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Apuntes sobre la canción

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Para Yasmine Hamdan

Cuando te miraba y te escuchaba cantar la semana pasada, Yasmine, tuve el impulso de dibujarte. Un impulso absurdo, porque estaba demasiado oscuro; no podía ver el cuaderno sobre mis rodillas. Por momentos garabateaba sin bajar la vista, sin apartar los ojos de ti.

Había ritmo en esos garabatos, como si mi bolígrafo acompañara tu voz. Pero un bolígrafo no es una armónica ni una banda, y ahora, ya en el silencio, mis garabatos han perdido prácticamente su sentido.

Llevabas puestos unos zapatos rojos de tacón, mallas negras ajustadas, una camiseta oscura, tal vez de color café, semitransparente, con hombreras, y un chal anaranjado, el color de los albaricoques. Era como si pesaras muy poco, seca, dispersa, como quien nunca deja de maravillarse por todo.

Cuando comenzaste a cantar, esto cambió. Tu cuerpo entero abandonó toda sequedad y se llenó de sonido, como una botella se puede colmar de líquido hasta desbordarse.

Cantabas en árabe, un idioma que no entiendo, y sin embargo cada canción me llegaba no como una experiencia parcial, sino completa. ¿Cómo explicarlo? Insinuar que la letra de una canción no tiene importancia es un disparate; brota de ahí, es la semilla que le da origen.

Experimenté cada una de tus canciones de la misma forma que las otras cien personas o más que te escuchaban en ese momento, muy pocas de las cuales hablaban árabe. Con todo, fuimos capaces de compartir tu canto. Otra vez, ¿cómo se explica esto? No estoy seguro de lograrlo, pero quisiera apuntar algunas cosas.

Una canción, al cantarse y tocarse, adquiere un cuerpo. Y lo hace apropiándose y poseyendo por un momento los cuerpos existentes. El cuerpo vertical del contrabajo mientras se pulsan sus cuerdas o el de la armónica sostenida por un par de manos ahuecadas que revolotean en el aire y picotean como un ave frente a una boca; o el torso del baterista cuando se balancea. Una y otra vez la canción se adueña del cuerpo del cantante. Y poco después del cuerpo del círculo de oyentes que, mientras escuchan y gesticulan siguiendo su compás, recuerdan un pasado y anticipan lo que viene.

Una canción, a diferencia de los cuerpos que hace suyos, no se fija en el tiempo y el espacio. Una canción narra una experiencia pasada. Cuando alguien la canta, llena el presente. Lo mismo hacen los cuentos, sólo que las canciones tienen otra dimensión que les es propia. A la par que ocupan el presente, esperan llegar al oído de quien las va a escuchar en el futuro, en algún lugar. Están inclinadas hacia delante, hacia la lejanía y más allá. Sin la persistencia de esa esperanza, las canciones, creo yo, no existirían. Están volcadas a lo que vendrá.

El tempo, el ritmo, los loops, las repeticiones de una canción crean un refugio frente al discurrir del tiempo lineal: un búnker donde futuro, presente y pasado se reconfortan, incitan, ironizan e inspiran mutuamente.

Casi todas las canciones que se escuchan hoy en todo el mundo son grabaciones, no interpretaciones en vivo. Esto significa que la experiencia física de compartir, de estar juntos, es menos intensa, pero sigue ahí, en lo más íntimo del intercambio de ideas y la comunicación que se produce.

Good mornin,’ blues,
Blues, how do you do?
I’m doing all right.
Good mornin’
How are you?
Bessie Smith[1]

La canción con la que suelo recordar a mi madre es Shenandoah. La cantaba a veces al final de la comida, cuando había invitados y si había un momento de plenitud silenciosa. Tenía una delicada voz de contralto, melodiosa, nada dramática. La canción, que estaba en el cancionero de mi padre, data de mediados del siglo XIX. El valle de Shenandoah era un asentamiento indio en la parte central de Estados Unidos.

Oh Shenandoah
I long to see you,
away you rolling river
Oh Shenandoah
I long to see you,
Away, I’m bound away
‘cross the wide Missouri[2]

El río era un afluente del Missouri que se une al Mississippi. Shenandoah se convirtió en una canción que cantaban los negros porque el Missouri dividía el sur esclavista del país del norte abolicionista. También les gustaba a los marineros y navegantes. En aquellos días se navegaba mucho por las cuencas bajas del Missouri.

Mi madre me la cantaba cuando yo tenía uno o dos años. No lo hacía con frecuencia, no era un ritual; tampoco tengo el recuerdo preciso de que lo hiciera para mí solo. Pero la canción estaba ahí. Un objeto misterioso entre otros en la casa de los que yo era consciente que estaban ahí, como una camisa en el armario para ocasiones especiales.

‘Tis seven years
since last I’ve seen you
and hear your rolling river
‘Tis seven years
since last I’ve seen you,
Away, we’re bound away
Across the wide Missouri[3]

En toda canción hay una distancia. No es que la canción sea distante; es simplemente uno de sus componentes, así como la presencia es un componente de toda imagen gráfica. Esto ha sido así desde el principio de los tiempos de las canciones y de las imágenes.

La distancia separa pero también puede ser atravesada para propiciar un encuentro. Todas las canciones, implícitamente, y a menudo explícitamente, cuentan un viaje.

I wish I was in Carrickfergus
only for nights in Ballygrand
I would swim over the deepest ocean
—the deepest ocean— for be your side[4]

Las canciones hablan de desenlaces y regresos, bienvenidas y despedidas. O, dicho de otro modo, le cantan a una ausencia; es ésta lo que las inspira y a ella se dirigen. Al mismo tiempo (y aquí la frase “al mismo tiempo” adquiere un significado especial), cuando se comparte una canción se está compartiendo también la ausencia, de modo que ésta se vuelve menos aguda, menos solitaria, menos silenciosa. Esta “reducción” de la ausencia original que ocurre en el propio acto de compartir el canto —o incluso en el recuerdo de dicho canto— la experimentamos de forma colectiva como algo triunfal. A veces se trata de una leve victoria, a menudo de una victoria encubierta.

—Podía envolverme en el tibio capullo de una canción —decía Johnny Cash— e ir a donde quisiera; era invencible.

Los artistas de flamenco suelen hablar de duende. Se trata de una cualidad, una reverberación que hace que una interpretación sea inolvidable. El duende aparece cuando el artista es poseído, habitado por una fuerza o un conjunto de imposiciones que vienen de fuera de propio ser. El duende es un fantasma del pasado. Y es inolvidable porque frecuenta el presente con la intención de hablarle al futuro.

En 1933, el poeta español Federico García Lorca dio un conferencia en Buenos Aires sobre la naturaleza del duende. Tres años después, al estallar la Guerra Civil Española, fue ejecutado por un pelotón de fusilamiento de la Guardia Civil del general Franco. García Lorca había nacido en Granada.

“Todas las artes”, dijo en su conferencia, “son capaces de duende, pero donde encuentra más campo, como es natural, es en la música, en la danza y en la poesía hablada, ya que estas necesitan un cuerpo vivo que interprete, porque son formas que nacen y mueren de modo perpetuo y alzan sus contornos sobre un presente exacto. […] El duende opera sobre el cuerpo de la bailarina como el aire sobre la arena. Convierte con mágico poder una muchacha en paralítica de la luna, o llena de rubores adolescentes a un viejo roto que pide limosna por las tiendas de vino, da con una cabellera olor de puerto nocturno, y en todo momento opera sobre los brazos con expresiones que son madres de la danza de todos los tiempos.”

Siempre hay demasiadas cosas en mi mesa de trabajo, demasiados papeles. El otro día, al fondo de una pila, me topé con una postal que un amigo me había enviado desde España unos dos meses antes. Era una foto en blanco y negro de una bailaora de flamenco tomada por el fotógrafo español Tato Olivas, famoso justamente por sus retratos de bailaores.

Cuando encontré la postal sentí que algo se disparaba en mi memoria, algo de lo que no me había percatado cuando la vi por primera vez. Esperé. Y entonces lo tuve claro.

La foto de la joven a punto de bailar me recordó un dibujo que yo había hecho de un lirio. Correspondía a una serie en la que había trabajado hacía un par de años. Busqué el dibujo y comparé las dos imágenes.

Ciertamente tienen algo en común, una cierta equivalencia entre la geometría del cuerpo expectante de la bailaora y la geometría de la flor que se está abriendo. Por supuesto, cada cual posee los rasgos que las distinguen, pero hay algo en sus energías y en el modo en que éstas se expresan a través de las formas, los gestos y movimientos sobre la superficie de ambas imágenes que son similares.

Las escaneé y las coloqué juntas para que formaran un díptico que luego envié con una carta al fotógrafo Tato Olivas.

Me contestó diciéndome que había tomado la foto veinte años atrás, en la famosa escuela de flamenco Amor de Dios de Madrid. Olivas nunca más había vuelto a cruzarse con la bailaora, tampoco sabía su nombre.

Añadió que la “casualidad” de las dos imágenes lo había hecho pensar en otra foto suya que se parecía aun más al dibujo del lirio: un retrato de la legendaria bailaora Sara Baras de hacía también varios años. Me envió una copia. No me podía creer lo que veían mis ojos.

Sara Baras y el lirio son como hermanas gemelas, sólo que una es una mujer y la otra es una flor. Lo primero que uno podría pensar es que el fotógrafo o el dibujante hicieron todo lo posible por “emparejar” meticulosamente una imagen a la otra. Sin embargo, no es el caso. Jamás, hasta hoy, nadie las había puesto juntas.

La semejanza entre ambas es innata, como si fuese genética (cosa que no puede ser en el sentido tradicional del término). La energía del baile flamenco y la de la flor que se abre dan la impresión, sin embargo, de obedecer a la misma fórmula dinámica: tienen la misma cadencia a pesar de sus escalas temporales tan distintas. Rítmicamente se acompañan la una a la otra, aunque desde un punto de vista evolutivo estén a años luz de distancia.

“Con expresiones que son madres de la danza de todos los tiempos.”

Una Anunciación, pintada por Antonello da Messina en la década de 1470, es un pequeño óleo no más grande que un espejito modesto colocado sobre una palangana. No hay ángeles, ni está Gabriel, ni ramas de olivo, ni azucenas, ni palomas. Vemos a la Virgen en primer plano, sólo su cabeza y sus hombros, vestida con una túnica azul y un manto del mismo color. Sobre la repisa que tiene delante hay un libro de salmos o un devocionario abierto. Acaba de recibir el anuncio de que dará a luz al hijo de Dios. Tiene los ojos bien abiertos, pero mira hacia dentro. Sus labios también están abiertos, podría estar cantando. Sus dos manos se aprietan ligera pero inquisitivamente contra su pecho. Es como si quisieran tocar, tantear su interior, sus entrañas, que han oído una señal.

Hemos visto ya cómo una canción toma prestados los cuerpos físicos existentes con el propósito de adquirir, durante su interpretación, un cuerpo propio. Ese cuerpo prestado puede ser el de un instrumento, el de un músico solista, el de un grupo musical o el de un sinnúmero de oyentes. Y la canción pasa de forma impredecible de un cuerpo prestado a otro. Lo que el cuadro de Antonello nos recuerda es que, en cada caso, la canción se instala en el interior del cuerpo que ha tomado como suyo. Encuentra su lugar en las entrañas de dicho cuerpo. En el bombo de un tambor, en la caja de un violín, en el torso o lomo del cantante y del oyente.

La esencia de las canciones no es ni vocal ni cerebral, sino orgánica. Las escuchamos para que nos envuelvan. De ahí que lo que aportan sea distinto de lo que ofrece cualquier otro tipo de mensaje o forma de intercambio de ideas o impresiones. Nos descubrimos a nosotros mismos dentro de un discurso. El mundo impersonal, no cantado, queda fuera, del otro lado de la placenta. Todas las canciones, aun cuando su contenido o interpretación sean tremendamente masculinos, se mueven en un plano maternal.

Éste es un dibujo mío de las manos del cuadro de Antonello da Messina:

Las canciones conectan, recogen y reúnen. Incluso si nadie las canta, son puntos concomitantes de ensamblaje.

Las letras de las canciones son diferentes de las palabras que conforman la prosa. En el lenguaje prosaico, las palabras son agentes independientes; en las canciones son ante todo los sonidos intrínsecos de su lengua materna. Significan lo que significan pero, al mismo tiempo, se dirigen o fluyen hacia todas las palabras que existen en su idioma.

Las canciones son como los ríos, cada uno sigue su curso, y sin embargo todos van a parar al mar del que todo provino. El hecho de que en muchos idiomas el lugar donde un río se une con el mar se llame boca subraya la comparación. Las aguas que brotan de la boca de un río se dirigen a otro lugar inmenso. Algo parecido ocurre con lo que sale de la boca de una canción.

Gran parte de lo que nos sucede en la vida carece de nombre porque nuestro vocabulario es demasiado pobre. La mayoría de las historias se cuentan en voz alta porque el narrador tiene la esperanza de que, al relatarlas, se pueda transformar lo innombrable en un acontecimiento familiar o íntimo.

Tendemos a asociar intimidad con cercanía y cercanía con cierto número de experiencias compartidas. Pero, en realidad, dos completos desconocidos que nunca se van a dirigir la palabra pueden compartir una intimidad. Aquella contenida en un intercambio de miradas de reojo, un asentimiento con la cabeza, una sonrisa, un encogerse de hombros. Una cercanía que dura unos pocos minutos, la duración de una canción que se canta o se escucha juntos. Es un acuerdo respecto de la vida. Un convenio sin cláusulas. Las conclusiones espontáneamente compartidas entre las historias no contadas que se reúnen en torno a la canción.

Son las ocho de la tarde en un metro que va rumbo de un suburbio parisino. No hay asientos vacíos, pero los pasajeros que van de pie tampoco están apretujados. Cuatro chicos de unos veintitantos años forman un grupo cerca de las puertas corredizas del lado derecho del vagón, las que no se abren cuando el tren va en esta dirección.

Uno de ellos es negro, dos son blancos y el cuarto probablemente sea magrebí. Yo estoy de pie a buena distancia del cuarteto. Lo primero que ha llamado mi atención es su visible complicidad y la intensidad de su conversación y de la forma de contar sus historias.

Los cuatro visten de forma casual pero impecable. Por su apariencia, parece que la imagen que proyectan les importara más que a la mayoría de chicos de su edad. Todo en ellos funciona como un aviso o una alerta, nada es mustio ni apagado. El magrebí lleva puestos unos pantalones cortos azules y unas Nike inmaculadas. El negro, una malla cardada del color del sándalo sobre su abundante pelo negro. Los cuatro lucen viriles y masculinos.

El metro se detiene y se bajan unos cuantos pasajeros. Me puedo acercar un poco más al grupo.

Cada cual interviene con frecuencia en el relato de los otros. No hay monólogos, pero de la misma manera tampoco se podría decir que haya interrupciones. Sus dedos, inquietos, a menudo se acercan a sus caras.

De pronto caigo en la cuenta de que son sordos. Fue la fluidez con la que hablaban lo que hizo que no me percatara de ello antes.

Una nueva estación. Los cuatro se acomodan en asientos contiguos y yo los sigo de cerca. Se siguen comportando como si estuvieran solos, pero hay algo en el modo en que han decidido ignorarnos al resto de los que estamos ahí que puede considerarse como una forma de tacto o cortesía, para nada indiferencia.

Miro a un lado y otro del vagón. Es como si yo fuera la única persona que se ha fijado en ellos. De tanto en tanto uno suelta una risa como un gruñido. Prosiguen sus historias y los comentarios a lo que se cuentan entre sí. Ahora ya los estoy observando con curiosidad, con la misma curiosidad con la que ellos se miran unos a otros.

Tienen un vocabulario común de signos gestuales que reemplaza al de las palabras que se pronuncian. Ese vocabulario tiene su propia sintaxis y gramática, reglamentadas en general por la sincronización. Los signos los hacen con las manos, los rostros y los cuerpos, que han asumido la función tanto de la lengua como del oído, de un órgano que articula y del otro que capta. En cualquier diálogo en cualquier parte, ambas funciones son importantes por igual. En este vagón, y probablemente en todo este metro, no hay diálogo que esté teniendo lugar ahora mismo que se pueda comparar al de ellos.

Cada rasgo físico con el que el cuarteto hace gestos para conversar —ojo, labio superior, labio inferior, dientes, mentón, ceño, pulgar, dedo, muñeca, hombro— tiene para ellos el registro de un instrumento musical o una voz, con todas sus notas, acordes, vibraciones y grados de insistencia y vacilación.

No obstante a mis oídos sólo llega el sonido del tren que disminuye la velocidad para hacer la siguiente parada. Varios pasajeros se ponen de pie. Podría sentarme, pero prefiero quedarme donde estoy. El cuarteto, por supuesto, es consciente de mi presencia. Uno de ellos me ofrece una sonrisa; no de aceptación, sino de consentimiento.

Al interceptar sus incontables intercambios de impresiones a los que no puedo darles un nombre, al seguir el ida y vuelta de sus repuestas sin saber a qué se refieren, al bambolearme a su ritmo y dejarme llevar por su afanes e ilusiones, tengo la sensación de estar envuelto en una canción. Una canción cantada en otro idioma. Una canción sin sonido.

This train is bound for glory, this train
This train is bound for glory, and if you ride it, it must be holy
Biddeville Quintette. Chicago,1927[5]

Hace poco escuché y vi al presidente de Francia dirigirse a la nación durante casi tres horas en una conferencia de prensa televisada. Fue un discurso algebraico. Esto es, lógico y deductivo, pero prácticamente sin hacer referencia a una realidad tangible o una experiencia vivida.

El presidente Hollande tiene sentido del humor, es inteligente, da la impresión de ser honesto y de que cree en la alianza con las grandes corporaciones que propone, pese a que fue elegido como el candidato socialista. ¿Por qué su discurso es tan vacuo? ¿Por qué le llega a uno como un monólogo de siglas?

Es porque ha renunciado a todo sentido de la Historia y, por lo tanto, carece de una visión política de largo plazo. Desde un punto de vista histórico, vive de y para la boca. Ha abandonado la esperanza —de ahí el álgebra—. La esperanza engendra vocabularios políticos. La desesperanza conduce a la ausencia, la imposibilidad de las palabras.

En esto, Hollande es un claro ejemplo del período que estamos viviendo. La mayor parte de los discursos y las declaraciones oficiales no tienen nada que decir respecto de lo que vive y sueña la mayoría de la gente en su lucha por sobrevivir.

Los medios ofrecen una banal distracción inmediata para llenar ese silencio que, de otro modo, podría impulsar a las personas a hacerse preguntas sobre la injusticia del mundo en el que viven.

Nuestros dirigentes y los comentaristas de los medios hablan de lo que vivimos en un galimatías que no es la voz de un pavo sino de las Altas Finanzas.

Hoy es difícil expresar o resumir mediante la prosa la experiencia del Estar Vivos y Discurrir. La prosa, como forma de discurso, depende de un mínimo de continuidades de significado establecidas; es un intercambio de ideas con un círculo envolvente compuesto por diferentes puntos de vista y opiniones, expresadas en un lenguaje compartido y descriptivo. Y la cuestión es que ese lenguaje ya no existe. Es una pérdida temporal, pero histórica.

Por el contrario, las canciones sí que pueden expresar la experiencia íntima del Ser y Devenir en este momento histórico —aun cuando se trate de canciones viejas—. ¿Por qué? Porque son autosuficientes, y porque envuelven con sus brazos el tiempo histórico.

Takes a worried man to sing a worried song
Takes a worried man to sing a worried song
Takes a worried man to sing a worried song
I’m worried nowww
But I wont be worried long.
Woody Guthrie[6]

Las canciones envuelven con sus brazos el tiempo histórico, pero no proponen ninguna utopía.

La colectivización forzada de la tierra, con la hambruna que provocó en la Unión Soviética, y más tarde el Gulag, con las consiguientes enciclopedias de doble discurso que lo acompañaron, se iniciaron y se llevaron a cabo sin tregua y se justificaron en nombre de una utopía en la que pronto había de vivir el hombre soviético, nuevo y sin precedentes.

Del mismo modo, la creciente pobreza humana que hoy se genera en todo el mundo y el incesante saqueo del planeta se ponen en funcionamiento y se justifican en nombre de otra utopía garantizada por las Fuerzas del Mercado cuando no se las regula y se las deja operar libremente. Una utopía donde, en palabras de Milton Friedman, “cada hombre pueda votar por el color de la corbata que le guste”.

En todo ideal utópico, la felicidad es obligatoria. Esto significa, en realidad, que es inalcanzable. Dentro de su lógica, la compasión es una debilidad. Las utopías desprecian el presente. Sustituyen la Esperanza por el Dogma. Los dogmas están gravados en piedra; las esperanzas, en cambio, parpadean como la llama de una vela.

Tanto las velas como las canciones acompañan con frecuencia a las plegarias. Y las plegarias, en la mayoría de religiones, iglesias y templos, si no en todos, tienen dos caras. Pueden reiterar incesantemente el dogma o pueden enunciar la esperanza. Lo que hagan no depende forzosamente del lugar o de las circunstancias en que se éstas se recen; depende de las historias de quienes estén orando.

En el pueblo de San Andrés Sacamch’en, en el estado de Chiapas, al sur de México, hay una pequeña iglesia. De ahí llega el débil sonido de unas voces que cantan. Dentro no hay ningún sacerdote. Hay cuatro cantantes de pie, dos hombres y dos mujeres jóvenes. Los cuatro son indígenas.

Los hombres están muy apartados de las mujeres, pero los cuatros cantan en polifonía. Las mujeres tienen a sus bebés atados a sus espaldas.

En una capilla lateral hay una estatua de tamaño natural de San Andrés, el apóstol, tallada en madera. Viste una túnica y unas calzas que no están talladas, sino que son prendas de verdad. Sobre el suelo de la iglesia, detrás del altar, hay casi mil velas encendidas, muchas de ellas dentro de vasitos de vidrio. Al lado, una puerta ha quedado entreabierta, y por ella se cuela una corriente de aire que hace que las llamas de las velas parpadeen y se inclinen hacia el lado contrario. Es el ritmo de las voces y es también el ritmo de las llamas parpadeantes.

Al final, uno de los bebés llora de hambre. El canto se detiene y la madre le da de mamar. La otra mujer, cuyo bebé duerme todavía, coge la bolsa que tiene a sus pies, saca una túnica, la extiende y camina hasta la estatua de San Andrés. Una vez allí cambia la túnica que llevaba puesta el santo por la que ella le ha traído. Como preveía, necesitaba una lavada.

Las mil llamas de las mil velas, a escasos centímetros del suelo, siguen parpadeando por el viento.

Cesária Évora murió en 2011. No fue hasta cumplir los 50 que se convirtió en una estrella mundial. Cantaba canciones de música negra afroportuguesa en un idioma y con un acento incomprensibles para la mayoría de personas que no han nacido en Cabo Verde. Era intransigente, obstinada, incorregible. Su timbre de voz era el de una adolescente probando suerte en un bar de marineros antes de volver a casa a cuidar de su madre enferma. “A cada cerdo le llega su San Martín”, dijo una vez.

Cuando salía de gira por el mundo y llenaba estadios gigantescos, no era exótica. Tenía la cara tan redonda como unos senos. Cuando sonreía, cosa que hacía a menudo, la suya era la sonrisa que se forma después de que se ha asimilado lo trágico.

Los ricos escuchan canciones; los pobres se aferran a ellas y las hacen suyas. La vida, decía Évora, son hieles y mieles.

Pienso en este poema memorable de Moya Cannon:

It was always those with little else to carry
who carried the songs
to Babylon,
to the Mississippi —
some of these last possessed less than nothing
did not own their own bodies
yet, three centuries later, deep rhythms from Africa,
stowed in their hearts, their bones,
carry the world’s songs.

For those who left my county,
girls from Downings and the Rosses
who followed herring boats north to Shetland
gutting the sea’s silver as they went
or boys from Ranafast who took the Derry boat,
who slept over a rope in a bothy,
songs were their souls’ currency
the pure metal of their hearts,

to be exchanged for other gold,
other songs which rang out true and bright
when flung down
upon the deal boards of their days.
Moya Cannon, Carrying the songs, Carcanet Press[7]

El modo en que los cantantes desafían o juegan con la linealidad del tiempo es algo que tienen en común con lo que los acróbatas y malabaristas hacen con la fuerza de la gravedad. Hace poco, en un pueblo francés, vi a una familia de saltimbanquis que actuaba en una esquina próxima a un supermercado. Eran el padre, tres chicos y una niña. También había un perro, un Terrier escocés. La perrita, me enteré después, se llamaba Nella y el padre, Massimo. Todos los niños eran flacos y tenían los ojos oscuros. El padre era de complexión gruesa e impositivo.

El mayor de los chicos debía de andar por los 17, quizá más (era difícil calcular sus edades porque para ellos no parecía existir la categoría niñez), y era el malabarista principal y entrenador de los otros.

La niña, de unos seis o siete años, se trepó sobre él como si fuese un árbol; un árbol, además, capaz de transformarse en vigas para que ella pudiera sentarse. El padre estaba detrás, a cierta distancia, con un amplificador y un equipo de sonido que había colocado sobre el adoquinado, entre sus pies. Los observaba con ojos de sabueso y rasgueaba una guitarra. Las vigas se convirtieron en un ascensor que depositó cuidadosamente a la niña, Ariana, en el suelo. Realmente, el chico inclinó el cuerpo como lo haría un elevador, muy, muy lentamente, y la niña dio un paso atrás hasta posarse sobre el adoquinado al ritmo de la guitarra del padre.

Así llegó el momento de que David (¿diez, once años?) hiciera su número. Había tan sólo una media docena de espectadores, todo ocurría a media mañana, cuando la gente anda ocupada. David montó en su monociclo, recorrió la calle, dio la vuelta y volvió, todo con el mínimo esfuerzo. Acababa de mostrarnos sus credenciales.

Luego se apeó en la acera, donde había una bola de cuero rellena del tamaño de una calabaza gigante, se sacó las zapatillas y empezó a caminar sobre ella. La empujaba con sus talones a la vez que las plantas de sus pies se amoldaban a la curvatura de la bola, y así, poco a poco, hacía que se moviera y que los dos avanzaran sobre la acera. Mantenía los brazos caídos a ambos lados. Nada de lo que hacía traslucía la dificultad de mantener el equilibro sobre la bola rodante.

Aguantaba de pie, la barbilla en alto, observando a lo lejos como una estatua en un pedestal. La bola y él avanzaban triunfales al paso de una tortuga especialmente lenta. Y en ese instante glorioso, el niño empezó a cantar, acompañado por su padre con una armónica. David tenía un diminuto micrófono pegado con celo cerca de su pómulo izquierdo.

Era una canción de la Cerdeña. David la cantaba con una serena voz de tenor; la voz de un pastor solitario, no de un niño. La letra describía lo que pasa cuando una maldición cae sobre ti, una historia tan vieja como las montañas.

Triunfo y mal fario.

Maldición y júbilo reunidos en un solo acto que, mientras lo contemplas, deseas que siga y siga y siga. Picasso pintó el mismo acto allá por el año 1900.

El mal fario y el triunfo. He tratado de explicar por qué las canciones pueden referirse hoy, de forma única e incomparable, a la experiencia que cada uno tiene del mundo en que vivimos. Y éste es el motivo, Yasmine, por el que podemos compartir contigo aquello que nos cantas.

Con tu mano derecha sostienes el micrófono como si pudiera ser arrastrado por una corriente. Cuando tu voz alcanza cierta tonalidad, haces un gesto con tu brazo izquierdo: lo dejas caer verticalmente como si señalaras el suelo, donde los cables se enroscan al lado de tus zapatos rojos, y tu pulgar toca la punta no de tu dedo índice, sino la del medio. Tu índice, más bien, se curva hacia arriba para alcanzar la yema de tu pulgar y no podemos ver dónde termina. Este gesto mientras tu voz desciende cantando la canción de las noches de Samar es el que anuncia que las fauces de la canción anidan en la palma de tu mano.

Los que te escuchamos empezamos a dar palmas, aunque nada tienen que ver con el aplauso. Es para sólo generar energía y aguzar los sentidos, necesarios para seguir nuestros caminos en otra parte.

Y de pronto, ya que nos hemos atrevido a tener esperanza, esa otra parte viene hacia nosotros. A través de ti.

—Traducción de Toño Angulo Daneri

 
 

[1] Buenos días, tristeza. / Tristeza, ¿cómo te va? / Yo voy tirando. / Buenos días. / ¿Cómo estás?

[2] Oh, Shenandoah / hace tiempo que quiero verte, / río que corres lejos / Oh, Shenandoah / hace tiempo que quiero verte / lejos, me marcho lejos / al otro lado del ancho Missouri.

[3] Son ya siete años / desde la última vez que te vi / y oí tu fluir / Son ya siete años / desde la última vez que te vi / Lejos, nos vamos lejos / al otro lado del ancho Missouri.

[4] Quisiera estar en Carrickfergus / tan sólo unas noches en Ballygrand / Cruzaría a nado el océano más profundo / —el océano más profundo— con tal de estar a tu lado.

[5] Este tren va a la gloria, este tren / Este tren va a la gloria, y si tú te subes, tiene que ser ser sagrado.

[6] Hace falta un hombre atribulado para cantar su aflicción / Hace falta un hombre atribulado para cantar su aflicción / Hace falta un hombre atribulado para cantar su aflicción / Ahora soy yo el que se siente así / Pero esto no durará mucho tiempo.

[7] Siempre eran los que poco tenían / los que llevaban las canciones / a Babilonia, / al Mississippi / —de éstos, algunos poseían menos que nada, / no eran dueños ni de sus cuerpos; / aun así, tres siglos después, los ritmos profundos de África / almacenados en sus corazones, en sus huesos, / siguen transportando las canciones del mundo. // Para los que dejaron mi condado, / chicas de Downings y de Roses / que se iban tras los barcos arenqueros del norte, hasta Shetland, / aspirando la plata del mar a su paso, / o los chicos de Ranafast que tomarban el barco de Derry / y dormían sobre sogas en un albergue, / las canciones eran la moneda de pago de sus almas, / el puro metal de sus corazones, // que se cambiaba por el otro oro, / otras canciones que resonaban genuinas y radiantes / cuando se arrojaban / sobre los tablones donde se decidían sus días.