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La productividad ha enterrado nuestras vidas

  

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Vamos a pasar nuestra última noche en Roy. Roy es la palabra que últimamente usamos para “casa”. Hay otros nombres para eso. La Oca, Cadete, Fontanes. Todas esas palabras significan o han significado lo mismo para los miembros del colectivo Vaciador 34 en algún momento de los últimos tres años. La razón por la que ésta será nuestra última noche en esta casa es que les ha llegado una orden de desalojo inmediato y nos ha pillado a todos por sorpresa. En realidad, Roy no es una casa, es una antigua guardería. Conserva parte del mobiliario preescolar y uno de sus tres cuartos de baño tiene cuatro pequeños wáteres. Uno de ellos era usado como maceta. Roy es como una casa gigante para niños. Siempre que vengo aquí pienso que es como la isla de El señor de las moscas e imagino terribles luchas mientras se fabrica algún pequeño poder, pero siempre me voy decepcionado. En la terraza, los Vaciador 34 —todos en la veintena— han instalado una ducha al aire libre en la que se han bañado durante todo el verano. El sol golpea fuerte en la terraza. La cocina funciona como un centro de operaciones, aunque las asambleas —hacen asambleas para programar sus actividades, para buscar maneras de subsistir al margen del sistema de productividad habitual y en realidad para decidir casi cualquier cosa— se llevan a cabo en el patio. Cada uno de los diez miembros de la Asamblea de Vaciador 34 tiene su propia habitación, su pequeño bastión dentro de la utopía colectiva. Roy es una suerte de Camelot de la okupación. Y ahora tenemos que salir por pies. Antes, en otro tiempo, esta gente hubiera resistido cursando convocatorias a otros colectivos, movilizando al barrio, arrojando aceite hirviendo desde el tejado. Ahora no. Tienen dos bebés en la familia. Así que la resistencia consistirá en volver a okupar en cuanto les sea posible. A poder ser, pisos de Bankia. ¿Nosotros? Nosotros ayudaremos en la mudanza forzada, alojaremos en nuestra casa a los que podamos. Seguiremos siendo ad lateres. ¿Habéis notado la cursiva en la palabra nuestra? Ya volveremos a eso.

¿Quiénes somos nosotros? Somos —éramos— una familia de clase media. Dos periodistas frisando los cuarenta y una hija adolescente de ocho años. Con trabajo asalariado, vocación de consumo, gestos de cinismo. Somos —éramos— la periferia de lo progre. Aunque nunca estuvimos demasiado tranquilos. Un día fuimos a una fiesta en un solar liberado de Malasaña y conocimos a R. Nos enamoramos. Así que desde hace unos meses somos una familia de cuatro. Pero R no venía sola, porque desde hace tres años R no está sola nunca. Hace tres años, R se hartó de masticar la mierda normativa que en realidad nunca se había tragado y se unió a otros chicos como ella. Hicieron el 15-M. Quiero decir que estuvieron en el germen mismo de la acampada, la noche del 15 de mayo de 2011, y fueron de los primeros que decidieron pernoctar allí. Un mes después, cuando levantaron la pequeña ciudad que habían construido en la Puerta del Sol y la mayoría de los congregados se dispersó para continuar la resistencia en los distintos barrios de Madrid, los de Vaciador volvieron a su base, en Carabanchel. R se fue con ellos. En ese entonces vivían allí mismo, en dos naves industriales que reformaron para convertirlas en laboratorio vital. Esto último puede sonar vago o pretencioso. Pero en realidad de eso se trata Vaciador: vivir, ése es el experimento.

 

Antes

Nos habíamos mudado a Madrid a finales del 2011. Dejamos Barcelona porque una revista “femenina” contrató a Gabriela —mi mujer— como redactora jefe. La cosa pintó bien durante un tiempo. Buen sueldo. Quince pagas. Un montón de regalos. El tipo de trabajo en el que te pueden invitar a una fiesta en Marbella en la que te cruzas con Daryl Hannah en una escalera y le dices “Hi”. Eso nos permitía estar bien en Madrid. Metimos a la niña en el colegio público más de izquierda que encontramos —“¡Belén Gopegui lleva a sus hijos allí!”, nos dijeron— y nos dedicamos a hacer amigos e influenciar en los demás. Todo acorde con los requerimientos más mainstream de la exhausta clase media española. Ustedes. En fin, Gabriela hacía el trabajo sucio mientras yo me dedicaba a dirigir una revista literaria (risas) y a cuidar la mayor parte del tiempo a nuestra hija. Por las noches escribía poemas o cuentos que nunca terminaba. Y veía vídeos de marines volviendo a casa. Estábamos instalados, pues, en el meollo de la productividad. Y aunque a Gabi no le cuadraba trabajar en una publicación que básicamente contradecía todas y cada una de las cosas que ella pensaba acerca de temas como “mujer”, “trabajo” o “belleza”, se comía el marrón por el dinero que necesitábamos. Hasta que dejamos de necesitarlo.

 

AHORA

Ayer se estropeó la lavadora y la arreglé. La frase puede parecer banal, pero es un buen resumen de algunas cosas. Unos meses antes vivíamos en Las Cortes y teníamos un seguro para los desperfectos de la casa: hablo de un seguro para los electrodomésticos. El lavavajillas estaba muy bien cuidado. Si al calentador le daba fiebre llamábamos al técnico. Ahora todo es diferente. Nos hemos mudado a Carabanchel, para estar cerca de Vaciador. A un sitio que tiene el doble de metros cuadrados y cuesta la mitad. Lo hemos vuelto habitable. Lo hemos convertido en casa. Las chicas —R, R, C y A— y yo hemos construido una cocina con madera, cables, chucherías de Ikea y artefactos de segunda mano que hemos comprado por el barrio. Comemos en una mesa que encontramos en el contenedor dos días después de mudarnos. Estaba como nueva. También tenemos un patio en el que hemos puesto un olivo enano, una planta de albahaca y unos pimientos de pinta altamente peligrosa, todos sobrevivientes de Roy. Nuestra hija es feliz mientras tira la peonza y escribe poemas terribles sobre la oscuridad y las cenizas. 

Pero eso no es todo lo que ha cambiado. Hace ya tiempo que renuncié a la revista literaria. En realidad, no me costó ningún esfuerzo; el dinero era poco y había dejado de creer en todo eso. Y hace unos meses, finalmente, Gabriela renunció a la revista “femenina” en una decisión que fue tildada de suicida por algunos amigos. Así que ahora ambos trabajamos en casa y nos repartimos las labores del hogar. El tiempo se ha vuelto laxo. Si lo pienso un poco, me doy cuenta de que en los últimos tiempos mis principales ocupaciones han tenido que ver con el traslado de muebles, la fabricación de espacios, las reformas. Me he dedicado en suma a convertir lugares en hogares. Tengo callos en las manos. He aprendido mucho. Sé como arreglar una lavadora, por ejemplo. Nuestro barrio está lleno de comercios chinos. Hay dos o tres por manzana. También hay decenas de pequeños locales que ofrecen servicios de fontanería, instalaciones eléctricas, cerrajerías y reformas en general. Es como si el barrio entero estuviera en permanente construcción. Hay un restaurante peruano a una calle de donde vivimos, y un colegio llamado Perú a tres o cuatro. Nos sentimos como en casa.

Algunos de los chicos del colectivo —R la primera— han deslizado la idea de que deberíamos pinchar la luz. Esto es, que deberíamos conectar algún cable para no darnos de alta en la compañía eléctrica y no pagar factura alguna. All by the face. Al parecer es una práctica habitual entre los okupas. Sólo que nosotros no somos okupas. Es como cuando R se cuela en el metro y mi hija me pregunta por qué yo no me cuelo. Bueno, alguien tiene que pagarlo, le digo. Y es una respuesta que parece satisfacernos tanto a R como a mí.

 

Antes

La primera vez que estuve en Vaciador fue un año antes de que R entrara en nuestras vidas. Fuimos a un evento convocado por Ladyfest Madrid. Ladyfest no es una organización ni un colectivo, es un grupo dinámico creado para generar debate en torno al feminismo y la autogestión. Cuando llegamos al lugar, las dos plantas que okupaban los chicos en ese entonces, lo primero que me llamó la atención fue un pequeño letrero que había cerca de la entrada: “La productividad ha enterrado nuestras vidas. Abajo el trabajo”. Allí las cosas se hacían de manera diferente al resto de “locales” en Madrid. Esa noche me la pasé pagando tres pavos por birra hasta que alguien me dijo que el consumo era de precio libre. Desde la cerveza que te tomas en las fiestas hasta los talleres a los que podías acceder. Me sentí como un pringado, claro. En compensación me robé un cortaúñas del baño. Lo necesitaba.

El sitio tenía una sala de ensayos perfectamente equipada con instrumentos “colectivizados” a los que también podías acceder poniéndote en contacto… y si te consideraban afín. Un laboratorio de música.

Esa noche decidí que Vaciador era el mejor sitio en el que había estado en Madrid. Y sigo pensándolo.

 

Ahora

Días después de la notificación de desalojo de Roy, y antes de que se presentara la policía, los miembros de Vaciador decidieron largarse. Algunos se han refugiado en el local que el colectivo alquila para realizar sus actividades. Algunos han vuelto temporalmente a casa de sus padres. Y algunos han venido a vivir a casa. Los bebés y sus padres. Se acomodaron en las habitaciones del sótano. Y aquí siguen, mientras entre todos reforman un nuevo piso que acaban de okupar. Un piso “de banco”, que lleva tres años vacío porque los cabrones desahuciaron a un inmigrante africano y a su gente, que no podían seguir pagando la hipoteca. Los vecinos, a los que informaron antes de okupar el piso, echan de menos al anterior inquilino, pero hace años que no saben nada de él, así que los han recibido con los brazos abiertos. Algo que tienes que saber de Carabanchel es que aquí gana el PP. Tal vez por eso la reacción es más directa. El activismo se respira en la calle. Hablas con la gente y casi todo el mundo odia a los bancos, casi todo el mundo conoce a gente que ha sido desahuciada o que trabaja para impedirlo. Existe una serie de plataformas que incluso ofrecen talleres de okupación. Es una forma de contestar a la sinrazón del sistema que engulle a la clase media para luego escupirla. Así que acá todos suscriben eso de “contra la explotación, más okupación”. Me parece razonable.

 

Antes

Siempre me interesó más la praxis que el discurso. Lo mismo con Vaciador. En parte porque al menos una parte de su discurso se va construyendo de acuerdo con las necesidades que surgen en el día a día. Además, una de las desventajas del modelo asambleístico es que siempre se corre el riesgo de generar una especie de burocracia interna que es a veces difícil de comprender desde fuera. Y, por alguna razón, no quiero hacerles preguntas sobre lo que piensan de sí mismos. No quiero entrevistarlos. Tal vez porque creo que lo que tienen que decir ya lo dicen ellos mismos (y mejor). Por lo que he podido ver, buscan los canales que necesitan. O aceptan entrevistas como la que les hizo Ernesto Castro para la radio de esta revista. Finalmente, pienso, Vaciador 34 es un concepto que en muchos sentidos sólo puedes entender si interactúas con ellos. Al menos la mitad de sus miembros, por ejemplo, ha estudiado filosofía, pero yo no podría caracterizarlos por eso. Es parte del asunto. Si te interesa, acércate, participa, involúcrate. La información que puedes obtener de un artículo como éste es limitada. Créeme.

Cuando hablo de Vaciador a menudo me preguntan “¿y de qué viven?”. Algo que equivale, supongo, a preguntar “¿cómo consiguen el dinero para comprar comida, pagar el alquiler, la luz, los móviles, el transporte?”. Si eso es lo que te interesa saber te diré que el alquiler del local de Vaciador 34, y parte de la comida, la pagan con lo que obtienen de las fiestas. Sí, ésas en las que la gente deja sólo el dinero que puede o quiere dejar. Pero si lo que realmente te interesa saber es “¿cómo viven?” la respuesta es algo más compleja. ¿Recuerdas el dicho aquel de vivir para trabajar o trabajar para vivir? Ninguna de las anteriores. A veces pienso que su único propósito como colectivo es demostrarle a quien se interese que es posible vivir de otra manera. Lo más lejos que se pueda del capitalismo, claro, pero también de cualquier otra etiqueta.

Para ellos el tiempo funciona de manera distinta. No se divide en unidades monetarias como el nuestro. Es como si utilizaran otro sistema de medición del esfuerzo y el goce.

Pretender vivir “fuera del sistema” implica, desde luego, una serie de contradicciones. ¿Cómo se puede vivir en la ciudad sin “estar” en el sistema? La gente que les deja algo de dinero (aunque sea en el modo “precio libre”) tiene que ganárselo de alguna manera, ¿no? ¿Cómo diablos se puede estar en contra del trabajo asalariado si, de hecho, no te has librado del todo del dinero que otros sí tienen que currarse nine to five? No tengo una respuesta para eso. Y, para ser sincero, no me interesa si ellos tienen una más o menos convincente. Todo el conjunto de la sociedad en la que vivimos es contradictorio. Cobrar por este artículo es contradictorio. Votar al PP o al PSOE —y quién sabe si a Podemos— contradice, por ejemplo, el más mínimo sentido común. La política es una herramienta de domesticación y control. Si votas se creen que les legitimas, si no votas no tienes derecho a opinar. Así que todos estamos jodiéndonos la vida unos a otros todo el tiempo. ¿Tú crees que eres más coherente con lo que crees porque, como yo, pagas impuestos? No estés tan seguro. Si tienes un mínimo interés en conceptos como bien común, solidaridad o igualdad, las fisuras se hacen más que evidentes. Hay grietas en el casco de babor. Puedes verlas si quieres, o no. Pero existen. Lo sabes porque la nave global se va a pique. ¿Te parece coherente?

 

Ahora

Hubo un tiempo en el que me hubiera jodido mucho tener a esta gente en nuestra casa. No lo hubiera soportado. Mi privacidad tiene exactamente el mismo precio que mi alquiler, ¿no? Pero, de alguna manera, los criterios de posesión que manejaba se han ido erosionando lentamente. Así que ahora no siento la aprensión que sentía antes por defender el uso de lo mío. Me siento mucho más libre para compartir cosas con otras personas. ¿Qué personas? En mi caso es una cuestión de afectos. También puedo ser un maldito insensible social, a veces. No lo niego. Ignoro cuáles son los baremos de los miembros de Vaciador, aunque por lo que he podido notar tienen que ver con tu actitud política. Pueden ponerse bastante intolerantes a veces. Aunque lo mismo les caes bien aunque trabajes en, digamos, Telefónica o la Comunidad de Madrid. No lo sé.

Su contacto con los otros es escalonado, creo. El trabajo que hacen va de adentro hacia afuera. Primero está la asamblea del colectivo, luego la del barrio, luego integran una serie de redes con colectivos afines de otras zonas. Cultivan verduras en Perales y trabajan en el reparto de las cestas. Reciben mandarinas de Valencia. Participan en cosas como el Nodo de Producción de Carabanchel —que está implementando talleres de carpintería y reparación de bicis y produce jabones, cerveza y mermelada, para los que buscan distribuir—, o el Eko, una especie de gigantesco espacio social y cultural liberado y autogestionado en el que se debaten temas como la implementación de una moneda alternativa cuya unidad sería la canica. Cuando se activan las alarmas de plataformas como StopDesahucios, acude por lo menos un grupo de ellos. No es que hagan todo eso en sus ratos libres, en eso consiste su vida. Y no creo que tenga menos sentido que pasarse doce horas frente a un ordenador o detrás de un mostrador.

Antes

Las mujeres del colectivo hicieron algo que llamaron Pacto del Útero. El pacto consistía en, a ser posible, embarazarse todas procurando que haya el mínimo lapso entre los partos. La idea nació de una aspiración real de crianza colectiva y no funcionó, evidentemente. Al menos no del todo. Pero lo cierto es que S y N nacieron con apenas meses de diferencia. S y N son hijos biológicos de cuatro miembros del colectivo, pero en teoría son hijos del común. En teoría. Es difícil para un joven adulto medianamente activo enfrentarse a la crianza de un bebé. Da igual si eres una madre soltera o son diez madres. Da igual si eres antisistema o pequeño burgués. Y creo que las madres biológicas de S y N han ido descubriendo poco a poco que, aun con toda la ayuda que puedas tener de tu familia —o de tu colectivo—, hay ciertas responsabilidades que son intransferibles. Algunas porque simplemente son imposibles de delegar —amamantar, por ejemplo— y otras porque no quieres desprenderte de ellas. Aun así, todos se esfuerzan por repartirse las tareas del cuidado de los bebés y por hacer que las madres biológicas lo tengan más fácil. N, que vive en casa con sus padres y su tío biológicos, todos de Vaciador, es una niña encantadora. Casi todo el tiempo está callada y se frota las manos entrelazadas como si planeara la destrucción del mundo.

 

Ahora

Antes, nuestros amigos más combativos nos miraban con recelo porque vivíamos en Las Cortes y trabajábamos en según qué cosas. Ahora nuestros amigos más asentados en la clase media nos miran con sorna, como si nos hubieran lavado el cerebro unos perroflautas. Normal. Puedo entender cierta suspicacia. Supongo que si no estuviera en medio de un proceso todo esto me parecería ridículo. Pero, chicos, estoy en medio de un proceso. No me he vuelto hippy ni he colectivizado a mi hija. Sólo estoy pensando en voz alta. En realidad es sólo eso.

Faltan pocos días para que los okupas dejen nuestra casa y creo que, aunque recuperaremos espacios para los que teníamos otros planes, los echaremos bastante de menos. La nueva okupación está a punto. Los chicos han limpiado el piso, han pintado las paredes, han rehabilitado las habitaciones. Todo ello mientras los vecinos cuidan a N.

¿Nosotros? Últimamente tenemos una idea: queremos habilitar parte de la casa para dar talleres de crónica y narrativa a la gente del barrio (risas). No sabemos si tendremos público o no, pero creo que lo intentaremos. El precio será libre.

A menudo me pregunto si somos involuntariamente parte de un proceso de gentrificación del barrio. Puede ser. Cuando nos mudamos aquí no faltó quien nos dijera que nos habíamos mudado a Carabanchelsea o que “Carabanchel es el nuevo Williamsburg” —como decía un artículo del puto ABC—. Pero, por ahora, nosotros no hemos visto señales evidentes. La calle en que vivimos es fea como una pelea por comida —mi calle es tan larga como una serpiente, se llena de niebla y se traga a la gente, dice un poema que le han enseñado a la niña en el colegio—, pero vamos de adentro hacia afuera. O eso intentamos. Y lo cierto es que pasamos mucho tiempo en Vaciador con esta gente. Nos encanta que nuestra hija sea parte de la tribu. Nos encanta aprender de ellos. Mi mujer lo llama decrecer. Así que hablamos de decrecer. Mientras crecemos.

Jaime Rodríguez Z.

Jaime Rodríguez Z. (Lima, 1973) es poeta, periodista y editor. Es autor de los libros Las ciudades aparentes y Canción de Vic Morrow, este último publicado en Argentina, España y Perú. Vivió en Barcelona de 2003 a 2011. Actualmente vive en Madrid