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Una o dos páginas sobre la vigilancia

Una o dos páginas sobre la vigilancia

Mucha gente tiene bares favoritos donde le gusta reunirse con los amigos y compartir una copa. Yo prefiero beber con mis amigos en casa. Lo que sí tengo es mi piscina pública favorita, a la que voy a nadar unos buenos largos a mi ritmo y donde me cruzo con otros nadadores a los que no conozco, aunque intercambiemos miradas y, a veces, sonrisas.

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Estas piscinas públicas no tienen nada en común con las de la gente con dinero ni con las lujosísimas piscinas de los ricos, que hoy, de modo catastrófico, se están adueñando del futuro mismo del planeta en que vivimos.

El uso del gorro de baño es obligatorio. También lo es el ducharse con champú antes de zambullirse o de descender por las escalinatas que hay las esquinas de la piscina. Yo soy de los que se zambullen de cabeza y, al tiempo que doy las primeras brazadas bajo el agua, tengo la impresión de haber entrado en otra escala temporal, una sensación parecida a la que puede tener un niño pequeño cuando decide aventurarse de un piso a otro de su casa.

Los nadadores compartimos una especie de anonimato igualitario: sin zapatos ni otra seña que revele nuestro rango, sólo con nuestros trajes de baño. Si por casualidad rozas a alguien al pasar por su lado, te apresuras a disculparte. La crueldad sin límite que solemos mostrar hacia nuestros semejantes —esa crueldad de la que somos capaces cuando estamos obligados a seguir ciertas reglas o doctrinas— es difícil de imaginar aquí mientras das la vuelta para completar tu vigésimo largo.

Las paredes exteriores y el techo de mi piscina favorita son de vidrio, de forma que desde el agua puedo ver los edificios circundantes y el cielo. Hacia el oeste hay una ladera de césped en cuya cima crece un enorme arce plateado; es a este árbol al que observo mientras me deslizo de costado.