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Handke, Miller y la marginalidad de los retretes
El cuarto de baño es un marginado, un anti-social. El único lugar de la geografía urbana condenado a la sordidez, la falsedad, la traición o el ridículo; cuatro paredes cuya virtud, si es que la hay, ha sido expulsada de la literatura y el cine.
Existen numerosas escenas en las que dos cuerpos locos se buscan las cosquillas y los flujos mientras golpetean los azulejos con la espalda. Sin embargo, siempre hay una insinuación de indecencia en las prisas y el ocultamiento. El gran poder erótico que vibra en la trasgresión nos recuerda que una parte de nosotros no sirve para convivir y respetar las normas, que estamos destinados a soportar una parcela de fracaso y resignación. Estos cuartos, en la vida y en el cine, incitan a quebrar los códigos éticos: el chorro de la cisterna suena como la llamada de la selva. En Amores perros, primer largometraje de Iñárritu, el joven Octavio sorprende a Susana, la maltratada novia de su hermano, mientras hace la colada, y la desnuda sobre la lavadora. Al fondo se ve la tapa rota del inodoro y un rulo de papel higiénico medio usado. Se intercalan imágenes del maltratador recibiendo la paliza de unos matones. Ellos practican un sexo famélico que parece cuestión de supervivencia. En mitad de la fiebre, Octavio se mira en un espejo fracturado y no se reconoce.
A la posible belleza de la traición, el váter añade un ingrediente de submundo que le arrebata cualquier posibilidad de prestigio. En referencia al sexo, existe una situación peor para este pobre marginado arquitectónico: que se convierta en escenario del ridículo. Basta ver la torpeza de Alberto San Juan y Pilar Castro en Días de fútbol.
La trayectoria del inodoro en la gran pantalla fue errática desde el inicio. Transcurrieron sesenta años hasta que le permitieron mostrarse tal y como es. Había aparecido en alguna que otra cinta, sí, pero hasta Psicosis (1960), de Hitchcock, no se exhibió en todo su esplendor: rebañando con su lengua de agua trozos de papel usado. Varios monóculos se rompieron de pudor, se habló de censura, y eso que el papel no era más que una hoja de cuaderno. Hubo que esperar diez años más, hasta Trampa 22, de Mike Nichols, para ver a un hombre sentado en una taza.
El cine no ha cejado en su empeño de discriminar a este rincón que consigue arrancarnos los suspiros de alivio más reconfortantes.
Hay películas o libros que confieren a los aseos cierta dignidad, pero suele tratarse de artificios. El periodista Julio Villanueva Chang dio en el clavo en su crónica La señora del café y el señor de los enchufes: “La imagen cinematográfica de un baño de mujeres tiene un olfato más cercano a la vanidad que a la fisiología, a los lápices de labios que a los intestinos”. Un retrete impoluto y perfumado es sospechoso. Si nos encontramos con alguno, olfateamos pericialmente, buscamos la trampa, revisamos el brillo de los grifos, palpamos la molla del rollo de papel. En principio, la limpieza nos alegra, pero luego nos bulle una especie de rebelión perruna que nos empuja a mancillar el lugar. Lógicamente, nos resistimos. ¿Y si hay (se esconde?) también una cámara entre tanta sofisticación?
Uno aprende más antropología (o casi) explorando los servicios de los bares, las estaciones o los parkings que leyendo a Marvin Harris. Hay que ir a lo público. Observar el aseo propio no aporta nada porque somos indulgentes. Lo ubicamos todo a la perfección, incluso podríamos funcionar a oscuras en él, sabemos qué azulejos sufren más picaduras, conocemos la orografía de la alfombrilla, y todo eso nos hace pasar a un segundo plano, como capas de Photoshop, ciertos aromas o suciedades.
Es, en cambio, en los cuartos de baño domésticos donde desarrollamos la única actividad que podría vincular, acaso, al inodoro con la literatura: la lectura. Pero ya se encargó Henry Miller, en su opúsculo Leer en el retrete, de desautorizar esta asociación con toda la artillería lógica —e irónica— que fue capaz de reunir. Su crítica a la costumbre es feroz: “(…) tiene algo de grotesco y ridículo, también implica un punto de locura”. Basta la simple observación para probar que quienes practican la lectura de váter no son obligatoriamente lectores empedernidos. No es que uno esté agarrado de la pechera por un libro y se traslade con él al evacuatorio para no perder el hilo. La verdad es que hay quienes sólo leen cuando están de cuclillas. Lo que sea: desde Shakespeare a la etiqueta del champú. “¿Hay algo natural en la combinación simultánea de esas dos actividades?”, se pregunta H. Miller: “Supongamos que cada vez que vas al retrete, pese a que nunca has tenido la intención de convertirte en cantante de ópera, te da por ponerte a practicar escalas. Supongamos que (…) insistes en que sólo puedes cantar cuando vas al váter (…) ¿Crees que tu terapeuta lo aprobaría?”. De la cruzada del autor de Trópico de Capricornio deducimos que liberar lastre sin distraer al esfínter vincularía mucho más a este receptáculo con la inteligencia humana que el acto de leer en él. “La naturaleza sólo nos pide la voluntad de soltar”. Y hacerle caso al organismo, comprenderlo, denota sabiduría.
Vayamos ahora a los aseos públicos. El valor de estos para acercarnos al ser humano reside en su función compensatoria. Las formas de relacionarnos son cada vez más pulcras, el culto a la imagen propia nos esteriliza (hay sonrisas humidificadoras en Instagram), y estos lugares nos ofrecen un rincón necesario para el desahogo. No hablamos del desfogue estomacal, sino del psicológico y emocional. Luis García Montero, en Una forma de resistencia, llegó a una conclusión: “Cada día estoy más convencido de que el arte de vivir consiste en mantener una buena conversación ante el espejo de un cuarto de baño”. A veces entramos al lavabo sin un objetivo preciso. Algo nos llama y acudimos. Dedicamos unos minutos a comprobarnos el gesto, a pasarnos la mano por la cabeza y cerciorarnos de que somos los mismos. Calibramos las cejas, ajustamos los labios, aplanamos los pelos díscolos de la patilla, todo para creernos invulnerables al azar. Este proceder también nos ayuda a engañarnos: ahí fuera, pensamos, en la calle, de cara a la gente, permanecemos auténticos como en casa.
El autor austriaco Peter Handke llevaba al extremo el ritual de autocorrección y llegaba a lavarse el pelo en el lavabo de su universidad. En su Ensayo sobre el Lugar Silencioso explica cómo, ya en la infancia, sentía la llamada y acostumbraba a exiliarse de su grupo de compañeros del internado para refugiarse en el retrete en busca de paz o de una suerte de proceso de depuración ontológica. Incluso, en un viaje solitario que emprendió, de nuevo, por huir de la ruta propuesta por sus amigos de promoción, llegó a dormir en la cabina de una estación, encima de las baldosas, enroscado a la taza. De la mano de Jun'ichirō Tanizaki, y de sus reflexiones en Elogio de la sombra, ha cultivado su amor por los aseos entendidos como los lugares más adecuados para la contemplación y la liberación. Handke confiere un poder identitario y esencial a según qué váteres. Cuenta que, después de varias semanas viajando por Japón, visitó el Templo de Nara, entró a uno de los servicios y sólo entonces sintió legitimidad para afirmar que había visitado el extremo Oriente. Empujado por aquella fascinación, comenzó a fotografiar los Lugares Silenciosos con los que se iba topando alrededor del mundo.
En el mismo ejercicio se empeñó el fotógrafo catalán Siqui Sánchez: recorrió el mundo capturando váteres y publicó el libro ToiletPlanet. Probó y retrató más de 500 ejemplares: tazas clásicas, agujeros comunales y hoscos, cadenas que gorjean como pájaros, tablas con astillas. El artista se convenció de que el lavabo es “una manifestación de la cultura” que demuestra los valores de una sociedad. En algunos lugares de Tokio puedes personalizar los sonidos: los detritos se abocan al desagüe amorosamente envueltos en el ruidillo brumoso de un bosque o de un chispeo de lluvia. Al siglo XXII se entra por la puerta trasera.
Durante su ruta, Siqui Sánchez concluyó que tazas y tazones miden el estado de civilización de un país. Piensa en esto mientras relajas el esfínter en algún bar cercano a una villa universitaria. Glúteo en vilo (evidentemente), lee la contrapuerta. Rotuladores permanentes, típex o puntas de llaves esbozan la situación de la opinión pública. Si al caos alimenticio sucede un caos escatológico, el caos político lleva a verborreas, proclamas, pensamientos irregulares: certeros y compactos al principio, pero acuosos y desmenuzables en su fondo. “El pueblo debe alzarse a la libertad, el futuro es anarquía”, “nazionalistas traidores, viva España”, “fachas de mierda”, “llámame soy rubia y facilona 639 xxx xxx”. Unas frases responden a otras, se vinculan con flechas o se tachan. Se intuye rabia en los trazos; menos en los de la supuesta rubia, a su lado se levanta un pene deshuevado.
Sí, España atraviesa momentos intestinales, aunque poco importa, en realidad, si entramos a uno de los aseos extemporáneos que se encuentran en esas cafeterías que huelen a bacalao amasado, a cerveza y a cabeza de ajo. Conservan un aura de technicolor. La puerta suele tener el pomo roto y dentro aguarda un inodoro de depósito alto. Sobre el lavabo vive una pastilla de jabón con el tamaño de un paracetamol. La fregona a la vista, sin cubo, prueba que hemos viajado a un tiempo pasado en que el afán estético no había devorado aún las funciones fisiológicas. Entonces es fácil imaginar cómo el Java, de Si te dicen que caí, “a horcajadas en el váter, tira de la cadena y con el agua corriendo se lava el pito y los huevos” antes de subir a la casa donde se exhibirá fornicando para un ricachón paralítico que ha aflojado buena pasta por el espectáculo. La literatura (ya se ve) reserva a los servicios sus pasajes más miserables.
La confrontación que mantenemos con este paria alicatado nos enseña que cada vez vivimos de manera más ficcional. Declaramos la guerra a cualquier cosa que rompa las narrativas que nos hemos construido para subsistir. Quizás en el fondo de cualquier traición, al igual que en la función excretora, reside la verdad del individuo, el pulso natural. En el descenso a la animalidad uno descubre cosas innombrables de sí mismo. Michael Corleone entró en el aseo de una tasca italoamericana y salió con una pistola cargada y una cara de bautismo criminal. El cuarto de baño, aunque nos pese, es el único oasis que le queda a la franqueza.
Handke, Miller y la marginalidad de los retretes
El cuarto de baño es un marginado, un anti-social. El único lugar de la geografía urbana condenado a la sordidez, la falsedad, la traición o el ridículo; cuatro paredes cuya virtud, si es que la hay, ha sido expulsada de la literatura y el cine.
Existen numerosas escenas en las que dos cuerpos locos se buscan las cosquillas y los flujos mientras golpetean los azulejos con la espalda. Sin embargo, siempre hay una insinuación de indecencia en las prisas y el ocultamiento. El gran poder erótico que vibra en la trasgresión nos recuerda que una parte de nosotros no sirve para convivir y respetar las normas, que estamos destinados a soportar una parcela de fracaso y resignación. Estos cuartos, en la vida y en el cine, incitan a quebrar los códigos éticos: el chorro de la cisterna suena como la llamada de la selva. En Amores perros, primer largometraje de Iñárritu, el joven Octavio sorprende a Susana, la maltratada novia de su hermano, mientras hace la colada, y la desnuda sobre la lavadora. Al fondo se ve la tapa rota del inodoro y un rulo de papel higiénico medio usado. Se intercalan imágenes del maltratador recibiendo la paliza de unos matones. Ellos practican un sexo famélico que parece cuestión de supervivencia. En mitad de la fiebre, Octavio se mira en un espejo fracturado y no se reconoce.
A la posible belleza de la traición, el váter añade un ingrediente de submundo que le arrebata cualquier posibilidad de prestigio. En referencia al sexo, existe una situación peor para este pobre marginado arquitectónico: que se convierta en escenario del ridículo. Basta ver la torpeza de Alberto San Juan y Pilar Castro en Días de fútbol.
La trayectoria del inodoro en la gran pantalla fue errática desde el inicio. Transcurrieron sesenta años hasta que le permitieron mostrarse tal y como es. Había aparecido en alguna que otra cinta, sí, pero hasta Psicosis (1960), de Hitchcock, no se exhibió en todo su esplendor: rebañando con su lengua de agua trozos de papel usado. Varios monóculos se rompieron de pudor, se habló de censura, y eso que el papel no era más que una hoja de cuaderno. Hubo que esperar diez años más, hasta Trampa 22, de Mike Nichols, para ver a un hombre sentado en una taza.
El cine no ha cejado en su empeño de discriminar a este rincón que consigue arrancarnos los suspiros de alivio más reconfortantes.
Hay películas o libros que confieren a los aseos cierta dignidad, pero suele tratarse de artificios. El periodista Julio Villanueva Chang dio en el clavo en su crónica La señora del café y el señor de los enchufes: “La imagen cinematográfica de un baño de mujeres tiene un olfato más cercano a la vanidad que a la fisiología, a los lápices de labios que a los intestinos”. Un retrete impoluto y perfumado es sospechoso. Si nos encontramos con alguno, olfateamos pericialmente, buscamos la trampa, revisamos el brillo de los grifos, palpamos la molla del rollo de papel. En principio, la limpieza nos alegra, pero luego nos bulle una especie de rebelión perruna que nos empuja a mancillar el lugar. Lógicamente, nos resistimos. ¿Y si hay (se esconde?) también una cámara entre tanta sofisticación?
Uno aprende más antropología (o casi) explorando los servicios de los bares, las estaciones o los parkings que leyendo a Marvin Harris. Hay que ir a lo público. Observar el aseo propio no aporta nada porque somos indulgentes. Lo ubicamos todo a la perfección, incluso podríamos funcionar a oscuras en él, sabemos qué azulejos sufren más picaduras, conocemos la orografía de la alfombrilla, y todo eso nos hace pasar a un segundo plano, como capas de Photoshop, ciertos aromas o suciedades.
Es, en cambio, en los cuartos de baño domésticos donde desarrollamos la única actividad que podría vincular, acaso, al inodoro con la literatura: la lectura. Pero ya se encargó Henry Miller, en su opúsculo Leer en el retrete, de desautorizar esta asociación con toda la artillería lógica —e irónica— que fue capaz de reunir. Su crítica a la costumbre es feroz: “(…) tiene algo de grotesco y ridículo, también implica un punto de locura”. Basta la simple observación para probar que quienes practican la lectura de váter no son obligatoriamente lectores empedernidos. No es que uno esté agarrado de la pechera por un libro y se traslade con él al evacuatorio para no perder el hilo. La verdad es que hay quienes sólo leen cuando están de cuclillas. Lo que sea: desde Shakespeare a la etiqueta del champú. “¿Hay algo natural en la combinación simultánea de esas dos actividades?”, se pregunta H. Miller: “Supongamos que cada vez que vas al retrete, pese a que nunca has tenido la intención de convertirte en cantante de ópera, te da por ponerte a practicar escalas. Supongamos que (…) insistes en que sólo puedes cantar cuando vas al váter (…) ¿Crees que tu terapeuta lo aprobaría?”. De la cruzada del autor de Trópico de Capricornio deducimos que liberar lastre sin distraer al esfínter vincularía mucho más a este receptáculo con la inteligencia humana que el acto de leer en él. “La naturaleza sólo nos pide la voluntad de soltar”. Y hacerle caso al organismo, comprenderlo, denota sabiduría.
Vayamos ahora a los aseos públicos. El valor de estos para acercarnos al ser humano reside en su función compensatoria. Las formas de relacionarnos son cada vez más pulcras, el culto a la imagen propia nos esteriliza (hay sonrisas humidificadoras en Instagram), y estos lugares nos ofrecen un rincón necesario para el desahogo. No hablamos del desfogue estomacal, sino del psicológico y emocional. Luis García Montero, en Una forma de resistencia, llegó a una conclusión: “Cada día estoy más convencido de que el arte de vivir consiste en mantener una buena conversación ante el espejo de un cuarto de baño”. A veces entramos al lavabo sin un objetivo preciso. Algo nos llama y acudimos. Dedicamos unos minutos a comprobarnos el gesto, a pasarnos la mano por la cabeza y cerciorarnos de que somos los mismos. Calibramos las cejas, ajustamos los labios, aplanamos los pelos díscolos de la patilla, todo para creernos invulnerables al azar. Este proceder también nos ayuda a engañarnos: ahí fuera, pensamos, en la calle, de cara a la gente, permanecemos auténticos como en casa.
El autor austriaco Peter Handke llevaba al extremo el ritual de autocorrección y llegaba a lavarse el pelo en el lavabo de su universidad. En su Ensayo sobre el Lugar Silencioso explica cómo, ya en la infancia, sentía la llamada y acostumbraba a exiliarse de su grupo de compañeros del internado para refugiarse en el retrete en busca de paz o de una suerte de proceso de depuración ontológica. Incluso, en un viaje solitario que emprendió, de nuevo, por huir de la ruta propuesta por sus amigos de promoción, llegó a dormir en la cabina de una estación, encima de las baldosas, enroscado a la taza. De la mano de Jun'ichirō Tanizaki, y de sus reflexiones en Elogio de la sombra, ha cultivado su amor por los aseos entendidos como los lugares más adecuados para la contemplación y la liberación. Handke confiere un poder identitario y esencial a según qué váteres. Cuenta que, después de varias semanas viajando por Japón, visitó el Templo de Nara, entró a uno de los servicios y sólo entonces sintió legitimidad para afirmar que había visitado el extremo Oriente. Empujado por aquella fascinación, comenzó a fotografiar los Lugares Silenciosos con los que se iba topando alrededor del mundo.
En el mismo ejercicio se empeñó el fotógrafo catalán Siqui Sánchez: recorrió el mundo capturando váteres y publicó el libro ToiletPlanet. Probó y retrató más de 500 ejemplares: tazas clásicas, agujeros comunales y hoscos, cadenas que gorjean como pájaros, tablas con astillas. El artista se convenció de que el lavabo es “una manifestación de la cultura” que demuestra los valores de una sociedad. En algunos lugares de Tokio puedes personalizar los sonidos: los detritos se abocan al desagüe amorosamente envueltos en el ruidillo brumoso de un bosque o de un chispeo de lluvia. Al siglo XXII se entra por la puerta trasera.
Durante su ruta, Siqui Sánchez concluyó que tazas y tazones miden el estado de civilización de un país. Piensa en esto mientras relajas el esfínter en algún bar cercano a una villa universitaria. Glúteo en vilo (evidentemente), lee la contrapuerta. Rotuladores permanentes, típex o puntas de llaves esbozan la situación de la opinión pública. Si al caos alimenticio sucede un caos escatológico, el caos político lleva a verborreas, proclamas, pensamientos irregulares: certeros y compactos al principio, pero acuosos y desmenuzables en su fondo. “El pueblo debe alzarse a la libertad, el futuro es anarquía”, “nazionalistas traidores, viva España”, “fachas de mierda”, “llámame soy rubia y facilona 639 xxx xxx”. Unas frases responden a otras, se vinculan con flechas o se tachan. Se intuye rabia en los trazos; menos en los de la supuesta rubia, a su lado se levanta un pene deshuevado.
Sí, España atraviesa momentos intestinales, aunque poco importa, en realidad, si entramos a uno de los aseos extemporáneos que se encuentran en esas cafeterías que huelen a bacalao amasado, a cerveza y a cabeza de ajo. Conservan un aura de technicolor. La puerta suele tener el pomo roto y dentro aguarda un inodoro de depósito alto. Sobre el lavabo vive una pastilla de jabón con el tamaño de un paracetamol. La fregona a la vista, sin cubo, prueba que hemos viajado a un tiempo pasado en que el afán estético no había devorado aún las funciones fisiológicas. Entonces es fácil imaginar cómo el Java, de Si te dicen que caí, “a horcajadas en el váter, tira de la cadena y con el agua corriendo se lava el pito y los huevos” antes de subir a la casa donde se exhibirá fornicando para un ricachón paralítico que ha aflojado buena pasta por el espectáculo. La literatura (ya se ve) reserva a los servicios sus pasajes más miserables.
La confrontación que mantenemos con este paria alicatado nos enseña que cada vez vivimos de manera más ficcional. Declaramos la guerra a cualquier cosa que rompa las narrativas que nos hemos construido para subsistir. Quizás en el fondo de cualquier traición, al igual que en la función excretora, reside la verdad del individuo, el pulso natural. En el descenso a la animalidad uno descubre cosas innombrables de sí mismo. Michael Corleone entró en el aseo de una tasca italoamericana y salió con una pistola cargada y una cara de bautismo criminal. El cuarto de baño, aunque nos pese, es el único oasis que le queda a la franqueza.