasado tiene aristas muy afiladas, de esas que dejan carreras y reputaciones hechas jirones. Sería triste que no aprovecháramos la oportunidad que tenemos para desmontar el eje de la trituradora.
En una entrevista emitida hace algunos meses por El Estado Mental Radio, se le preguntaba a Germán Cano −uno de nuestros más visibles cartógrafos culturales− quién creía él que encarnaba a la “casta” en el escenario de la “CT” (le deja a uno exhausto tener que escribir tan a golpe de lema). En su respuesta mencionaba la nómina de “intelectuales” a los que es habitual someter a un merecido escarnio público: Javier Marías, Antonio Muñoz Molina, Elvira Lindo, Félix de Azúa y, con alguna salvedad, Fernando Savater. Pocas objeciones, salvo su parquedad, pueden hacérsele a este listado. Quizá sería de justicia que comenzara a distinguirse entre quienes hicieron del servilismo una oportunidad para ver recompensada su mediocridad y quienes rindieron su brillantez al apaño. Pero lo que resulta llamativo es que nada se dijera sobre lo que sirve de vínculo a todos estos autores: ese hilo de intereses editoriales y corporativos en los que sus obras están ensartadas y a través del cual se legitima el reparto de lo decible, de lo pensable y de lo votable. Desenredar ese hilo es casi como tocar el corazón de nuestra Transición. Y por eso debería ser el objetivo prioritario de cualquier intervención realmente política en nuestra cultura.
Para que el invento de esa “CT” se nos convierta en otro escondite desde el que las mentiras nos hagan burla, tendremos que aceptar algunos costosos desafíos. Tendremos que ver qué parte de nuestro tejido de producción cultural fue segregado por el propio régimen franquista; a qué empresas se les entregó en usufructo el solar de nuestra cultura; cómo compusieron estas empresas el imaginario de una democracia postrada; cómo se nos enseñó a través de él a hacer compatibles nuestras libertades con el respeto a según qué privilegios y, finalmente, cómo se diseñó un país que con su resignación demostraba haber aprendido a no hurgar en los bolsillos de quien no debía. Poco importan las identidades de quienes forman parte de este aparato cómplice. Prestar atención a los nombres puede hacernos caer en el espejismo de creer que un simple cambio generacional es una transformación estructural. Lo que sí debería ser objeto de nuestra atención, sin embargo, es el haz de fuerzas que otorga legitimidad al espacio desde el que esas personas, o cualesquiera otras, hablan.
Las estructuras políticas agonizantes suelen inventarse su propio doble para poder seguir con vida. El cambio es para ellas un imperativo de la inercia. Esa es la lección política que nos enseñó la Transición. Haríamos bien en andarnos con ojo por si el vértigo un tanto circense con el que nos esforzamos por superarla no sea el más cruel de sus trucos. Si no queremos que nuestra memoria tenga de nuevo que tragarse el orgullo, si queremos destripar el meollo de complicidades que ha hecho de nuestras libertades una coartada para la desigualdad, tenemos primero que averiguar si eso que se nos ofrece como futuro es un auténtico porvenir o tan sólo la imagen especular del origen.
Antes de que el hartazgo sea olvido
En los taxis es donde España se te confiesa. Los taxímetros no miden distancias, monitorizan secretos. Las monedas que entregas a tu chófer no constituyen un pago, son la ofrenda que le haces para que calme su ira y no revienten las costuras de Iberia. “Yo con Franco vivía mucho mejor,” −me decía anoche el sabroso cogote que me guiaba por el centro de Madrid− “pero sabe qué le digo, que en las próximas elecciones voy a votar a éstos, a los de Pablo Iglesias. Estoy hasta los huevos. ¿Qué coño es eso del IBI? Esta casta nos está robando. Y mi hijo de treinta en el paro”. Con un frenazo se me depositó en una acera reconocible y la madrugada se tragó lentamente mi pasmo. Esta conversación, llena de eslóganes mal digeridos, verdades retorcidas y causalidades desfiguradas, confirmó algunas sospechas que llevo rumiando desde hace tiempo. ¿Y si se estuviera buscando la fórmula para esconder de nuevo toda la ponzoña de nuestro pasado en el espectáculo de su máxima transparencia? ¿Y si el hartazgo fuera una nueva oportunidad para eternizar el olvido?
El vislumbre de la miseria ha resquebrajado el precario tejido de mitos que cubría los aspectos más sórdidos de nuestra historia reciente. De pronto hemos reparado en el insoportable tufo que sube de las sentinas de nuestra “Transición”; de súbito se nos ha revelado que vivimos sometidos por una “casta” impenetrable que se forjó al calor de ese proceso. Pero estos términos amenazan con convertirse en simples cromos conceptuales que se desgastan con la misma rapidez con la que se intercambian. Si no ponemos cuidado podría pasarnos con esta necesaria revisión del pasado lo que nos ocurrió con el 23-F tras la virguería narrativa de Jordi Évole: no se tardará en encontrar la manera de convertir los tejemanejes de la Transición en el vicio de unos pocos dementes que viven devorados por sus alucinaciones políticas. Es urgente que detengamos la hemorragia referencial.
Casi como por ensalmo la Transición, con todos sus macabros pactos y sus siniestras retribuciones, se nos está quedando en la “Cultura de la Transición”. Y corre el riesgo de adelgazársenos aún más hasta convertirse en una famélica “CT”. Es como si el enredo posfranquista empezara a parecernos poco más que una malversación simbólica que pudiera repararse con el nacimiento de unas cuantas editoriales independientes y otras pocas emprendedurías curatoriales. No niego que el asunto tenga su miga. Por cierto que podría sernos de alguna utilidad. Pero para eso tendría que dejar de parecerse tanto a otra bonita floritura argumental en la que corremos el riesgo de dejarnos olvidado el meollo de nuestros dilemas. El pasado tiene aristas muy afiladas, de esas que dejan carreras y reputaciones hechas jirones. Sería triste que no aprovecháramos la oportunidad que tenemos para desmontar el eje de la trituradora.
En una entrevista emitida hace algunos meses por El Estado Mental Radio, se le preguntaba a Germán Cano −uno de nuestros más visibles cartógrafos culturales− quién creía él que encarnaba a la “casta” en el escenario de la “CT” (le deja a uno exhausto tener que escribir tan a golpe de lema). En su respuesta mencionaba la nómina de “intelectuales” a los que es habitual someter a un merecido escarnio público: Javier Marías, Antonio Muñoz Molina, Elvira Lindo, Félix de Azúa y, con alguna salvedad, Fernando Savater. Pocas objeciones, salvo su parquedad, pueden hacérsele a este listado. Quizá sería de justicia que comenzara a distinguirse entre quienes hicieron del servilismo una oportunidad para ver recompensada su mediocridad y quienes rindieron su brillantez al apaño. Pero lo que resulta llamativo es que nada se dijera sobre lo que sirve de vínculo a todos estos autores: ese hilo de intereses editoriales y corporativos en los que sus obras están ensartadas y a través del cual se legitima el reparto de lo decible, de lo pensable y de lo votable. Desenredar ese hilo es casi como tocar el corazón de nuestra Transición. Y por eso debería ser el objetivo prioritario de cualquier intervención realmente política en nuestra cultura.
Para que el invento de esa “CT” se nos convierta en otro escondite desde el que las mentiras nos hagan burla, tendremos que aceptar algunos costosos desafíos. Tendremos que ver qué parte de nuestro tejido de producción cultural fue segregado por el propio régimen franquista; a qué empresas se les entregó en usufructo el solar de nuestra cultura; cómo compusieron estas empresas el imaginario de una democracia postrada; cómo se nos enseñó a través de él a hacer compatibles nuestras libertades con el respeto a según qué privilegios y, finalmente, cómo se diseñó un país que con su resignación demostraba haber aprendido a no hurgar en los bolsillos de quien no debía. Poco importan las identidades de quienes forman parte de este aparato cómplice. Prestar atención a los nombres puede hacernos caer en el espejismo de creer que un simple cambio generacional es una transformación estructural. Lo que sí debería ser objeto de nuestra atención, sin embargo, es el haz de fuerzas que otorga legitimidad al espacio desde el que esas personas, o cualesquiera otras, hablan.
Las estructuras políticas agonizantes suelen inventarse su propio doble para poder seguir con vida. El cambio es para ellas un imperativo de la inercia. Esa es la lección política que nos enseñó la Transición. Haríamos bien en andarnos con ojo por si el vértigo un tanto circense con el que nos esforzamos por superarla no sea el más cruel de sus trucos. Si no queremos que nuestra memoria tenga de nuevo que tragarse el orgullo, si queremos destripar el meollo de complicidades que ha hecho de nuestras libertades una coartada para la desigualdad, tenemos primero que averiguar si eso que se nos ofrece como futuro es un auténtico porvenir o tan sólo la imagen especular del origen.