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¿Qué fue del jacksonismo?

La reciente publicación de Jacksonismo. Michael Jackson como síntoma (La Caja Negra, Buenos Aires, 2014), traducción de The Resistible Demise of Michael Jackson (Zer0 Books, 2009), supone una magnífica ocasión para revaluar el ascenso y caída del Rey del Pop un lustro después de su muerte. Editado por el crítico musical y teórico Mark Fisher, cuenta con una veintena de notables firmas, ejemplo de una crítica cultural como sintomatología de las transformaciones sociales, económicas y culturales en nuestra era posmoderna. 

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Un síntoma es el aviso útil de una enfermedad aún no del todo revelada, y una crítica como síntoma puede servir para definir los puntos sensibles de ese mal. Como escribe Fisher en la introducción: “este libro nació de la convicción de que la muerte de Jackson debía ser abordada por algo más que los ‘tributos’ fáciles o biografías abultadas”.

Una crítica como síntoma no puede establecerse desde ningún extremo excluyente; ni desde el punto de vista cegador del fan ni tampoco del crítico autosuficiente y distanciado que condena desde las alturas. De un modo irónico y post-contemporáneo, quizás fuera éste el vértice ideal en el que la frágil figura de Jackson siempre se sostuvo, peligrosamente, en un nietzscheano “más allá del bien y del mal”. Esta posición para la crítica cultural, decididamente dialéctica, choca de frente con el propio síntoma que pretende desvelar, esto es, el jacksonismo o las hordas fanáticas para quien Jackson fue un Dios en la tierra y un icono inmortal. Para cualquier persona nacida en los sesenta o setenta, Michael Jackson significó algo concreto en algún momento de su existencia, lo cual justifica para generaciones enteras una imposibilidad para la indiferencia ante el “fenómeno Jackson”.

Cinco años después, el jacksonismo es un culto, un –ismo, aunque la descripción que emerge de esta lectura sobrepasa cualquier voluntad de síntesis. Vale, de acuerdo, los fans siguen estando ahí, guardando con celo su mitología y protegiendo la reputación del ídolo incluso de los “escritos apócrifos” como los de esta edición. Pero sería injusto que a todos aquellos para quienes —sin llegar a la categoría de fans— Michael significó un momento irrepetible en su existencia se les prive de la amplitud y agudeza de los análisis culturales aquí descritos. El jacksonismo es en este sentido una totalidad a abarcar; la brillantez musical del niño prodigio y el posterior bailarín espasmódico; su progresiva transformación física, su atracción por el “lado oscuro” en Thriller, Smooth Criminal y, sobre todo, Bad; la cultura del simulacro, la celebridad exorbitada, las estrategias de marketing y el cinismo neoliberal; la sumisión libidinal de las masas a una mercancía total; su habilidad para traspasar culturas, para representar un “valor universal” destinado a un grupo más amplio de fans; las metáforas de lo post-humano y la carne zombie; el bazar de postizos y el diseño protésico; el capital moral piadoso de We Are the World y Earth Song como tapaderas de recaudación; las más complejas interpretaciones sobre la borradura de la raza y el género, y mucho más.

Michael Jackson posiblemente fuera la estrella del espectáculo más grande jamás concebida. Más que Elvis y The Beatles. Más que su contemporánea Madonna. El entertainment con mejor y mayor alcance para el goce colectivo dirigido a superar todas las fronteras de la edad, la clase, la raza y la sexualidad. Niño y adulto, blanco y negro, masculino y femenino, humano y animal. Michael Jackson fue una abstracción ideal, una forma líquida apta para colonizar cualquier resistencia, cualquier ideología. Una nueva criatura exclusiva. Desde la distancia de los estudios culturales y una crítica musical desprejuiciada y abarcadora, es posible ver ahora a Jackson como una figura periodizadora de una época que vio nacer una de las conductas decisivas del capitalismo tardío, el neoliberalismo. Esta línea de interpretación subyace en este volumen: Michael Jackson como un corolario de las políticas del reaganomics. No en vano el paso del tiempo ha otorgado un toque más surrealista al encuentro en la Casablanca entre Ronald Reagan y Jackson o, lo que es lo mismo, entre el presidente de la nación más poderosa del mundo y el Rey del Pop. Sucedió el 14 de mayo de 1984, justo después del apabullante éxito de Thriller. Jackson recibía de manos del presidente un premio por su contribución a una campaña de concienciación contra el alcohol frente al volante. Escribe Owen Hatherlay: “En lo que el espectador del noticiario se fijó antes que en cualquier cosa fue en el atuendo de Jackson, una chaqueta militar brillante, con una faja dorada sobre unos pantalones negros ajustados (…). Ésa fue, también, una de las primeras apariciones de los guantes blancos de lentejuelas junto con un par de lentes de tamaño exagerado, similares a los que usaban los terroristas, desde Carlos ‘el Chacal’ hasta Andreas Baader. En realidad, la imagen hace pensar más bien en una copia bizarra y onírica de Tito, o Idi Amin, o el barroco Jean-Bédel Bokassa: un dictador militar africano o de Europa Oriental que visita a los Reagan para negociar el intercambio de rehenes o el comienzo de la détente”. Reagan habló en aquel breve encuentro del “sueño americano” hecho realidad. Únicamente faltaba una alusión al cantante como modelo para la juventud norteamericana.

Jackson aparecía ya entonces como una moneda, una especie, una imagen-objeto cuya sobrerrepresentación visual y adaptabilidad al intercambio parecían inagotables. Como escribe Steven Shaviro, “la mercantilización intensificada de todos los aspectos de la vida en los últimos treinta años comenzó, efectivamente, al mismo tiempo que el triunfo de Jackson. Y demostró que las utopías son especialmente comercializables en la era neoliberal”. De forma efectiva, la dimensión utópica de Jackson parecía residir precisamente en esa promesa de mutación infinita adaptable a cualquier fin, cualquier conquista y cualquier deseo individual o colectivo incumplido. La sobrerrepresentación de la imagen de Jackson parecía desafiar lo que entendemos como “lo real” o la realidad.

En el recuerdo está perfectamente instalado en mi memoria el lanzamiento de Bad, en 1987, y la imagen de Jackson cubriendo las paredes de cualquier población de provincias, cualquier puente debajo de la autopista. En lo visual, una imagen pulida y una campaña de comunicación rompedora y global. En lo artístico, el desafío de la gravedad y la furia desatada, eléctrico. Unos simples golpes de bajo en Smooth Criminal  y… ¡boom! Este tema pone de pie a cualquiera. En lo físico, una evolución hacia un dibujo animado de la factoría Disney. “El baile de Jackson puede haber sido un milagro, pero en 1985 era propiedad sujeta a copyright de la corporación Pepsi”, escribe Jeremy Gilbert. La imagen es ahora nítida como el agua: el Michael Jackson de la época Thriller-Bad-Pepsi representaba, globalmente, una cultura universal que estaba por llegar y de la que, a fin de cuentas, somos herederos. La globalización también era eso.

Resulta igualmente imposible no sacar alguna conclusión de lo que Jackson significó en el contexto internacional de una Guerra Fría en progresiva extinción, pues nada como este ariete mutante para derribar muros y abolir fronteras mientras se mantiene la cabeza ocupada en otro lugar, quizás en un paso de baile o un atrezzo de lentejuelas. No olvidemos que el desvanecimiento de las ideologías, o lo que antiguamente representaba la clase, ha sido siempre el objetivo número uno del capitalismo. El fin de las ideologías, la última de ellas el comunismo y todo lo que rodeaba al mundo soviético, casaba bien con las profecías que auguraban un inmediato “fin de la historia”, tal y como predecía entonces Francis Fukuyama, gurú económico de los años noventa. En un mundo sin pasado y también sin futuro aparente, ¿cuál era el presente continuo que la imagen de Jackson ejemplificaba?

El trailer del lanzamiento promocional de su álbum HIStory. Past, Present and Future. Book I, en 1995, alegorizaba de algún modo este “fin de la historia” sustituyéndolo por su historia. De todas las excentricidades de Jackson, quizás fuera ésta la más connotada ideológicamente, un ejemplo máximo de megalomanía exacerbada y narcisismo autoritario. Las estéticas de las dictaduras militares del siglo veinte, del fascismo al estalinismo, rindiendo pleitesía a la autoproclamación del Rey del Pop, mientras trabajadores del metal forjan estrellas de cinco puntas y todo un ejército de tropas serviciales (¿una metáfora de las milicias jaksonianas?) desfila por avenidas empedradas al clamor de una enfervorizada masa. ¿Acaso una imagen presciente de la actual Corea del Norte de Kim Jong-un? Más bien, un resumen del trágico balance del siglo XX encapsulado en un derroche de sobreproducción posmoderna de cuatro minutos de duración.

La muerte de Michael Jackson en 2009 coincidió con el origen de la actual crisis económica mundial. Es como si su imagen privada y pública se hubiera venido degradando lenta y paulatinamente desde el periodo Thriller-Bad-Pepsi. Su música y su baile habían dejado de significar desde ese momento dorado, mientras que los escándalos de su vida íntima y el juicio mediático lo condenaban cada vez más a permanecer en una especie de gabinete de curiosidades, como esos juguetes famosos que habiendo pasado de moda todavía ocupan un lugar privilegiado en un museo de antigüedades. El final de Michael Jackson sirve como premonición del final de una época para el capitalismo y el comienzo de una nueva. Como apunta Gilbert, “no es casualidad que Thriller haya sido el disco más exitoso de todos los tiempos justamente en el momento histórico en que la izquierda se encontraba en el umbral de su mayor derrota (…) Y si para algo el triste final de Michael Jackson —decrépito, perturbado y quebrado— puede servirnos, es como una advertencia para las generaciones futuras: ni siquiera la estrella más grande que el mundo jamás haya visto puede soportar por sí sola las demandas del capital”.

Peio Aguirre

Peio Aguirre es crítico de arte, comisario independiente y editor. Desde 2006 publica crítica cultural en su blog Crítica y metacomentario: http://peioaguirre.blogspot.com. Es autor del libro La línea de producción de la crítica (consonni, 2014).