Autorretrato
Hace unos ochenta años que escribo. Primero cartas, después poemas y discursos, más tarde cuentos, artículos, libros; ahora apuntes sueltos.
Escribir siempre ha sido un acto vital para mí; me ayuda a encontrarle un sentido a las cosas y seguir adelante. No deja de ser, sin embargo, una manifestación de algo más profundo, algo esencial: la relación que mantenemos con el idioma. Y el idioma es el tema de estos apuntes.
Empecemos por examinar la tarea de traducir de un idioma a otro. La mayoría de las traducciones que se hacen hoy en día son técnicas. Yo me refiero a las literarias; es decir, la traducción de textos que exigen una experiencia personal.
La creencia más extendida sugiere que el traductor, o los traductores, analizan las palabras escritas en una página para luego representarlas en otro idioma, en otra. Esto implica, primero, una supuesta traducción literal, al pie de la letra; después, una adecuación a las reglas y a la tradición lingüística del idioma al que se está traduciendo y, finalmente, un trabajo de revisión a fin de reproducir el equivalente a la “voz” del original. Muchas, si no la mayoría de las traducciones, se hacen bajo este método y sus resultados son dignos pero en el fondo mediocres.
¿Por qué? Porque una auténtica traducción no es binaria; no es un romance entre dos idiomas, sino entre tres. El tercer lado del triángulo está en lo que subyace a las palabras del original antes de que éste fuera escrito. La verdadera traducción exige un retorno a lo preverbal.
Uno lee y relee las palabras de un original con el fin de internarse en él a través de ellas y así comprender la experiencia o conmoverse ante la revelación que las ha inspirado. Una vez reunido lo que hay allí —en esa experiencia, en esa revelación— ya puede coger esa palpitante y casi indecible “entidad” y colocarla en la trastienda del idioma a la que va a ser traducida. En ese momento, la tarea principal del traductor es persuadir al idioma anfitrión de que asuma dicha “entidad” como propia y se ponga a su disposición para que pueda ser expresada.
Este ejercicio nos recuerda que un idioma no puede reducirse a un diccionario o catálogo de palabras y frases. Tampoco a un almacén de las obras escritas en ese idioma.
Una lengua es un cuerpo, una criatura con vida propia cuya fisonomía es verbal y sus funciones orgánicas son lingüísticas. Y su hogar está formado tanto por lo que se puede como por lo que no se puede expresar.
Hablemos ahora del término Lengua Materna. En ruso se dice Rodnoi Yazik, que significa “la lengua más cercana o la más entrañable”. Si me apuran, podríamos llamarla Lengua Amada.
La Lengua Materna es nuestro primer idioma, el primero que oímos de boca de nuestra madre cuando somos bebés. De ahí el sentido del término.
Digo esto porque no tengo duda de que esa criatura que es la lengua madre y que estoy tratando de describir es femenina. Me imagino su centro como un útero fonético.
Dentro de una Lengua Materna están todas las Lenguas Maternas. Dicho de otro modo, toda Lengua Materna es universal.
Chomsky ha demostrado con brillantez que todos los idiomas —no sólo los verbales— comparten determinadas estructuras y normas. Por lo tanto, toda Lengua Materna está emparentada (¿rima?) con lenguajes no verbales como el de nuestro propio comportamiento, el de los signos o el del ordenamiento espacial.
Cuando dibujo, intento desentrañar y transcribir un texto compuesto de apariencias que ya tiene su indescriptible pero innegable lugar —lo sé bien— en mi Lengua Materna.
Las palabras, expresiones o frases pueden separarse de su lengua y ser empleadas como simples etiquetas. En ese caso se vuelven inertes, vacías. El uso repetido de siglas y acrónimos es un ejemplo directo de ello. De igual manera, la mayor parte del discurso político dominante hoy en día está formado por palabras que, escindidas de cualquier lengua, carecen de vida, están muertas. Esa palabrería fantasmal borra del mapa la memoria y alimenta una implacable autocomplacencia.
A lo largo de estos años lo que me ha impulsado a escribir es la intuición de que hay cosas que merecen contarse y que si yo no lo intento cabe el riesgo de que nadie lo haga. Me veo más como un hombre-parche
que como un notable escritor profesional.
Tras escribir unas cuantas líneas dejo que las palabras vuelvan discreta y serenamente a esa criatura que es su lengua madre. Una vez allí, que sean reconocidas y admitidas por otra multitud de palabras con las que tienen una relación de afinidad semántica, o lo contrario, de discrepancia, o una relación metafórica, o de aliteración, o de ritmo. Escucho su conspiración. Cómo entre todas cuestionan el sentido de las palabras que he elegido. Así que rectifico esas líneas, cambio una palabra, a veces dos, y las presento de nuevo. Comienza otra conspiración.
Prosigo de la misma manera hasta que al fin aparece un suave murmullo de aceptación provisional. Entonces paso al siguiente párrafo.
Y comienza otra conspiración…
Los demás pueden pensar lo que quieran de mí como escritor. Yo sé que soy el hijo de puta. Y ya saben quién es la puta, ¿verdad?
John Berger
John Berger (Londres, 1926) es escritor, pintor, guionista de cine y crítico de arte. En 1972 ganó el Man Booker Prize por su novela G.; desde entonces han aparecido en español otras como De A para X, Aquí nos vemos o la trilogía De sus fatigas (Puerca tierra, Una vez en Europa y Lila y Flag). También es conocido por sus ensayos sobre arte, como Modos de ver o El tamaño de una bolsa.
Traducción de Toño Angulo Daneri