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Maneras de representar el capital (financiero)

Un día de rutina en la Bolsa. La secuencia nos es conocida por haberla visto innumerables veces por televisión: brokers y otros agentes financieros gesticulan acalorados bajo grandes pantallas, rodeados de ordenadores con números y gráficos que cobran vida propia sin la directa intervención humana. ¿Cómo interactúa cada individuo en ese contexto para que el valor cambie de “valor”?

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La secuencia es de gran efectividad mediática al exhibir al arquetipo social del economista u oficinista con corbata en lucha contra los “elementos”. ¿Cuáles son estos? ¿Cómo sondear la naturaleza abstracta y escurridiza del capital financiero? La idea de la Bolsa ejemplifica el espectáculo de la especulación financiera; su completa autonomía con respecto incluso a cualquier realidad económica material; su virtualización en las autopistas de la red. Sin embargo, un leve sonido inquietante martillea los tímpanos y las conciencias. En la Bolsa, el sonido del tintineo en las grandes pantallas de dígitos indica el cambio de valor del precio. Pero a veces, aunque los números permanezcan fijos, el tintineo continúa. ¿Qué intercesión global está ocurriendo? 

Aunque la distinción entre el concepto de dinero y el de capital atraviesa la historia de la economía política desde Marx, la complejidad teórica de las relaciones entre ambas categorías demanda continuamente de representaciones provenientes de la esfera cultural con el fin de escudriñar sus innumerables fricciones y contradicciones. De un modo un tanto básico puede decirse que la forma del dinero es, quizás, la fuente fundamental de toda abstracción, y de ésta se desprende la naturaleza intangible del capital y las elucubraciones mentales sobre su cálculo matemático y también sobre su dimensión metafísica y espiritual. O dicho de otro modo: el dinero es lo tangible, “la pasta”, mientras que el capital permanece virtual, volátil e inasible. El capital es un proceso y no una cosa. Un proceso donde la circulación del dinero se utiliza a menudo para hacer más dinero, pero no siempre ni exclusivamente. En el territorio de la cultura, estas abstracciones no pueden soslayarse sino que necesitan mostrarse a fin de determinar la inmediatez que lo social comparte con lo económico. Dicho de un modo gráfico, esto equivale a exhibir las “costuras” visibles (pero también invisibles) que formatean el “traje” (la forma) que habitualmente vestimos. 

En tanto que producción material, el arte ha jugado históricamente una función primordial en el concepto de capital, al incluirse el stock de todos los activos en poder de particulares, empresas y gobiernos que pueden ser comercializados en el mercado sin importar que estos activos se utilicen o no en un futuro inmediato. Al arte se le suma el espacio que lo acoge, la arquitectura. Ambas esferas, en su interrelación, incorporan en sí mismas todo un depósito que determina lo que podría pasar por ser el núcleo duro del capital; la naturaleza o la teoría del valor, esto es, el valor mercantil. ¿De qué modo se genera valor? Esta pregunta incluye propiedades y cosas materiales a ser usados en la riqueza patrimonial: terrenos, bienes inmuebles y los derechos de propiedad intelectual, así como colecciones de arte, joyas y otros bienes culturales a ser considerados como fondos de cobertura e inversiones. Entre las posesiones inmateriales sin duda la renta y el alquiler son las propiedades más complejas y fluctuantes.

En Cosmópolis (2012) de David Cronenberg, película bastante fiel al libro homónimo de Don DeLillo, se da una situación que podría ser representativa de este proceso abstracto del valor. En un hilarante pasaje, su protagonista Packer (Robert Pattinson) desea comprar no una pintura de Rothko recién salida al mercado sino ¡la Capilla de Rothko al completo! (paredes incluidas) para instalarla en un bloque inmobiliario de su propiedad. Aquí, la novela de DeLillo apunta no sólo al estilo dominante del modernismo tardío como sinónimo de un capitalismo igualmente tardío, sino que plantea algunas interesantes cuestiones sobre el valor del arte y el fetichismo de la mercancía. Lo que la película y el libro transmiten en una visión apocalíptica y casi terminal de un turbo-capitalismo avanzado es: la virtualidad del capital financiero —lo incalculable del capital que tanto fascina a los brokers y gurús del credo neoliberal— necesita de cosas materiales, fetiches, que pongan en marcha el proceso de circulación del capital. El coste de la Capilla de Rothko deviene en un medidor de lo que el dinero puede todavía calibrar y comparar en la alucinógena masa abstracta del capital. Packer hace un recorrido en limusina desde una punta de la ciudad a otra con la intención de cortarse el pelo mientras que pantallas llenas de gráficos y cuasi-hologramas retransmiten en directo las supuestas fluctuaciones del capital global. DeLillo da cuenta de la ambivalencia de la forma dinero y su volatilización como concepto en la fase financiera tardía del capital:

–Dinero por un cuadro, dinero por cualquier cosa. Me costó lo mío entender el dinero
—dijo ella.— Me crié entre comodidades. Me costó un tiempo pensar en el dinero, contemplarlo en su justo punto. Y empecé a mirarlo a fondo. Miraba los billetes y las monedas incluso de perfil. Aprendí qué se sentía al amasar dinero y al gastarlo. Me pareció intensamente satisfactorio. Me ayudó a ser persona. Pero ya no sé en qué consiste el dinero.

En otro filme reciente, El capital (2012) de Costa-Gavras, el imperio bancario en constante expansión es abordado con una dosis de humor e ironía similar a cuando la sátira y la caricatura contestaban en el albor de la Ilustración al todopoderoso Estado absolutista. El capitalismo es, no hace falta insistir, nuestro Estado absolutista. A Costa-Gavras se le reconoce por ser uno de los fundadores del cine político a partir de filmes como Z (1969) y Estado de sitio (1972), y su incursión en este ahora género paródico sirve para desvelar la emergencia de un nuevo género al alza, el cine financiero, de la que ésta u otras películas como El lobo de Wall Street (2013) de Martin Scorsese se revelan como realizaciones hiperbólicas de un tiempo en crisis. 

El capital es la tragicomedia más disparatada de este género en ciernes: la historia del ascenso imparable de Marc Tourneuil (Gad Elmaleh), un sicario del capital, al frente del Phenix, un gran banco europeo en proceso de transformación, renovación o lo que sea. “El dinero es el amo, no el instrumento” dice en un momento ese depredador financiero que da vida el actor Gabriel Byrne, la contrabalanza americana al personaje interpretado por Gad. Desde un punto de vista teórico, El capital describe la fase actual de esa abstracción tan difícil de asimilar, y mucho más de regular o controlar; una fluctuación de la que nadie sabe, cómo funciona, quien la dirige, etc. El economista Thomas Piketty ha escrito El capital en el siglo XXI y rápidamente se ha convertido en un best seller. ¿Pero por cuánto tiempo?

En un momento de El capital, Tourneuil habla con unos ingenieros matemáticos para a continuación preguntar: “¿Qué es lo que vendemos?” Ni idea. ¿Qué es lo que se compra? Tampoco ni idea. La retorcidísima trama financiera tejida por Costa-Gavras (Phenix-compra-Mitzuko-Phenix se devalúa-inversores yankis se hacen con Phenix, etc.) no pretende en ningún momento ser verosímil. La ironía sobre la pérdida de referencia del valor del dinero aparece varias veces; Tourneuil maneja cifras (globales) como puras abstracciones, mientras que la reducción de plantilla, el desempleo al que dirige a miles de empleados se estima sobre % muy calculados. Pero además, el aparato cibernético tiene un papel preponderante en las continuas videoconferencias, telefonías globales, iPhones y pantallas como interfaces que organizan toda la esfera de la aceleración del capital. Estas pantallas devienen en metáfora de la propia abstracción del capital financiero. La imagen de unos niños absortos a las pantallas de sus juguetes electrónicos es contemplada como una imagen del presente que prepara el relevo para lo que el sicario del capital representa. ¿Acaso el valor abstracto de la ganancia no se ejemplifica de mejor manera que cuando un niño grita que ha ganado delante de la pantalla de su videojuego? ¿Ha ganado o ha perdido el qué? 

Analizar el capital financiero, encontrar modos para su escurridiza representación, se antoja como un reto teórico. Sin duda, el paisaje dejado por la caída del “ladrillo” en España puede convertirse en una postal decadente del estado de la cuestión, pero esa postal no está ni mucho menos completa sin las resplandecientes arquitecturas de acero y cristal que en Oriente Medio se elevan por encima de los arenales. Ello se debe a que el capital financiero existe como una abstracción conceptual en el interior de la globalización, donde el acortamiento infinitesimal del tiempo y el espacio en la cibernética y la tecnología digital permiten transacciones de cifras astronómicas en segundos de una parte a otra del globo. El “ladrillo” se ha convertido ya en el emblema eufemístico para una política especulativa de larga tradición. También, quizás, un icono posmoderno que vendría a suplantar a los antiguos lingotes durante la Fiebre del Oro. A la demolición de antiguos muros como límites infranqueables al capital le ha seguido la progresiva deslocalización y movimiento de esta burbuja hinchada de aire.

 

CODA

Lo viejo es pasado. Lo nuevo futuro. Un vendedor de lo viejo no desea desprenderse de lo que tiene, mientras los promotores del mañana venden aquello que no existe más que en los sueños de la gente. El pasado está cubierto de polvo, novelas gráficas de Walter Scott y Carlos Dickens; vestigios de un mundo que a nadie interesa. Un universo de quincalleros y jubilados sin porvenir. El futuro está dominado por la inversión y el manejo del riesgo (risk management), el turismo bomba y los gurús del liderazgo grupal. La ciudad poco a poco vacía su memoria. Pobreza de experiencia. Y mientras tanto, la virtualidad abstracta del capital financiero transmuta en una estética de feria comercial en la que poder depositar unos ahorros. El capitalismo comercia con futuros. Mercado de futuros (2011) de Mercedes Álvarez es un ejemplo de cine financiero hecho en España. La memoria no está hecha únicamente de los recuerdos en tanto que memoria individual, sino a través del conocimiento y la experiencia vivida que nos ayuda a construir un sentido de comunidad y de apertura al futuro. Un futuro que es ahora una mercancía con la que especular, y que señala el lado más oscuro de un sistema capaz de convertir a los seres humanos en pura mercancía. 

Peio Aguirre

Peio Aguirre es crítico de arte, comisario independiente y editor. Desde 2006 publica crítica cultural en su blog Crítica y metacomentario: http://peioaguirre.blogspot.com. Es autor del libro La línea de producción de la crítica (consonni, 2014).