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Acerca del observatorio

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Cómo decirle pelo al pelo
diente al diente
rabo al rabo
y no nombrar la rata.

Antonio Cisneros

En los últimos años, mientras la ciudad se armaba en comunas, colectivos y asambleas, yo he vivido en una Zona Fantasma. Agujero negro incrustado entre Las Cortes y la calle de Alcalá, abro la ventana y me llega el olor pestilente del Congreso de los Diputados. La soberanía del pueblo español. Por las noches, nada parece perturbar el precario equilibro del no barrio. En mi calle no hay un garito al que arrimarse, ni pájaros, ni árboles. Somos uno con la devastación. A cambio, cuando la gente quiere agitar un poco, me quedo encerrado detrás de las filas enemigas y puedo bajar a contemplar el espectáculo de la insensatez. Antidisturbios a caballo. Masas de furiosos conservadores. Y a veces, cuando me canso de procastinar y escucho su ruido cercano aplastado contra el Thyssen, me apertrecho de cigarrillos y golosinas y cruzo las fronteras de este páramo. No voy a negar que me siento vivo. Hasta que me toca escabullirme otra vez como una rata de regreso al barco hundiéndose. El fuego de la insatisfacción le da calor a mi hogar. Pero yo sigo mirando los videos. Cuando llegué aquí, había vivido varios años en el Raval, en Barcelona, que por las noches ya empezaba a parecer un parque de atracciones en desuso. Y fue llegar a Madrid y enamorarme de este hueco que de vez en cuando anegan las aguas residuales del 15 M, los meandros del Real Madrid o del Aleti. Es maravilloso siempre estar al lado de la fiesta. Por las mañanas puedes cruzarte con Jesús Posada que sale a estirar las piernas por la calle de los Madrazos, aunque no te reconozca. Es para morirse de asco. Hace dos años ya que se fueron el mendigo alemán y sus dos perros. Ser un mendigo alemán que vive en la calle junto al Congreso de los Diputados, al lado del Banco de España, en la era Merkel. Una vez le regalé un nórdico. Me dijo que como era de material sintético y él fumaba incluso estando dormido, temía morir abrasado por las llamas. El mendigo alemán es lo mejor que le ha pasado a este agujero. A veces freía salchichas en una cocina Primus en la esquina de la calle Zorilla, entre las motos, y levantaba un humo claro e informe como Europa. Un día desapareció y una portera me dijo que finalmente los servicios sociales habían aceptado acoger también a sus dos perros. Se fue con ellos. Todo se volatiliza, todo escapa. Hace unas semanas la Plataforma Pro Vida abrió un museo del horror antiabortista: en la puerta han pintado un recién nacido siendo echado a las fauces de un cocodrilo, putos enfermos. Cada vez que paso no puedo evitar pensar en el Monte Taigeto. Apotetas. No sé por qué. A las tres y a las seis suena el carillón de la compañía de seguros Groupama — escena goyesca —  , y los turistas que toman el sol o el fresco en los 100 Montaditos de San Jerónimo sacan fotos con sus cámaras. Los monigotes no hacen mucho, la verdad. Una vez al año me voy a comer al Palace: premio Alfaguara. La última vez me dí de bruces con Zaplana, que existe y vive en ti y en ti y en mí. En invierno voy al Prado y me quedo mirando Las Meninas como un tarado mental. Hay chinos que sacan permisos para reproducir, in situ, las obras de Velázquez. Un chino reproduciendo Las Meninas puede causar una fractura en el espacio tiempo, abrir una puerta dimensional que nos engulla a todos. Como el cuadro que se traga París en el cómic de Grant Morrison. Es una idea esperanzadora.

Hay más: entre Cibeles y Neptuno hay una vieja caseta casi derruida. Nunca he sabido para que la construyeron. Parece caber una sola persona de pie. Si alguien entrara allí se le vería la cabeza a través de una pequeña ventana. Y él nos vería a nosotros. Es un observatorio.

Vivo en Madrid, en una casa que habito como un gato en una estaca, rodeado por las aguas.