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Ansiedad

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El pánico tenía la cara de una señora corpulenta de unos cincuenta años. Hablaba con una auxiliar de la unidad de salud mental del ambulatorio. Yo la veía mientras esperaba a que me dieran cita y me recolocaba en el asiento muchas veces, empeñándome en adoptar una pose de persona cuerda. La silla rechinaba. La auxiliar no me reprendía por piedad. La señora vestía mal, se abrigaba con una rebeca de abuela de botones dorados y calzaba unos deportivos. Su voz tiritaba y se partía en gemiditos acuosos. La acongojaba un error en su medicación. No le quedaban pastillas suficientes hasta la próxima receta, las había contado y no iban a llegar, iba a quedarse un tiempo sin la dosis, y a ver, entonces qué, porque ella no se había tomado ninguna fuera de hora, lo juraba, ella no hacía eso porque el médico era muy bueno, como ella, la auxiliar, que era una persona maravillosa, pero el médico se habría equivocado, sin querer, que ella no había pensado que quisieran fastidiarla.

La chica de bata examinó la caja de pastillas y la comparó con la receta. Efectivamente, había un error. Me pareció que se ofrecía a extenderle otra nota para la farmacia, pero no lo entendí bien: yo estaba muy ocupado cruzando y descruzando las piernas. La paciente se sobresaltó y la interrumpió para pedirle, por favor, que avisara a la farmacéutica: cada vez que se añadía un mínimo elemento, un nuevo paso, se hundía en el terror. La auxiliar telefoneó a la farmacia.

Colgó. “Me ha dicho que allí la espera, ¿ve cómo no pasa nada?”. La mujer comprendió que debía irse y se angustió: “No sé… es que… Me mareo. ¿No… no me puedes acompañar?”. La trabajadora sólo la ayudó a entrar en el ascensor. La tomó del brazo con mucho cuidado. Sus huesos, todos, podían romperse en cualquier momento, era una pura inconsistencia.

Cuando la auxiliar regresó, yo sudaba por la columna. ¿Y si acababa como ella, y si me convertía en una masa de angustia sin voluntad? La ansiedad te predispone a la catástrofe.

Esperaba en aquella consulta porque, días atrás, había sufrido una crisis, un colapso absurdo después de una semana de insomnio. De repente, en mitad del Mercadona, no sabía comprar tomates. Agarraba los frutos, procuraba prestarles atención, pero varias ideas me baleaban la cabeza: yo corriendo, huyendo, yo pidiendo ayuda, yo con la mandíbula descolgada en una cama de hospital, y los ojos de mi gente mirándome con una lástima hecha de tristeza, miedo al contagio e incomodidad.

Acabé volviendo a casa. Hice el payaso delante del espejo, sacándome muecas ridículas: sentía en mi cráneo un peso asfixiante, era como si me devorara la metástasis de mí mismo, y tal vez por instinto intentaba relativizar mi existencia, burlarme de mí, quitarme importancia.

Como no había leído a Lipovetsky, no comprendía de qué era víctima exactamente. La angustia no dedica una sola neurona a la reflexión. Los locos geniales sólo se subliman en los ratos en que no están locos. El resto es épica, soufflés en la boca de los biógrafos y de los críticos idealistas. La angustia rompe los filtros y los procesos mentales: utiliza cualquier material sensitivo para alimentar su pozo de vértigo y luego obstruye los poros y las vías respiratorias para que el horror se inflame poco a poco sin que nadie, desde fuera, perciba la gravedad del dolor.

Lipovetsky escribió en los ochenta: “La deserción de la ‘res publica’ limpió el terreno hasta el surgimiento del individuo puro […] obsesionado solamente por sí mismo y, así, propenso a desfallecer o hundirse en cualquier momento ante una adversidad que afronta a pecho descubierto sin fuerza exterior”. El sociólogo hablaba de la ‘estrategia del vacío’ del individualismo cuyo fin era crear personas que fueran “disponibilidades puras” deseosas de satisfacer las necesidades de un ritmo de producción cada vez más frenético y variado. Cuantas más atenciones e interpretaciones se dedican al ‘yo’, más se eliminan sus referencias y su unidad, y el ‘yo’ se convierte en un “conjunto impreciso”.

En realidad, hubiera importado poco que conociera sus textos. A nivel personal, la semilla original de la ansiedad es indescifrable, aunque con el tiempo, al menos, se pueden detectar las pequeñas elecciones y las inercias tóxicas que empujan al colapso.

Hacía meses que había decidido, con una grandilocuencia íntima, establecer en la palabra ‘dignidad’ algo así como un refugio contra la lógica social de agarrarse a cualquier trabajo y a cualquier sueldo, o contra las preguntas condescendientes: “¿Y a qué dedicas el día, a escribir?”. Creía que así le levantaba las faldas al sistema.

Iba abriendo mi cuaderno de cafetería en cafetería. Ya estaba acostumbrado a esto desde antes, pero renové la motivación y me impuse una disciplina militar. Terminaba cuentos, apuntaba ideas, observaba a los peatones. El peligro no estaba en el empeño por escribir y vivir de forma alternativa, sino en el autoanálisis obsesivo. Trataba de sondear el fondo de mí mismo y de detectar las causas de mis miedos para vencerlos. También evaluaba continuamente si mi comportamiento guardaba coherencia con mis ideas, me reprendía si no me enfrascaba lo bastante en las palabras y, en un ejercicio ‘conspiranoico’, me obligaba a detectar las trampas sociológicas que se escondían debajo de cualquier conversación. Acabé viendo a todas las personas como víctimas inconscientes.

En este punto, la afición por la política ganó fuerza. Me proveían un placer casi erótico las argumentaciones y los juegos de datos que valían, como ganzúas, para cerrar cualquier discusión.

Comencé a gesticular de forma extraña, unas veces elevando el dedo índice, otras jugando con las muñecas y las cejas. Se me puso cara de bondad profesoral: intentaba iluminar conciencias. Por supuesto, todo esto no sucedía con naturalidad. Los cambios micro-expresivos aparecen cuando uno se redefine. Semana a semana mis gestos y mi vocalización adquirían mayor contundencia: sólo de esa forma lograba defender unos principios cada vez más inamovibles.

En cierto momento, antes de que se desatara el insomnio y la fobia por los tomates de pera, me acordé del Juan Pablo Castel[i], de Sábato: “Estoy ahora tan quemado que vacilo mil veces antes de ponerme a justificar o a explicar una actitud mía y, casi siempre, termino por encerrarme en mí mismo y no abrir la boca”.

La ‘estrategia del vacío’ se había enmascarado tras la apariencia de una rebelión, que es el objeto de consumo más desconcertante. No obstante, en el fondo, no había más que una egolatría insufrible que seguía los patrones de la cultura de la autoayuda: la imposición de radiografiarse para alcanzar la autosuficiencia.

Tras una crisis, resulta imposible mantener la agonía en secreto; los escalofríos y el vértigo te obligan a comunicarlo. Yo avisaba a la gente para que supiera qué hacer en caso de un ataque y, sobre todo, para justificarme y aclarar que mi comportamiento errático no se correspondía con mi personalidad real. En esas conversaciones descubrí que algunos conocidos habían sido, o eran, prisioneros de lo mismo. El destino poético que intentaba atribuirle a la enfermedad se desintegró al toparme con dependientas abrazadas al Orfidal, con licenciados que jugaban a la Nintendo y fumaban porros para sortear el pánico a la vida, o con oficinistas adictos a los debates de La Sexta que temblaban y se arrepentían de beber más de la cuenta. Todos tenían en la cara una petición de auxilio y la intuición aterradora de que la amenaza anidaba en sus cabezas: todos se vigilaban de reojo.

Sigmund Freud inauguró este narcisismo a gran escala al sentarse a sí mismo en el diván tras la muerte de su padre. Lipovetsky, de hecho, destacó que el ‘inconsciente’ abrió el camino a un narcisismo sin límites: la labor de los terapeutas ya no consistía en interpretar, sino en permanecer callados, dejando al analizado “en manos de sí mismo en una circularidad regida por la sola autoseducción del deseo”.

Yo no había ido al psicólogo y nunca hojeaba a Jorge Bucay sin sufrir vergüenza ajena, pero daba igual, en realidad el mensaje flota en el aire, en los escaparates y en los plasmas: cuídate, sé auténtico, consigue tus objetivos, busca en ti, exprésate, líbrate de lo homogéneo y de las influencias, sálvate de los otros…

A la espalda de tantos eslóganes que incitan a conquistar un paraíso personal, hay personas desayunando tostadas con mantequilla y lorazepam —todavía imagino así a la señora del ambulatorio—, sintiéndose solas y disociándose como Blas de Otero, quizás en una búsqueda desesperada de compañía y de supervivencia: “… y nuestra sombra en la pared / no es nuestra, es una sombra que no sabe, / que no puede acordarse de quien es”[ii]. El sueño del siglo XXI.

 
Imágenes:
[1] Rashid Johnson. © José Andrés Ramírez, vía The Drawing Center.
[2] Rashid Johnson. Tres cuadros sin título de su proyecto Anxious Men. © Rashid Johnson / Hauser & Wirth.

[i] Protagonista de El túnel.

[ii] Poema “Vertigo”, de Ángel fieramente humano.