Philip Larkin
Sí, debo confesar que la intención era malsana. Solía peinar la red con una regularidad patológica en busca de alguna foto nueva. Quizá, por fin, la de esas vacaciones que pasó con su novia en la Isla de Sark. O, si tenía mucha suerte, la de aquella noche en que se sentó a cenar con Vargas Llosa invitado por Mrs. Thatcher. No quería dejar ningún cabo suelto en mi obsesión con Philip Larkin. Nunca pensé, sin embargo, que mi paciencia sería tan bien recompensada.
Por azar llegué hasta un diario local en el que se reproducía una imagen de sus gafas. Poco después localicé una de sus corbatas, con las marcas del nudo deshecho aún dibujadas en los bordes. Supe así que en el otoño de 2013 se habían expuesto en una biblioteca de Hull veinticinco imágenes de los objetos que Larkin dejó en su casa el día de su muerte. Pulsé todas las teclas de mi ansiedad y, tan rápido como pude, me puse en contacto con los cabecillas de aquella profanación para ver si me dejaban ver las pruebas. Y lo hicieron. Y me hablaron de un archivo aún más amplio en el que se podía ver el pijama del poeta y su tazón del desayuno. Había encontrado por fin la excusa para hacer lo que siempre había querido: colarme en la habitación de Mr. Larkin, hurgar en sus cajones, revolverle los papeles y jugar con sus tirantes. Le había leído tantas veces insistir en que la vida encalla en los objetos que, al ver su maquinilla de afeitar, no pude evitar la tentación de devolverle la jugada. Me propuse exponer todos sus trucos y echarle un vistazo a su propia vida con las lentes de su atroz materialismo. Todas las intuiciones del poeta quedaron confirmadas: nuestros objetos son las huellas de cada deseo malversado. Al final, ese puñado de renuncias encarnadas que nos dejaremos olvidado en algún sitio será lo único que sostenga nuestro duelo
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I. La poética de los objetos
A finales del invierno de 1955 Philip Larkin se trasladó a Hull, una pequeña ciudad al este de Inglaterra que distraía su decadencia industrial sesteando en el estuario del río Humber. Había sido seleccionado por la pequeña universidad local para ocupar un puesto de bibliotecario. Estaba a punto de cumplir treinta y tres años y aunque conservaba restos de un tartamudeo adolescente, su alopecia era de anciano. Dejar su vida en Belfast, donde creía haber sido feliz, le llenaba de melancolía. Sus nuevas responsabilidades laborales le producían una enorme ansiedad. En todo creía ver los presagios del fracaso y la miseria que sabía le esperaban al final del nuevo tiempo que se abría. Las deplorables condiciones que experimentó en el alojamiento que le ofrecieron al llegar, una residencia para estudiantes llamada Holtby House, fueron el primer anuncio. “Me siento —le escribe a su amiga Judy Egerton— como si estuviera pasando las noches en una miserable casa de acogida, con mendigos que roncan y se pelean a mi alrededor. Hay un negro en la habitación de al lado al que le vendría muy bien hacerse con unas pantuflas”. Después de buscar habitación durante varias semanas, Larkin pudo por fin abandonar la sobrecargada atmósfera de la residencia. Nada le podía hacer sospechar que al mudarse al número 11 de Outlands Road estaba ingresando en un infierno aún más asfixiante. Pronto las dependencias se le quedaron pequeñas y sus caseros, los Dowling, se convirtieron en una compañía exasperante y ruidosa. Constantemente quedaba turbada la tranquilidad que necesitaba para escribir por el estruendo de un odioso aparato de radio. Su valiosa intimidad se veía asediada por la intromisión exasperante de otras vidas en forma de olores y ruidos. En abril le confiesa a Monica Jones, su confidente y amante durante cerca de cuarenta años: “No puedo hacer absolutamente nada: es totalmente repulsivo, casi lloro de ira. ¿Por qué tiene que dejar su puerta abierta para que la maldita radio inunde toda la casa? Ya está lo bastante alta. ¿Por qué tiene esa imbécil que dejar todas las puertas del piso de abajo abiertas para que la cosa sea el doble de insufrible? Este tipo de claustrofobia espiritual me está afectando profundamente (…) No le veo ninguna solución y no puedo soportarlo más”.
Durante los meses que pasó en Outlands Road logró terminar un único poema. “Mr. Bleaney” es el fruto creativo de la angustia que sentía ante el carácter premonitorio que para él asumieron las múltiples dificultades por las que estaba atravesando. En él imagina el diálogo entre una persona que acude a visitar una habitación en alquiler y el casero que se la enseña. “Esta fue la habitación de Mr. Bleaney” —le dice—, “se quedó / aquí todo el tiempo que estuvo en la fábrica, hasta / que lo trasladaron”. El visitante va haciendo inventario de todos los objetos que han quedado allí abandonados, conjurando con ellos el espectro de su anterior habitante: “la cama, la incómoda silla, la bombilla de sesenta vatios, ningún colgador / tras la puerta, ni espacio para libros o maletas”. Decide finalmente alquilar aquel espacio tan cargado de presencia y quedarse con aquellos objetos tan impregnados de otro. Al hacerlo, teme estar cayendo preso en un molde material en el que corre el riesgo de quedar atrapado. “Así es como me acuesto / donde se acostaba Mr. Bleaney, y apago las colillas / en el mismo souvenir e intento / taparme los oídos con algodón para ahogar / el estruendo de la radio que él le hizo comprar”. Y mientras el nuevo inquilino va poco a poco hundiéndose en ese orden inmóvil imagina a Bleaney, una tarde cualquiera asomado a la ventana, sintiendo la misma punzada de terror al darse cuenta también él de que “cómo vivimos es la medida de nuestra existencia”, de que todo eso que nos rodea es todo lo que somos.
En “Es tan triste el hogar”, Larkin visita otra vez ese espacio en el que, como en la exigua habitación de Bleaney, los objetos han tomado completa posesión de la memoria. En este caso se trata del hogar desierto tras la desaparición de todos sus moradores. Pero lo que le inquieta ahora no es el temor a que una existencia pueda ser arrastrada por la fuerza gravitatoria de los objetos y quedar absorbida por una galaxia infinita de desolación. Lo que ahora se pregunta es qué hacen con nosotros esos objetos una vez quedan huérfanos de la vida a la que servían de linde. Sin ningún propósito que desbaratar y ningún anhelo que poner a raya, ¿entretendrán el tedio de ser los últimos guardianes del recuerdo atreviéndose a delatar los vicios que incitaron? ¿Serán capaces de denunciar el escándalo de las rutinas que ellos mismos forzaron? “Mira las fotografías y la cubertería”, nos dice. Observa todos los residuos que han quedado, “las notas sobre el taburete del piano. Ese jarrón”. Todas esas huellas contienen lo único que será revelado del “alegre boceto sobre cómo debían ser las cosas, / estrepitosamente arruinado” que pretendió ser nuestro hogar. Por todo archivo de una vida quedará apenas una maraña de cosas colgando del vacío. Con avidez y severidad intentarán suplantarnos. Una y otra vez, fracasarán intentando forzar nuestro regreso. Tendremos que soportar la maldición de vivir custodiados por las mentiras que de nosotros contarán nuestros objetos.
“Mr. Bleaney” y “Es tan triste el hogar” componen, junto con “Poesía de las despedidas”, una trilogía poética en la que Larkin desarrolla su teoría de los objetos y la memoria. En ella el poeta expone su sospecha de que con las cosas y mercancías que acumulamos se va tejiendo una vasta trama material que parasita el deseo. Los objetos que guardamos, intuye, van lentamente devorando la sustancia de una vida. Y cuando ésta finalmente se esfume en su lugar quedarán esas ruinas insidiosas. Las cosas que guardamos son las marcas de todos los jirones de ilusión que nos vamos dejando prendidos en el tiempo. Con ese material de desecho levantamos las fronteras del espacio físico y mental al que llamamos hogar. Esa es la razón por la que, como apunta Larkin en “Poesía de las despedidas”, “todos odiamos nuestro hogar / y tener que estar ahí”. En ese poema, el primero de esta trilogía de los objetos que compuso entre 1955 y 1958, Larkin indaga sobre el valor de la pulsión de huida que experimentamos cuando nos damos cuenta de lo mucho que detestamos nuestras casas y todo lo que simbolizan: “su basura minuciosamente escogida, los buenos libros y la buena cama, / y mi vida, en perfecto orden”. El asco que despiertan en nosotros nos impulsa a querer imitar lo que creemos es un “gesto audaz, purificador / y elemental”: abandonarlo todo y salir al encuentro de las infinitas oportunidades que suponemos están fuera y lejos, siempre más allá de los umbrales que contienen nuestra vida. Pero, según Larkin, pronto nos damos cuenta de que la épica aventura consistente en “mandarlo todo a la porra / y marcharse” es un trazo falso que se agota en la propia teatralidad de su proclamación. Nada puede para evitar que la existencia vuelva a cristalizarse alrededor de un racimo de objetos y rutinas. Y ante semejante constatación, quedamos arrojados a un abismo de inacción. Un abismo que sólo se cerrará cuando toda capacidad de elegir nos sea definitivamente negada.
II. Una vida prisionera del objeto
Suspendidas en la ausencia y “adaptadas a las necesidades del último en partir”, quedaron también todas sus cosas aquella tarde del 29 de noviembre de 1985 en que una ambulancia se lo llevó por última vez al hospital. Unos minutos antes de que el vehículo aparcara frente al número 105 de Newland Park, Philip Larkin se había desplomado sin conocimiento en el baño. Entre varias personas habían conseguido rescatarlo de la habitación cuyo cuerpo inerte bloqueaba. Quizá, como había anticipado en “Ambulancias”, alguien que pasaba casualmente por la calle, alcanzara a ver “el rostro pálido y demudado asomando / un instante sobre la manta roja de la camilla” mientras lo trasladaban hasta el coche. Quién sabe si aquel paseante ignoto emitió un leve suspiro, no tanto por el enfermo cuanto por sí mismo, al ser testigo de cómo en esa “corriente insonorizada” se llevaban “una pérdida que de pronto se cerraba / sobre algo próximo al final”. En el interior del edificio, ajenos a los nervios y la urgencia, se quedaron los objetos custodiando el silencio: el flexo apagado sobre el sillón vacío; las pantuflas de piel arrugadas en el piso de arriba, junto a la cama, y las gafas en la cocina, al lado de la figura de porcelana de un sapo gris dormido. Allí estaba, abierta sobre su funda negra, la robusta Olivetti que era ya, más que otra cosa la historia de un silencio que había comenzado a fraguarse hacía casi ya diez años.
Llevaba muchos meses dándole vueltas y llenando borradores. Pero sólo en el dolor por la muerte de Eva, su madre, pudo encontrar las palabras necesarias para concluir “Aubade”, quizá el más lúgubre de todos los poemas que compuso. Corría el otoño del año 1977 y con aquellos últimos versos Larkin estaba a punto de poner punto final a algo más que sólo un poema: todo un edificio poético estaba a punto de derrumbarse. Entre Eva y él se había creado un vínculo tan tortuoso −hecho de esa viscosa mezcla de dependencia y desprecio con la que madres e hijos a veces aderezan sus relaciones−, que romperlo iba a ser casi tanto como deshacer el nudo de la propia existencia. Los siguientes ocho años fueron una obscena prórroga vital y creativa en la que apenas pudo alumbrar un puñado de versos de calidad incierta, casi todos realizados por encargo. “Aubade” presenta una escena que es quizá la mejor descripción del tipo de angustia en la que el poeta quedó instalado durante aquel tiempo de silencio. Alguien, solo, despierta en mitad de la madrugada a la conciencia de su propia desaparición. Descubre, agazapada entre las sombras que el amanecer comienza a disipar, esa negra presencia “que en realidad siempre estuvo allí” y que al ser sorprendida convierte en inútil todo pensamiento que no sirva para dilucidar “cómo / y dónde y cuándo moriré”. Nada conseguirá ya distraer la congoja. Ni la religión, ni la valentía, ni ninguno de los infinitos trucos que estamos acostumbrados a emplear. “La mente se vaciará ante el resplandor” y el lugar de las viejas certidumbres y las cómodas creencias lo ocupará “una forma particular de estar asustado”, que no es tanto el miedo a la crueldad del estertor, como el terror“a la segura extinción hacia la que viajamos / y en la que nos perderemos para siempre”. Ante semejante visión, la poesía no podía más que darse en retirada y declarar su incapacidad para gestionar el miedo.
En una carta dirigida a Monica en 1967 en la que reflexiona sobre la relación de dependencia con su madre, Larkin afirma: “Creo que recuperaré la libertad a los sesenta y tres, tres años antes de que empiece el cáncer”. Sus cálculos premonitorios no fueron del todo un error. Sesenta y tres era la exacta edad que tenía cuando el tumor de esófago que se le detectó siete años después de la muerte de su madre acabó con él. De la misma manera que, como nos recuerda en Annus Mirabilis, era ya un adulto cuando la falsa frescura de los sesenta hizo posible empezar a vivir sin culpa las pulsiones sexuales, era ya un viejo cuando se convirtió por fin en padre de sí mismo. Todo parecía llegarle siempre demasiado tarde. Por eso, aquello a lo que irónicamente se refiere como su libertad reconquistada no podía ser otra cosa que el erial inmenso de la espera. Había ingresado en esa “insidiosa infancia invertida” de la que trazó un escalofriante mapa en su poema Los viejos idiotas. Intenta en él descubrir cómo es posible que los ancianos no sepan ver lo que se esconde tras los evidentes síntomas de su decadencia física. “¿Creen por alguna razón que, / es más adulto quedarse con la boca abierta y babear / y seguir meándote encima y no poder recordar / quién llamó esta mañana? O que, con tan sólo decidirlo, / podrían restaurar el tiempo en el que se pasaban la noche bailando / o en que se casaron (…) / Si no es así (y no puede serlo), resulta raro: / ¿Por qué no están gritando?” Quizá, se responde el poeta, este misterio se resuelva con un mero truco de la perspectiva. Precisamente porque sus mentes viajan hacia atrás, volviendo hacia los lugares y los tiempos en los que todo aún era posible, quizá no sea para ellos ya visible lo que para quienes caminamos a su encuentro es una certidumbre dolorosa.
Esa podría ser también la razón por la que el propio Larkin tampoco se dejó arrastrar del todo por la locura en aquellos últimos días del otoño de 1985 que eran la antesala de su muerte. Tal vez su cabeza estaba poblada por una abigarrada congregación de rostros que habían regresado de diversos estratos del pasado para distraer su pavor con detalles que sólo a la memoria concernían. Tal vez era también allí donde él vivía: “no aquí ni ahora, sino donde todo sucedió una vez”. Debilitado hasta el extremo, con una letra casi ilegible y alargada, Larkin dejó el 28 de noviembre el último rastro manuscrito del que ha quedado constancia: un cheque bancario a nombre de su amiga Virginia Pearce, la persona que se encargó de sus compras y recados mientras estuvo enfermo. Escrupuloso hasta el final con sus obligaciones y deudas, Larkin recurre aquí al repertorio de gestos del que había hecho inventario en su poesía. Parece como si, firmando ese último cheque, quisiera hacerse un guiño a sí mismo y confirmar que aquel pálpito compositivo al que había dado forma en “Dinero” era correcto: “Sin duda el dinero está relacionado con la vida / —En realidad tienen mucho en común, si lo piensas: / No puedes dejar tu juventud para cuando te jubiles, / y por mucho que guardes tu salario en el banco, el dinero que ahorras / al final no te dará para más que un afeitado”. Cuando por fin cree haberse ganado el disfrute que la riqueza una vez le prometió, comprometiendo su vida en todas esas onerosas aventuras para conseguirla, resulta que el tiempo se ha consumido y se encuentra firmándole un pagaré a la nada. El dinero se ha cobrado la vida a cambio de unas monedas con las que sólo podremos costearnos el yermo de los últimos días: las prótesis mortecinas, el celador hosco y la química del olvido. Escuchar ese sucio relato que cuenta el dinero, “es como mirar / desde amplios ventanales a una ciudad de provincias, / los arrabales, el canal, las iglesias engalanadas y locas / al sol de la tarde. Es inmensamente triste”. La vida es una contabilidad trucada, su libro de cuentas arroja unos escandalosos resultados.
Una semana antes de escribir ese último cheque, de dejar esa última huella escrita, redacta su última carta: otro ademán en el país de las postrimerías. No tenía ya fuerzas para hacerlo él mismo. Hubo de dictársela a su secretaria y así le da comienzo, con una disculpa por esa pequeña traición a la costumbre. Tampoco, a diferencia del cheque, irá firmada. Como si el ser fuera ya incapaz de soportar el peso del nombre que en poco tiempo será la única verdad que lo contenga; como si ya se le hubiera entregado al amigo la responsabilidad de pronunciarlo y conjurar con él una ausencia. El destinatario, como no podía ser de otra manera, era Kingsley Amis, su irrenunciable camarada. De la fidelidad que se profesaron se hace homenaje en la abundante correspondencia que mantuvieron desde que se hicieron amigos a principios de los años cuarenta hasta este 21 de noviembre en el que se intercambiaron, por persona interpuesta, sus últimas palabras. La misiva no contiene grandes aspavientos ni posee la grandilocuencia de lo que se sabe definitivo. Es apenas un catálogo de pequeñeces y chismorreos: el apresurado vistazo a la dieta de un enfermo, “subsisto a base de Complan (lo que le dan a las viejas en las residencias)” y, sobre todo, un vago relato de las cada vez más amenazantes visitas al hospital, esa anticatedral de la que en “El edificio” aseguraba que, aunque nada puede para impedir “la llegada de la noche (…) / se llena cada tarde de multitudes que lo intentan / con flores propiciatorias, débiles y cansadas”.
Muy poco antes de la una y media de la madrugada del primer lunes de diciembre de 1985, muere. Algo nos hace sospechar que el archivo de las últimas palabras está repleto de falacias. La muerte no parece ser ocasión para la agudeza, el ingenio o la sagacidad. Mucho menos el tipo de agonía sedada que impone la medicina moderna, ni la extrema consunción que produce el cáncer. Suelen ser los biógrafos los que llenan con su imaginación fúnebre el completo vacío de los últimos instantes, inventando un envoltorio para lo que no tiene forma. Si hemos de creer al de Larkin, el también poeta Andrew Motion, su último gesto consistió en apretar la mano de la enfermera que lo velaba. Se giró hacia ella y mientras la miraba dijo: “me voy hacia lo inevitable”. Al día siguiente el Morning Star, el diario de la izquierda británica, llevaba a su portada el siguiente titular: “Muere en un hospital privado uno de los poetas de mayor éxito”. Unos días después, su secretaria Betty Mackereth destruía los más de treinta volúmenes que componían los diarios del poeta: esta posteridad al menos no contendría la traición habitual. En el testamento que el poeta había dejado escrito meses atrás se nombraban dos únicos legatarios, su infatigable compañera Monica Jones y la Real Sociedad para la prevención de la crueldad contra los animales. A las pocas semanas se celebró el funeral en Westminster. Las autoridades eclesiásticas habían dado permiso para que las rígidas tradiciones que regían la abadía quedaran en suspenso y pudieran sonar dos canciones: “Davenport Blues” de Bix Biederbecke, y “Blue Horizon” de Sidney Bechet. Al final de tanta tristeza y de tanta anticipación de la tristeza, por fin cayó sobre el silencio un enorme sí, “como dicen que el amor debe”.
Quisiera agradecer a los profesores James Booth y Graham Chesters su inmensa amabilidad al permitirme acceder al archivo fotográfico de la Philip Larkin Society, al que pertenecen todas las imágenes reproducidas. Quisiera dar las gracias también al fotógrafo Dennis Low por su ayuda y al Dr. Colin Vize por el entusiasmo que me transmitió al grito de “Viva Larkinism!”.
Íñigo F. Lomana
Íñigo F. Lomana (Madrid, 1975) ha trabajado como investigador y profesor en el Departamento de Literatura Inglesa de la UCM.