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Sebastián, ¡amor mío!

Hace un par de años, a mitad del mes de junio, fui a pasar unos días a casa de unos amigos que vivían en un pueblecito minúsculo de La Mancha. En cuanto me levanté la primera mañana me fui a visitar el monumento que ha hecho famoso al pueblo: la plaza de toros cuadrada más antigua del mundo.

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Pensé que quizá tardaría en encontrarla, pero cogí el camino bueno y estaba a pocos pasos, como cuando llegas a una ciudad de noche y al día siguiente te das cuenta de que la catedral está a la vuelta de la esquina del hotel donde has dormido, y es una gran sorpresa.

Estaba abierta y no había nadie. ¿La plaza de toros cuadrada más antigua del mundo, toda para mí? Me consideré más afortunada que si estuviera en San Marcos rodeada de hordas de turistas. La plaza era preciosa, irregularmente cuadrada, y parecía proyectada para mañanas tan resplandecientes como aquélla. Los burladeros y el resto de las carpinterías estaban pintados de un rojo sangre muy vivo, al otro lado de los muros aparecían las copas de los árboles, el cielo era azulísimo, el sol caía pero no cegaba y lo que estaba en sombra tenía unos volúmenes que conmovían. Qué alegre era todo. Entré en la arena dando un paso gracioso, para hacer juego, y luego subí y bajé las escalerillas de las gradas e hice algunas fotos. 

De repente vi que había un perro, era un setter muy flaco. El perro me miró y se metió por uno de los burladeros. Luego salió por otro. Me di cuenta de que me estaba esperando; me quería enseñar la plaza. Me acerqué a él y recorrimos juntos el callejón, y luego me dio una vuelta por el albero. Si yo me paraba, él me esperaba un poco impaciente.

Cuando volví a casa, le comenté a María la curiosidad de que un perro me hubiera enseñado la plaza. “¿Era un setter?”, adivinó. “Sí”. “Es Sebastián, lo abandonaron unos de Madrid, lo hacen mucho. Deberías llevártelo”, y me explicó lo buen perro que era y cómo deambulaba por ahí medio colgado y lo contenta que estaría yo si tuviera un perro (ellos tenían cuatro), pero yo no quería tener que cuidar de nadie.

Más tarde salimos juntas a llenar unas botellas de agua potable en la fuente y a la vuelta nos paramos en casa de una vecina. María le contó lo de Sebastián, y la señora se rió un poco ofendida con él, porque todos los demás perros del pueblo se comían encantados los mendrugos de pan que les daba y ése se permitía rechazar hasta la carne, a pesar de estar en los huesos, y nos enseñó un plato con un revoltijo de nervios de filete irisados. “Tiene el morro muy fino.” Sentí hostilidad hacia la señora.

Por la noche salimos María, César y yo a tomar una cerveza en el chiringuito, que estaba debajo de unos árboles muy frondosos y era muy agradable y además el único, así que estaba lleno de un montón de gente que no se había dejado ver en todo el día. Yo ya sentía un gusanillo agradable antes de salir, me preguntaba si vería a Sebastián, que a lo mejor me querría enseñar algún rincón del pueblo realzado por la luz de la luna. Al principio no estaba, pero ya he aprendido a no depositar mi disfrute en cosas que están a más de diez centímetros de mi mano, así que pedimos cervezas y coquinas que acababan de traer desde Granada a ese pueblo en medio de La Mancha y hablamos animadamente. Entonces apareció Sebastián. Yo me senté más erguida y me puse a reírme más alto. Él echó un vistazo y se tendió entre nuestra mesa y otra. Sentí nervios y orgullo, una rara confirmación de algo. La gente lo conocía ya, y alguno le acariciaba la cabeza o le ofrecía alguna patata, y yo, sin pasarme, también lo miraba de vez en cuando. Aunque era un perro, me chocó que no me hiciera mucho caso después de su hospitalidad de por la mañana. Estaba como una esfinge, algo ausente en mitad del bullicio, pero que hubiera venido a reunirse con el resto del pueblo quería decir que no había perdido del todo el deseo de relacionarse. Era el centro de España, era el principio del verano, era la propulsión. Más birra. Para mí la noche se encendió un poco más, se me ocurrió que como en casa teníamos cuatro perros a lo mejor a Sebastián podría apetecerle apuntarse luego. En fin, me balanceé en un estado muy plácido, la cercanía de aquel perro me hacía tener más ganas de hablar con mis amigos y estar más contenta de beber a la sombra farolina de esos árboles. Quizá me balanceé demasiado, porque Sebastián acabó yéndose antes que nosotros, y yo me quedé con el regusto sorprendente de no haber sabido aprovechar una oportunidad. ¿Pero de qué?

 

No dormí en toda la noche. Al principio me lo impidió una sensación sin forma e invasiva, una especie de medusa de excitación en la que fluctuaban, destacándose en breves momentos alternos, los colores de la madera de la plaza, los árboles al son de la brisa, Sebastián detenido a la espera de que me uniera a su exploración, la vecina blandiendo el plato ominoso, María convenciéndome de las alegrías de tener un perrillo, los del bar anunciando las incongruentes coquinas, y las imágenes se iban transformando unas en otras a un ritmo cada vez más veloz. A cada vuelta que daba en la cama el baile recomenzaba, pero un poco más ajustado; las imágenes se iban acomodando temporalmente, de ser recuerdos recientes se proyectaban en formas futuras como planes cada vez más definidos. Poco a poco esa materia rara se fue reordenando linealmente, cada vez más rica, más detallada, más fructífera. Pensaba en cómo podría meter a un perro tan grande en una casa donde había un gato. Aunque mi cuarto era enano, Sebastián dormiría conmigo, por supuesto, y así por la noche no se pelearían, pero ¿cómo solucionaríamos el resto del día? En todo caso, lo llevaría a pasear al Retiro y por el Paseo del Prado. Los fines de semana tendríamos más tiempo y podríamos llegar hasta el río. Ojalá nos encontrásemos a algún amigo o conocido, con el que nos detendríamos a hablar y que nos despediría con un “Os veo muy bien”. A partir de entonces sólo iría a sitios donde admitiesen a perros, ¿por qué querría yo ir a un sitio donde no pudiese estar Sebastián? Mi carácter se endulzaría, tendría un plan.

Para cuando el sol empezó a entrar por la ventana, acompañado del concierto barroco de los pájaros del patio, aquel amasijo de sensaciones había alcanzado la forma cristalina de un propósito. Estaba exultante y dispuesta. O sea, me había enamorado de Sebastián, y me daba igual que fuera un perro.

Salté de la cama de un brinco para aprovechar la primera hora de la mañana, que aún era fresca, en dar un paseo por el campo con María. Me había dicho que Sebastián solía darse también una vuelta por los alrededores del pueblo nada más salir el sol. Salimos juntas al campo que no había cambiado en siglos, iluminado por el sol recién inventado. Íbamos hablando de todo un poco, aunque a mí sólo era un tema el que me interesaba. Al poco nos paramos con una pareja de vecinos, tan mayores como todos los demás, que venían en sentido contrario. Después de que cruzásemos con ellos un pack de expresiones tan seculares como aquel paisaje, María, ¡mi atenta celestina!, les preguntó: “¿Habéis visto a Sebastián?”. “Esta mañana muy temprano lo ha parado la Guardia Civil. Le han estado mirando la placa a ver si localizan a sus dueños. Cuando lo han soltado se ha subido al monte, a cazar liebres.”

Casi me quedo sin respiración. Sebastián me tenía tan arrebatada como si fuera un tío. ¿Cómo era posible que aquellas personas se refiriesen a él como si nada, a ese auténtico Childe Harold solitario, que aguantaba estoicamente el tosco trato de la sociedad burguesa, esperando que los agentes lo soltasen para ir a aplacar su desengaño lejos de los hombres, en contacto con la naturaleza, único ambiente en que podía sentirse completo, entregado a una actividad tan primigenia como la caza? Volví a casa casi temblando por la tensión de la decisión que ya había tomado. Me llevaría a Sebastián conmigo.

Pero quizá le habían herido demasiado, y Sebastián no volvió a aparecer.

Tengo una foto que le saqué en la plaza de toros, antes de saber lo que iba a significar para mí. Es ésta:

Bárbara Mingo Costales

Bárbara Mingo (Santander, 1978) ha publicado los libros de poesía De ansia de goznes mi alma está llena y Al acecho, trabaja como redactora en El Estado Mental y escribe crítica de ópera para La Playa de Madrid.