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La generación del desarraigo

Mapas mentales
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Un mismo barrio mide diferente en el cerebro de cada vecino. El sistema métrico (además de para que no se caigan los edificios) se inventó, al igual que el reloj, para dar una impresión de orden, para desacreditar el caos. Los adverbios ofrecen la primera señal de la inconstancia del territorio: “cerca”, “lejos”, “aquí”, “allá” para una misma distancia. Es el resultado de los mapas mentales: las imágenes imaginarias y el relato que construimos sobre los lugares que habitamos y que colocamos a modo de transparencia sobre el espacio físico. Esta diapositiva íntima llega incluso a modificar el territorio. Los adverbios dan la primera señal, pero el contenido de nuestro mapa va más allá de la métrica, lo implica todo: emociones, sensaciones, pensamientos, movimientos.

Estas impresiones se detectan fácilmente en la generación de los abuelos de quienes superamos los 25 años. Lo que para nosotros es una simple calle para ellos es una composición de hitos, de emanaciones con muchos detalles; saben el gramaje de cada fachada, se dan cuenta de las alteraciones, de los toldos que se resquebrajan y de los bancos que se repintan. Y hay un orgullo en ello. Necesitan recalificar constantemente los espacios. Nosotros no podemos comprenderlo y, además, nos parece una pérdida de tiempo. Nuestra generación y las siguientes aparentan un fuerte desapego hacia el entorno de vida, y si uno rastrea el posible origen de esto, se topa con el mundo virtual, con la absorción y dispersión de la atención que provocan las nuevas tecnologías. ¿Nos mimetizamos menos con nuestro entorno físico? ¿Hemos perdido la capacidad de reconocer como propio el lugar en el que habitamos?

La investigadora de la UNED Sara Sama Acedo, que ha centrado parte de su trabajo en la reflexión en torno a los espacios, aclara que la relación con el territorio entra dentro de la producción cultural del ser humano: “Nosotros producimos el territorio con nuestras conductas, nuestras formas de darle significados, de nombrarle y de movernos en él. Generamos territorio y lo semantizamos. Sin este proceso, seríamos otra cosa, pero no humanos”. Aquí también el camino se hace al andar, el espacio se constituye participando de él, viviéndolo.

El deterioro de la implicación del individuo se percibe desde el plano más básico, el de la percepción. El lingüista Noam Chomsky habló de que la red proporciona una sensación equivocada de pertenencia y autonomía. Zygmunt Bauman, por su parte, expresó a Clarín que entre los perjuicios “más analizados y más nocivos de la vida online está la dispersión de la atención”. Afirmó que se deterioraba la capacidad de escucha, comprensión y diálogo. ¿También con el territorio? Según sus declaraciones, el lugar físico posee hoy menos presencia: vivimos dentro de unas echo chambers, “un espacio donde lo único que se escucha son ecos de nuestras propias voces… un hall de espejos donde sólo se refleja nuestra propia imagen”.

La antropóloga social de la Universidad de Sevilla Marta Rodríguez Cruz, opina que la percepción del entorno se ha empobrecido: “La atención a los móviles hace que nos percatemos menos de los objetos y los sucesos y que las interacciones con otras personas se pierdan. La capacidad real de mirar y de escuchar se reduce”. Una señal evidente es que en la última década la distracción como causa de atropello a pasado de conformar el 20% de los casos al 40%. El departamento de Seguridad Vial de la Universidad de Valencia advirtió en 2013 de que los peatones tecnológicos (los zombis de pulgares ágiles y barbilla clavada en el pecho) tenían un 40% más de posibilidades de ser arrollados. Si nos distraemos de los peligros que acechan a nuestra integridad, qué no haremos con respecto al resto. Tal vez somos caminantes impermeables.

La imagen de las familias sentadas a la mesa sin hablar y con la cabeza hundida durante largos minutos en la pantalla ha sido tantas veces denostada que se ha convertido en eslogan y ha agotado su potencial crítico. Pero eso no niega su realidad. El problema no son tanto los minutos con el ojo vaciado en el dispositivo, sino las dosis de dopamina que nos inyecta su uso y el acartonamiento cerebral de adicto que nos queda mientras no lo usamos: una dispersión sensorial, una espera vacua que nos aleja del plano de la realidad. El espacio se construye también a través de la conversación y del acto de compartir. Estos procesos han mutado en las últimas décadas. “Antes los vínculos entre personas y entre éstas y el entorno”, explica Rodríguez Cruz, “se construían a partir de una experiencia directa, no virtual: no es lo mismo que busque una calle en Google Maps o que la busque perdiéndome, o que tome como referencia la calle en la que vivía tal persona”.

En cambio, Sara Sama no cree que vivamos tan desanclados: “La mayor parte de aplicaciones que utilizamos cotidianamente están vinculadas al espacio físico; trabajan sobre la localización y la producción de significados de esas localizaciones”. “Estas tecnologías”, concluye, “modifican nuestra vivencia del espacio, pero no la eliminan”. Sin embargo, aunque no cree que la tecnología arruine nuestros mapas mentales o nos sitúe en un plano de irrealidad, sí contempla que ha cambiado nuestra forma de movernos: “Nos movemos más como consumidores de experiencias”. Nos desplazamos bajo una lógica de compra, de adquisición, de satisfacción de deseo concreto. Diseñamos nuestros itinerarios y vamos a tiro hecho. “Sí parece”, añade Sama, “que estas aplicaciones inciden en el tema de la serendipidad: se reduce nuestra capacidad de encontrarnos sorpresivamente con lugares. Nos limitamos a determinadas espacialidades que están relacionadas con nuestros gustos e intereses”.

El paseo azaroso y de deleite está en peligro de extinción. Salir a la calle sin trayecto establecido, caminar con afán contemplativo, sentarse en un banco a mirar, orillarse en un chaflán, ver los cambios cromáticos que dependen del sol y de la sombra… El callejeo arbitrario te vincula con una cara más sincera de la ciudad o del pueblo, te ayuda a entablar un diálogo con ellos, a aceptarlos y llenarlos de resonancias. No obstante, un pequeño ejercicio de observación nos indica que cada vez se anda menos de este modo. Diríamos que uno es como se mueve. La generación de nuestros abuelos disfruta de la reiteración y del mapeo de lo conocido, nosotros perseguimos la conquista de lo nuevo. Basta con leer a Miguel Delibes para descubrir que hace décadas éramos más tierra que individuo: “… porque en mi pueblo no se da demasiada importancia a las cosas y si uno se va, ya volverá; y si uno enferma, ya sanará; y si no sana, que se muera y que lo entierren. Después de todo, el pueblo permanece y algo queda de uno agarrado a los cuetos, los chopos y los rastrojos”. Sólo el tiempo dirá si nos hemos convertido en criaturas incapaces de arraigar.

Cita M. Delibes: ‘Viejas historias de Castilla la Vieja’. En ‘Viejas historias y cuentos completos’, editorial ‘Menos Cuarto’.

 

En portada, fotografía de Swaminathan tomada en Bangalore (La India).

De arriba abajo, foto de Angelo Benedetto tomada en Filadelfia; foto de Artotem tomada en Tucson; Los jugadores de cartas (1894-95), Paul Cézanne.