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Aires de Yecla

La alborada de este día de invierno tiene el aspecto perezoso e insustancial de todas las madrugadas de Yecla. Este pueblo de 34.000 habitantes empieza a despertar a las seis y media, cuando las primeras ventanas se encienden en la oscuridad.

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En casa de Paco, frente al colegio San Francisco, él es el único que se ha levantado. Conserva su trabajo en un taller de molduras de madera porque los obreros se bajaron el sueldo voluntariamente.

—O bajada de sueldo o bajada de persiana —le dijo el jefe, amigo suyo.

—¿Y él, se lo bajó? —pregunto.

—Es muy buena persona.

La solución de la bajada de persiana fue la de la fábrica de tapizados donde trabajaba la mujer de Paco. Ahora ella está en paro, dormida. Llevará a sus dos hijos al colegio que hay frente a la casa dos horas después y entonces verá el charco de sangre enorme a las puertas de la escuela, rodeado por los agentes de la policía científica. 

Paco tiene la costumbre de tomar el café antes de lavarse la cara, dice que así le hace más efecto. Lleva madrugando para currar más de veinte años. Madrugó el día que conoció a Rosa. Madrugó cuando ella, galanteándole a la manera de los pueblos, a base de largas, le hizo creer que la cosa no valía la pena. También madrugó el día que logró llevársela al huerto. Madruga todos los santos días, madruga los domingos porque va a misa y confiesa que, aunque se moría de ganas de ver sin ropa a la que sería su esposa, le costó no quedarse dormido en la noche de bodas.

—El vino... Fue una boda intensa.

Paco es gracioso: dice que le gusta dormir más que el vino y más que su mujer. Dormir y vivir bien, eso es lo que le gusta a Paco, que trabaja jornadas de hasta 10 horas al día torneando tacos de madera, uno tras otro, año tras año, aunque la producción ha bajado un 80%. Lo cierto es que así, torneando él y cosiendo tapicerías ella, vivieron muy bien hasta que cerró la fábrica de Rosa y Paco tuvo que bajarse el sueldo. Tenía 15 compañeros en 2007. Ahora tiene dos, y el jefe tornea como el que más.

—Yo creo que se acabó lo de vivir bien para los currantes.

—¿Qué es vivir bien?

—Hombre, la casa del campo, el coche bueno, salir a cenar todos los sábados por el pueblo, llevar a los críos a Terra Mítica.

—¿No acabará la crisis?

—La crisis era vivir así de bien. Lo de ahora es lo que hay.

Después de tomarse el café, nuestro hombre se asoma a la ventana. El perfil de Yecla trepa por el cerro coronado de brumas a uno o dos grados bajo cero. Debajo de la ventana, en el aparcamiento del colegio de sus hijos, ve una cosa oscura que brilla a la luz de las farolas, pero no le presta más atención. La mancha quedará en su memoria como algo pegajoso e inusual, recordará después, pero ahora hay que currar. Sale de casa, monta en el Golf abollado que comparte con su mujer desde que tuvieron que devolver al banco el Audi A3 y se pone en marcha.

Al volver a casa para comer, Rosa le contará que la mancha era un charco de sangre. Añadirá los rumores que ha oído de las vecinas, y es que la mancha dará pie a muchas conjeturas durante los tres próximos días. Esto es así porque en Yecla, pueblo apartado en la región del Altiplano, al norte de Murcia, la gente tiene muy cercano el caso de Juan Pérez, un albañil en paro que mató a sus hijos y a su mujer y luego se suicidó.

Yo estaré con ellos tres días. Algunos preguntarán por qué.

 

BERTOLT BRECHT Y UN JUMBO

En los tiempos en que Yecla emulaba a la brechtiana Mahagonny, Isidoro Romero tuvo una gran idea: si los polígonos industriales se reproducían por toda España como burbujas en el champán, ¿por qué no hacerlos prefabricados? Romero se puso a ello y los camiones de Pronave viajaron por toda la península como heraldos de la prosperidad, cargados de placas de hormigón con las que se montaban naves industriales rápidamente, como si fueran juguetes de Lego.

Isidoro, cuentan por aquí, representaba el tópico del hijo de pobres que encuentra el cofre enterrado. Muñoz Molina escribe en Todo lo que era sólido que el dinero tiene la facultad de darse la razón a sí mismo. El dinero llega. El dinero se multiplica. El dinero te dice que habrá más dinero. Isidoro creyó ser un lince: olió el declive del sector y vendió su fábrica por 60 millones de euros. El fabricante local que la compró se lo llevó frío, la crisis estaba a punto de empezar.

En el lado opuesto, el de la sensatez, está el caso de Bernardo Gil, que tuvo una de las fábricas más grandes y ahora tiene un concurso de acreedores. Su maquinaria reluciente, promesa de crecimiento que obedecía a la demanda, se ha convertido en otra merienda de bancos. Bernardo no se queja ni aunque se lo pongas a huevo. Recuerda a Vicente del Bosque o a Super Mario, es redondo, hasta tiene un bigote redondo.

—No te voy a negar que es duro e irritante. Aquí te cruzas con la gente que antes te adulaba, como el director del banco que te daba los créditos, y no sabes qué cara poner. Antes todos amigos y ahora no sabes qué pensar. Pero ellos tampoco tienen otra opción. Si ponemos ilusión y empeño, si las autoridades apoyan la producción española y nos dan un poco de margen, volveremos a ser el pueblo rico que éramos.

Está al borde de la ruina en lo económico pero mantiene el ánimo. Trata de llevar adelante su vida lo mejor posible. Se considera yeclano hasta la médula. ¿Qué significa esto? ¿De qué están hechos? Primero estuvieron hechos de puro campo, luego de madera y después… más de uno de ladrillo. Les gusta volver al campo a hacer gachasmigas, un contundente plato de harina, aceite y ajo, o preparar gazpachos manchegos, comida espesa de cazadores con conejo, caracoles y tortas que nada tiene que ver con el andaluz. Son dos recetas que representan muy bien el carácter del pueblo: se degustan en grupos numerosos y todos mojan del mismo perol.

—Un poco cerrados sí que somos. Por eso dicen que Yecla es el extranjero.

Porque están lejos de todas partes los yeclanos son gente de frontera. Al norte de Murcia y lejos de la huerta de la vega, las carreteras se internan en la planicie manchega y se pierde el sentido de la perspectiva. Ellos decidieron que nadie les sacaría las castañas del fuego. El pueblo había alcanzado el nuevo milenio con más de 500 empresas dedicadas al mueble entre fábricas y talleres, con muy poco apoyo de la comunidad autónoma. Aunque el auge propició la caída, Bernardo se entusiasma hablado de esa época:

—Siempre hemos sido muy trabajadores y nuestra identidad era ésa, somos trabajadores. Había un empresario que hacía sofás, y un par de trabajadores de su fábrica le propusieron abrir ellos su propio taller para hacerle piezas. El jefe les daba la mano y luego les compraba esas piezas para su fábrica. Así es como se hizo riqueza. El problema, visto con el tiempo, es que ha habido demasiados talleres pequeños y poca industria. La industria es más resistente que el taller pequeñico.

Se pregunta si un pueblo industrioso tiene sentido en España, país que está vendiéndose a Europa como el hogar del pensionista y el dominguero. El desafío ha salido mal en otros pueblos industriales de estos contornos, como Archena. Mientras otros caían, Yecla seguía creciendo. Al arranque del siglo XXI había un dicho: a Villena, a 20 km por carretera, la iban a conquistar los extraterrestres. Las naves estaban llegando hasta su término municipal.

Ahora el panorama ha cambiado y muchas de esas fábricas aparatosas están vacías, desangeladas. Pocos sobreviven al inicio de 2014, y los más afortunados no se dedican al mueble. Varias empresas potentes de calzado con proyección internacional se reparten el pastel con Nazario Ibáñez, rico oficial del pueblo tras la caída de Isidoro Romero y otros colosos de circunstancia. Nazario fabrica los cascos con las siglas NZI que usted habrá visto en la cabeza de muchos motoristas.

A los grandes empresarios yeclanos se les tiene cierta reverencia y ellos tratan de hacer gestos ampulosos para mantener el estatus de benefactores. Por este motivo, Ibáñez participó en una empresa que acabó convertida en una caricatura de las aspiraciones de un pueblo que se creyó ciudad. Siempre sonaron dos reivindicaciones en Yecla: la necesidad de una autopista y de un hotel lujoso. Ibáñez se aplicó en solventar la segunda justo antes de estallar la burbuja inmobiliaria, que condenó al mueble y a Yecla a la desolación.

Hacienda Umbría del Factor iba a ser un hotel de categoría para albergar a los empresarios que asistían a las ferias y que dejaban en el pueblo millones de euros anuales. Se esperaba que llegasen rusos aficionados a los muebles con incrustaciones de oro y árabes no menos amigos de la filigrana. Para el hotel se aprovechó una casa solariega que llevaba años abandonada a las afueras. El abandono se convirtió en una instalación con spa y campos de golf con vistas al paisaje de cartón reseco del Altiplano.

Hoy, el que sería el hotel de los negocios tiene otra función: es un asilo de ancianos.

 

LA MÁQUINA DEL VIENTO

El complejo donde Isidoro Romero tuvo Pronave espera a la herrumbre en la carretera de Villena, línea de naves hoscas con el cartel de “Traspaso”, “Venta” y “Alquiler”. La única que se construye actualmente es el crematorio de ampliación del tanatorio local.

Cuando Isidoro vendió la suya pensó que había cogido vuelo. Fiel al dictado del dinero, se compró un Boeing 747 Jumbo y un McDonell Douglas 87 para montar una compañía aérea de cargos. Con los primeros estragos de la crisis le veían desembarcar de una limusina en los aeropuertos de levante acompañado de secretarias neumáticas. Dicen que pedía caviar para todos.

La Guardia Civil subastó el Jumbo por 2,1 millones de euros en 2013, y así fue como despegó el sueño de riqueza de Isidoro del aeropuerto de Manises. Lo que el viento se llevó: un imperio brotado en la tierra del Altiplano, azotado por el vendaval desde que Dios lo puso allí.

A mediodía me reúno con Paco y Rosa, que han comido intercambiando impresiones sobre la mancha de sangre.

—Ella tiene miedo porque ha oído que han matado a alguien, pero yo no me lo creo.

Cuando vuelve al coche para ir a trabajar le pregunto dónde está Isidoro Romero.

—No sé.

Nadie sabe. Los rumores se dividen entre el halago y la calumnia: en busca y captura por Interpol, creando otras empresas en confines distantes. Los grandes ausentes: Isidoro y el dinero. Lo que queda es parálisis, pero tampoco es para echarse las manos a la cabeza. Los habitantes permanecen en este barbecho con la paciencia del pez abisal; esto pasa en todas partes y se intenta relativizar la situación. Paco baja la ventanilla del coche y me llama:

—¿Cómo te ha dado por hacer este reportaje?

—Me apetecía contar lo que pasa en un pueblo.

—No sé yo si es tan importante.

—¿Por qué?

—Porque pasa en todas partes. La gente dirá que esto es un pueblucho que no le importa a nadie.

—Si lo que pasa aquí se cuenta como si fuera importante, será importante.

Se marcha serio, no se lo cree. Yecla tiene una población activa de 14.000 personas y hay 5.000 parados. Éstas son las cifras oficiales. Al día siguiente me he citado con Antonio Quintanilla, director del periódico Siete Días Yecla. La primera vez que lo vi, este hombre sagaz me enseñó su posesión más preciada: el carné del colegio de periodistas. Se lo habían concedido porque lleva ejerciendo el periodismo local treinta años. Él sabe lo que omiten las cifras oficiales.

—Cinco mil parados —dice—, vale. Eso son 5.000 inscritos en el INEM. Ahora: ¿cuánta gente ha quedado con media jornada y cobra la mitad o menos de la mitad? ¿Cuántos autónomos no están en paro pero se acercan a la ruina? ¿Cuántos están trabajando en empresas que les deben varias nóminas? En la calle se intenta fingir normalidad, aunque las tiendas caras cierran y abren otras de baratijas. Y preguntas a los dependientes y te enseñan éste —dice mostrando el dedo que cualquiera podría suponer—. Yo lo sé porque busco publicidad y conozco a todo el mundo. Los comerciantes han perdido dos tercios de los ingresos y tampoco son parados, ¿entiendes? Si te pones a calcular, descubres que hasta 7 y 8.000 personas están por debajo de un nivel de subsistencia, aunque no estén en el paro. Yo, con lo poco que saco, tengo que imprimir y distribuir el Siete Días, pagar los gastos de casa y la oficina y llenar la nevera. Pero no estoy en el paro. Por eso creo que los datos del paro en España están desinflados, para comprobarlo hay que venir a los pueblos.

Estamos en el bar Avenida un sábado a mediodía. Hace una década hubiera resultado difícil sentarse sin haber hecho reserva. Estaríamos en la barra, donde ahora puede verse a un camarero que abrillanta vasos ya abrillantados para matar el aburrimiento. Echando una mirada a su alrededor, Quintanilla lanza una predicción:

—Nosotros amueblamos la burbuja inmobiliaria. De las fábricas grandes quedan las tres o cuatro que exportan. Ahora ¿qué? El tejido empresarial de un pueblo no se reinventa en dos años, no da tiempo. Harán falta dos generaciones para que cristalice otra cosa. Nos hemos quedado descolgados.

 

AIRES DE YECLA

Unas mujeres conversan con voz queda, paradas en la puerta de un estanco. El charco de sangre, ¿crimen o accidente? Hace un día que apareció y la policía no se ha pronunciado, así que los rumores se propagan a toda velocidad. Hablo con gente que me asegura que han huido presos de una cárcel cercana. La imaginación se alimenta de imágenes escabrosas. La vista se aparta de los casos contrastados. Durante los primeros días de 2014 se suicidó un autónomo arruinado. La noticia no apareció en el periódico de Quintanilla ni la dieron por la radio local, tampoco irrumpió en las noticias del canal Teleyecla. Está fuera de las conversaciones. Desde que empezó la crisis se han complicado las estadísticas de suicidios.

—¿Conocían al hombre que se ha suicidado?

En un bar de barra grasienta típico de los pueblos de España hay cuatro jubilados. Meditan repartidos en un par de mesas. El que lee el Marca se llama Pepe. Tiene cara de buena persona y la voz le sale de detrás de la nariz.

—¿Quién se ha matado? —pregunta. Mira a los demás como buscando aprobación para hablar con el chaval que pregunta por un muerto. No encuentra gesto negativo y les digo lo que he oído: dónde vivía ese autónomo, a qué sector se dedicaba, cuánto tiempo llevaba sin trabajar. Tras una pausa, Pepe habla a regañadientes:

—Pues no sé, chico, eso son los aires de Yecla.

Se refiere al eufemismo que acuñaron para endulzar la tasa de suicidios. Entre 6 y 10 al año, una cifra que, dado el número de habitantes, se coloca entre los primeros puestos españoles. El pueblo rodea un montecito de pinos y casas pintorescas que llaman El Castillo. Bajo el imperio del clima continental, los vientos soplan con insistencia entre sus calles. Azorín escribió que el de Yecla es un viento maligno, recogió la leyenda que dice que lo soplan las brujas, aunque el yeclano contemporáneo es mucho más pragmático.

—¿Por qué se mata gente cuando sopla el viento? —pregunto a los jubilados.

—Chico, pues, ¿a ti no te sopla alguien una idea?

—Sí.

—El viento igual, les sopla ideas.

Los cuatro se ríen con estruendo. Ayer, cuando apareció el charco de sangre en la puerta del colegio San Francisco, habían transcurrido dos semanas de este suicidio.

—¿Y del charco de sangre se han enterado?

—No —dice Pepe, y desvía los ojos al Marca. 

Otro jubilado le increpa:

—¡Pepe, no te enteras! Encontraron una mano en un contenedor que hay al lado.

—Coño.

Pero eso es todo. Coño. Desde junio de 2013 hasta diciembre, 20 personas se suicidaron en el pueblo. La televisión del bar emite el magazín de la caridad y la humillación: Entre todos. Los jubilados se quedan mirando.

 

UN DANDI LOCAL

La calleja serpenteante que sube al Castillo tiene un reclinatorio para el rezo cada pocos metros: por ahí bajan a la patrona entre salvas de arcabuz durante las fiestas de diciembre. Las casas están excavadas en la montaña y de los cerros sobresalen sus chimeneas. Volutas de humo brotan y se deshacen flotando hacia abajo, hacia la zona moderna. Cae la tarde. Todo el pueblo está repleto de placas con textos de Azorín, que estudió aquí el bachiller y dejó anotaciones sobre calles y costumbres. Lo que veía él hace cien años.

Para volver atrás me reúno con Pedro Luis Chinchilla. Su bisabuelo puso una de las primeras fábricas, pero Pedro Luis le ha salido dandi. Él se toma las crisis con bastante filosofía:

—Por lo visto cierran varias plantas de Coca-Cola en España —dice—. Las cierran para que no se les escape el gas.

Como buen descendiente de los ricos, iba para poeta, periodista e historiador del arte. Confiesa que cuando era adolescente le veían hablando solo por el pueblo. Pero no hablaba solo, matiza, sino con Azorín, a quien se imaginaba caminando con él a paso lento, escuchando sus ideas. Sus padres hicieron lo que tenían que hacer con semejante hijo: lo llevaron al psiquiatra a Murcia y éste dio en el clavo con el diagnóstico:

—A tu hijo lo que le pasa es que es un esteta.

Con 14 años había viajado a Italia y sabía quién era Brunelleschi, y todo iba encaminado para que se convirtiera en un intelectual mundano, pero en su vida se cruzó un embarazo: a los 19 años tuvo un hijo y fue a lo seguro: a la fábrica familiar.

—Pasé de esteta a cargar camiones con una carretilla elevadora.

Pedro Luis tiene una melena rizada y estrambótica, perilla y gafas redondas, las gafas más limpias que he visto en mi vida. Es concienzudo y ha mantenido la empresa de tablones que le legó su padre, pese a que ha tenido que despedir a más de la mitad de sus trabajadores. Coincide con la tesis de Quintanilla: el mueble ha muerto. Pero es un tipo inquieto y en el ínterin se ha formado, ha recuperado los estudios y ahora prepara con su hijo, diseñador de moda, una start-up de ropa inspirada en el porno hardcore.

—Una idea cojonuda, ¿eh?

El heredero de los pioneros del mueble se aleja paulatinamente de la madera.

—Si los yeclanos no empiezan a tener ideas originales y a formarse, si se quedan esperando a que el mueble les devuelva los BMW y los Mercedes Benz, yo te digo que se van a dar una hostia monumental.

—¿Cómo podía haber tanto BMW?

—BMW y chalet. Joder, es la envidia lo que mueve estos sitios, lo que ha movido a toda España. Aquí se medía la riqueza con el coche que te veía conducir tu vecino.

Mientras hablamos, los periodistas de Espejo Público rondan por el pueblo. Realizan un reportaje escandaloso, alarmante, muy en la línea del programa, sobre economía sumergida. Han elegido Yecla como ejemplo del caos.

—¿Cómo es eso de la economía sumergida? —pregunto a Chinchilla.

—Un ejemplo: un tipo que conozco llevaba 25 años currando con su jefe. El currante era de los de cochazo y casa en la playa, y dirás que con 25 años ya podía tener un sueldo aceptable. Pues no, tenía un sueldo de peón y lo demás lo cobraba en negro.

—Joder.

—Jodido está este hombre, que ha tirado 25 años de cotización a la mierda. Yecla debía ser la séptima u octava región productora de muebles de España, pero aquí creían que era la primera. Todo es conseguir dinero fácil y pensar que uno es rico. Una empresa grande era Gran Fort, la tapicería. Dejó dinero a deber a sus trabajadores. Parecía boyante y estaban jodidos.

El dinero negro empaña cualquier intento de transparencia y emborrona las cifras. Es en pueblos como éste donde los flujos de dinero no declarado entorpecen cualquier estudio económico, más que en las financiaciones irregulares de los grandes partidos. Es la historia de la gran fortuna contra las miles de pequeñas fortunas.

Aquí circulan las anécdotas más estrafalarias. Los yeclanos iban a la fábrica sin compartir el coche. A media mañana y desde la carretera, el aspecto de una fábrica podía asemejarse a un concesionario. Los fines de semana, la carretera estaba vacía porque se cobraba en negro. Los coches estaban aparcados por detrás.

Relatan episodios estrepitosos como el día en que hubo una inspección de trabajo y la mitad de la plantilla de una fábrica grande salió corriendo por el campo para que no se destaparan sus condiciones. Muchos asalariados declaraban 1.000 euros y cobraban 1.600. Esto era habitual. Nadie exigía a sus jefes hacerlo de otra manera. Cuando hay dinero de sobra, el individuo puede pensar que es un trato fabuloso librarse de los impuestos. Pero hablo con una mujer que perdió su trabajo cosiendo tapizados con seis nóminas sin cobrar. Sus jefes le propusieron volver a trabajar después de un receso. Ahora cose en casa para esos mismos jefes. Espera recuperar sus nóminas perdidas y cobra 2,1 euros la hora sin declararlos a Hacienda. Como ella, muchos más.

Chinchilla pide otra cerveza para él y otra para mí. En la mesa de al lado, un par de chicas mantienen la siguiente conversación:

—Ayer desapareció una mujer y han visto una cuadrilla de rumanos con mala pinta que vienen de Sax. En Sax han matado a tres y han robado no sé cuántas casas.

—Ay, calla, que me ponen los pelos de punta.

Chinchilla no presta atención.

—¿Tú has oído algo de la mancha de sangre que ha aparecido enfrente del colegio San Francisco?

—No, yo me caracterizo por no enterarme de nada de lo que pasa en el pueblo.

Así de desapegado está el heredero de una familia pionera. Yecla siempre fue populosa: a finales del siglo XIX tenía 20.000 habitantes. En aquellos tiempos había que ir a cagar a una cuadra en mitad de la noche, con el frío soplando en el pescuezo. Era un pueblo de braceros. Esperaban la próxima estación de cosecha o iban para Zaragoza en condiciones miserables.

Cuando el bisabuelo de Pedro Luis abrió su fábrica de muebles, algunos agricultores ganaban un dinero extra haciendo toneles de madera. Descubrieron que podían hacer algunos duros más si aprendían a montar sillas. Pronto hubo una cooperativa de muebles y, al cierre de ésta, se diseminó un tejido de fábricas y talleres que daría al pueblo cinco décadas de prosperidad durante las cinco décadas de la burbuja inmobiliaria. Por aquel entonces, el tren llegaba hasta aquí. Hoy, en el edificio de la estación ferroviaria se ha instalado Cáritas Diocesana, dejando una fotografía sugestiva de la situación.

 

NOCTURNIDAD Y ALEVOSÍA

Algo que me llama la atención es cómo se han transformado en España los contenedores de basura durante los últimos años. Unos se han convertido en despensas clandestinas y otros en hogueras de protesta. En Yecla, sin embargo, nadie rebusca ni los incendia. El Súper, portavoz de Izquierda Unida, es la única persona entrevistada que teme por el estallido social. El resto niega la posibilidad con un gesto de las manos y alguna broma.

—¿Aquí? ¡Aquí lo que nos gusta es aparentar! —dice Paco.

A las manifestaciones contra el paro y los recortes celebradas a finales de 2013 en Yecla asistieron 300 personas de los 5.000 parados. Una participación así debería considerarse un fracaso rotundo en la expresión del sentimiento de abandono, pero conviene reincidir en el carácter cerrado de los lugareños y su necesidad casi patológica de aparentar que no están mal.

Recordemos a los parroquianos del bar donde Pepe hojeaba el Marca: miraban la pantalla de plasma en la que aparecía una cara obesa y llorosa en el plató de Entre todos, el espectáculo donde familias con hijos paralíticos y deudas, parejas al borde de un ataque de nervios y mujeres gordas y arruinadas acuden a los cantos de sirena de las rogativas patrocinadas por Televisión Española. A cambio de airear sus miserias reciben donaciones de los telespectadores que les sirven para comprar sillas de ruedas a motor o artilugios ortopédicos, pagar medicinas, facturas de la luz… la clase de cosas que parecen quedar fuera del renqueante Estado del Bienestar.

—¿Ha salido alguien de Yecla en ese programa?

—Qué va —murmuró Pepe.

Para descubrir si es grave la situación de carestía me reúno con José María, un hombre de fe católica y familia numerosa, que hace tres años decidió dedicar su tiempo libre a dirigir Cáritas. Entonces no sabía lo que le esperaba. Si los yeclanos que cayeron de la sartén de la clase media al fogón de las deudas no asisten a manifestaciones, tampoco confiesan su situación más que a los amigos íntimos que puedan echarles una mano. No es extraño que a José María le sorprendieran ciertas llamadas telefónicas cuando le tocó repartir alimentos y ropa de abrigo.

—Las familias están pasando penurias muy importantes —dice—. Las ayudas públicas están muy recortadas y a estas familias no les queda más remedio que pedir donde se les dé. En Yecla somos 35 voluntarios y a veces estamos desbordados. Hace tres años, cuando yo entré a dirigir Cáritas, el censo de familias a las que se atendía se componía de inmigrantes, básicamente. De Yecla había muy poquita gente, pero en estos últimos años la cosa se ha recrudecido de tal manera que, ahora mismo, mitad y mitad.

José María pertenece a esa rama de católicos que creen en el servicio a los demás y lo llevan a cabo con los actos, no con las palabras.

—Veo pedir ayuda para comer, ¡para comer!, a personas que habían prosperado como uno, gente que ahora necesita caridad para darle a sus niños un vaso de leche. Nosotros ofrecemos un servicio de ayuda material, pero también inmaterial. Por eso cuidamos la intimidad de estas familias. No los obligamos a ponerse a la cola.

Cae la noche y una furgoneta recorre el pueblo cuando las calles se quedan vacías. Aparca junto a un portal. Sale del vehículo una pareja de jovencitos con bolsas de plástico colgadas del brazo. Llaman a un timbre, alguien les abre, en el bloque se oye el ascensor. El resto de vecinos probablemente no sepa que una familia está recibiendo, en mitad de la noche, alimentos para pasar la semana. Y es que los voluntarios de Cáritas en Yecla han tenido que aprender a moverse como ladrones de bancos: con nocturnidad, discretamente y sin ser vistos.

 

 

EL FUTURO EN DOS PALABRAS

Van bien abrigados porque hace mucho frío, marchan camino de alguna parte. En los pueblos da la sensación de que la gente siempre se dirige a alguna parte. No se percibe el paseo como en las ciudades salvo en el Paseo, que para eso se llama así. Bajan esta avenida en cuesta y recalan en el parque con sus hijos pequeños, embutidos en ropa de abrigo que les confiere el aspecto de pequeños astronautas caídos del espacio. Se habla de la mancha de sangre con cierta fascinación y luego se habla de la Cúpula.

Yecla está coronada por una cúpula azul y blanca, la de la Basílica de la Purísima. Sirve de logotipo para el pueblo y confiere a lo que toca un aire de solemnidad. Así se llama la delegación yeclana de la multinacional Business Network International, que desembarcó hace un año. Cada semana, más de 6.300 grupos de BNI se reúnen en más de 51 países. La Cúpula, el grupo de Yecla, se define como una cadena de favores. Entra a formar parte un empresario de cada sector, previo pago de 600 euros de inscripción y 500 anuales, que van a parar a los puestos regionales, nacionales e internacionales y acaba a miles de kilómetros de distancia.

Esta forma de financiación levanta suspicacias de sistema piramidal y también resulta oscuro el funcionamiento: todos los socios tienen la obligación de asistir a desayunos semanales a las seis y media de la mañana. El premio: cada empresario consigue clientes que ofrece al resto de los empresarios. De ahí que sólo haya uno por rama, para evitar competencia.

En la mañana inaugural, Fina asistió como invitada. Fina es una mujer con estudios, que ha prestado su ayuda para este reportaje con mucha información. Se dedica a gestionar los ERE en Yecla, así que ha tenido mucho trabajo en los últimos años. Fina se acercó a la jornada inaugural por curiosidad y se llevó una sorpresa que no se le olvida: una cola de 300 vehículos desfilaba a las seis de la mañana en dirección a la finca de las Moratillas, de la ganadería de Nazario Ibáñez, lugar elegido para presentar la organización. Lo que pasó allí le pareció pintoresco, por decir algo. Los empresarios locales subían al escenario para hablar de sus servicios, se repartían tarjetas de visita a diestro y siniestro entre personas que ya se conocían, y flotaba en el aire resonante de aplausos la electricidad del entusiasmo.

—Ahí es donde yo notaba cómo necesita la gente agarrarse a algo. No sé si funcionará o no, pero me impresionó eso, el entusiasmo —dice Fina.

La Cúpula imparte enseñanzas de marketing y gestión empresarial a cambio del pago de las cuotas. Crea un microclima de contactos compartidos, tráfico de influencias y optimismo. Deja en el resto del pueblo un tufo entre la envidia y el recelo. Algunos describen la Cúpula como si fuera una secta. No es menos cierto que muchos quisieran entrar. L. A., que pasea a su hijo en un carrito, lo admite a cambio de omitir su nombre. También R. O. y J. S., otros dos padres que rondan por ahí.

Pero no es el único camino al futuro que los pilla con el pie cambiado.

El lenguaje popular adopta términos nuevos con fascinación. Cuando Fukushima estalló, todo peatón usaba expresiones como yodo radiactivo o fusión del núcleo; con los estragos financieros nos habituamos a hablar de prima de riesgo o deflación anual. Hace un año brotó en Yecla otro tecnicismo rimbombante. Como pasa con los rumores sobre el charco de sangre, esta palabra iría de boca en boca hasta que cada cual tuviera su opinión.

—Grafeno —pronuncia el cuidadoso José María.

—Grafeno —murmura el irónico Paco.

—Grafeno —deletrea el entusiasmado Bernardo.

—Grafeno —masculla el malhumorado Pepe.

—¿Grafeno? —ríe el dandi Chinchilla.

Todos han aprendido a decir grafeno porque dos jóvenes del pueblo han traído la promesa de una fábrica que dará trabajo a seiscientas personas. Seiscientos puestos que, en el esquema dominó de Quintanilla, podrían tener un efecto balsámico en toda la estructura.

El grafeno le valió el Premio Nobel a su descubridor en 2010. Es una sustancia de carbono que se va a cotizar en las próximas décadas por encima de su primo el diamante: sus aplicaciones en el mundo de la electrónica van de las pantallas de plasma flexibles a la micromedicina. El problema es que se produce en muy pequeñas cantidades.

Pues bien: dos yeclanos jóvenes, hijos de un empleado de la banca implicado en un caso de estafa, dicen haber descubierto un método para fabricarlo en masa y han creado una empresa, Graphenano, para poner en marcha el proyecto.

Martín Martínez Rovira es el presidente de la compañía y prometió que instalaría reactores en una de las naves vacías que dejó la ruina. Dice que lo hará así por amor a su pueblo, aunque asegura que recibió ofertas para llevar las instalaciones al extranjero. Durante el último año ha ofrecido, junto a su hermano, ruedas de prensa con el alcalde. Han hablado de grandiosos inversores y de lo que más toca la fibra sensible: de puestos de trabajo.

Los yeclanos esperan que ocurra algo, escépticos o entusiasmados. Hay quien piensa que es imposible que dos hijos de vecino hayan hecho un descubrimiento en la línea del Nobel. Otros achacan a la genética de los hermanos una razón para sospechar. Desesperado por la situación, un lector de elperiódicodeyecla.com se expresaba en estos términos en los comentarios a la enésima noticia sobre Graphenano:

—Se han utilizado los medios para generar informaciones torticeras, para crear expectativas vanas, para difundir ilusiones con no sé qué objetivo. ¿Dónde está aquel proyecto megalítico, dónde están aquellos contratos importantísimos que aseguraban tener, dónde está la nave que, al no ser factible en Yecla, proyectaban construir con urgencia en otro lado? Lo siento mucho, pero como lector asiduo me sentiré defraudado si no hay una explicación contundente sobre lo que realmente ha sucedido.

Pero otros están dispuestos a creerlo pese a todas las suspicacias. La palabra trabajo se ha convertido en un maná, y el maná siempre lo traen mesías inesperados. Los directivos de Graphenano achacan la lentitud a la poca ayuda institucional y a problemas burocráticos. En la elección de la nave para instalar los reactores hay un simbolismo importante: quieren la que ocupó Gran Fort, la fábrica boyante cuyo hundimiento asocian los yeclanos al inicio de la calamidad. Antes de que esta revista vaya a imprenta, recibo una llamada con noticias de última hora: Hacienda embarga a la empresa Graphenano.

 

DESPEDIDA

Si, como dijo Paco, la crisis fue vivir exageradamente bien, este pueblo representa en 2014 la zona cero, el foso donde han de ponerse los cimientos de lo que vendrá. Creía que el misterio de la mancha de sangre quedaría sin resolver y entonces fui a despedirme de él. Me recibió amablemente y me presentó a sus hijos. Cuando me iba, salió un momento a la escalera.

—A ver, periodista, ¿te has enterado ya de lo que era el charco de sangre?

—No.

—¿No?

Se queda callado, sonríe desafiante. Si quieres darle misterio, adelante, pienso, pero tengo que estar en la estación de Villena en 40 minutos. Percibe la prisa y lo explica con fingida resignación:

—Unos tíos borrachos volvían en coche por la carretera y atropellaron un jabalí. Los muy brutos lo echaron al maletero y aquí delante, en la puerta del colegio, lo degollaron y se lo llevaron a casa. Ya ves tú: ni rumanos asesinos, ni una mano en un contenedor, ni nada de nada. Te vas a quedar sin reportaje.

En absoluto, pienso. Rumores primero, miedos después y un gran alivio para terminar, en torno al foso de la zona cero. Es mucho mejor así.

Juan Soto Ivars

Juan Soto Ivars (Águilas, Murcia, 1985) es escritor y periodista. Es autor de las novelas La conjetura de Perelman, Siberia y Ajedrez para un detective novato (Premio Ateneo Joven de Sevilla 2013). Vive en Barcelona. 

Jaime Díaz Morales (Yecla, 1991) es fotógrafo. Vive a caballo entre Yecla y Murcia, donde estudia traducción e interpretación de inglés y francés.