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La llegada a Cortsaví

Corazón de crustáceo
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La primera imagen que me venía a la cabeza cuando oía mencionar la Costa Brava era la de Frank Sinatra llorando de rodillas sobre una cama king-size. Sé por qué es; rodando una película en la Costa Brava fue cuando Ava Gardner se enrolló con Mario Cabré,  lo que provocó que Frank Sinatra se cogiese un avión desde los Estados Unidos dispuesto a desbaratar la subtrama. Leí en wikipedia que cuando Sinatra se enteró de la muerte de la que hacía ya años que no era su mujer, su hijo (con otra) entró en su habitación y se lo encontró llorando como ya he descrito. No es mi ídolo Sinatra, pero me emociona esa alquimia del desastre, esa capacidad, por involuntaria que fuera, de retejer años de alcohol y broncas en la imagen de un anciano hecho un trapo sobre una cama que es un paño de lágrimas de tamaño americano, a la que le sobra todo ya, y por eso asocio la Costa Brava con esa imagen, a la que inmediatamente se superpone el famoso pino marítimo de las postales de Nápoles.

Y por eso acepté con entusiasmo excesivo según mis hermanos quedarme con un viejo hostal de pueblo a cambio de renunciar a la cantidad de dinero en metálico que me correspondía pero que me habría obligado a asistir a muchos juicios y a quedarme estancada durante meses, cosas que no me apetecían nada. Mi ex marido me dijo que tenía que ponerme a trabajar y que es más, que si hubiera trabajado antes no me habría engañado y que acababa de heredar un hotel que estaba en Cortsaví, en la Costa Brava, y que había que arreglarlo pero que podía ser un buen negocio y que me lo cedía y que nunca olvidaría las noches en Brasil, pero a saber a qué se refería con eso, yo ya sí que lo había olvidado todo.

Lo primero que hay que decir es que Cortsaví no sólo no está en la Costa Brava sino que está al otro lado de los Pirineos y es un pueblo sin mar que los franceses llaman Corsavy. No me enteré de que el lugar real no tenía nada que ver con el prometido hasta que una voz interrumpió a la del navegador para decirme que France Telecom me daba la bienvenida a Francia. Era ya de noche y la carretera se había complicado, de modo que seguí conduciendo con el maletero lleno de gafas de bucear inútiles, alejándome del mar Mediterráneo y de las imágenes con que había anticipado la siguiente fase de mi vida.

Eran las once de la noche cuando entré en Corsavy. El pueblo estaba en un alto, y para llegar a la pensión recorrí un largo muro hecho de piedra, igual que la mayor parte de las casas, cerradas como para pasar un invierno, de las que no salía luz alguna. Aparqué en una pequeña plaza triangular con una fuente en el centro, procurando que el coche ocupase lo menos posible, como si esperase la llegada de una comitiva. No vi a nadie en todo el trayecto ni cuando me bajé del coche, lo que unido al color amoratado que tenía el cielo me generó una cierta aprensión. La pensión la reconocí al instante: tenía el nombre de La dame pied-à-terre, que me dio repelús, y un cartel de forja rechinaba sobre la puerta.

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Con la luz del teléfono busqué el timbre. Una chicharra afónica sonó en el interior de la casa. El montante se iluminó, dejando ver una sombra temblorosa que se fue haciendo más definida hasta que la puerta se abrió. Tuve que bajar la mirada para saludar a la anciana más baja que había visto en mi vida. Debido quizá a su estatura fabulosa, me pareció que sonreía con sonrisa de otro mundo, con un código que yo no conocía.

- Yo soy Libertad González-, y me invitó a entrar.

Estaba lleno de sacos de tierra, botes de pintura, martillos y toda clase de aperos de obra. Debajo de un plástico lechoso adiviné un mostrador. Subimos la escalera, crujiente como una patata frita, algo rancia. Seguí a Libertad por el pasillo, esquivando cubos y brochas. La tenue luz apenas me dejaba ver su moño ralo, la chaquetilla de punto multicolor. A los lados había puertas de madera oscura. Era un pasillo estrecho y triste; desde luego no lo que llamaríamos el sueño de un turista.

Acomodarme en mi cuarto antes de volver con Libertad, que se había empeñado en darme algo de cena, consistió en lanzar el equipaje sobre la cama, encomendándome a la diosa de las lechuzas para atinar en aquella penumbra. Mientras durasen las obras viviría allí, entre los muebles de madera pasados. Distinguí un par de cuadros vulgares. Todo olía a su aspecto cerrado y olvidado, y a tientas llegué hasta el balcón, descorrí el visillo y dejé abierto. Me escabullí antes de que la nada del exterior me transformase en un perchero.

Pero no me gusta quejarme: la amabilidad de mi anfitriona compensaba lo inhóspito del lugar. Libertad me esperaba en el destartalado comedor con un plato de quesos, y mientras yo empezaba a comer abrió el mueble bar, dejando ver la polvorienta Ciudad de Oz de las botellas a medio beber.

-Hay que darle salida a esto, porque mañana entran los obreros en el comedor y cuando lo encuentren se lo van a beber todo y no van a acabar la obra nunca.

Había que impedirlo. Con diligencia empresarial acometí mi primera misión como hostelera: hacer desaparecer las bebidas del campo visual de los obreros. ¿No son la innovación y la capacidad de abrir nuevos caminos los mayores valores del emprendedor? Pues saber delegar también lo es: al ver el entusiasmo con que Libertad abría la botella de chartreuse, me di cuenta de que en ningún sitio habría podido dar con una socia mejor que aquella frágil anciana. ¿Cuántos años tendría esa botella? Libertad la miraba como a una compañera de colegio. Mientras me explicaba el funcionamiento y la historia de la pensión, donde ella había trabajado durante toda su vida, iba rellenando las copas desparejadas. A mí me había cedido una copita de champán. Me cabía muy poco cada vez y seguramente no era lo idóneo para el pastoso licor, pero a cambio la densidad dejaba unas figuras muy curiosas en el vidrio, como siluetas borrosas en una cerámica clásica. Estiré las piernas mientras hacía girar la copa. ¿Era eso el bienestar? Me di cuenta de que me empezaba a desaparecer una desazón que desde hacía meses había confundido con el estómago, y se me ocurrió una idea, casi la oí: “ahora ingresas en la fase verdadera de tu vida”. Llevaba años esperándolo, pero nunca hubiera pensado que la entrada estaría en un pueblo del que horas antes no había oído hablar, emborrachándome junto a una señora que me doblaba la edad, a la luz de una bombilla que todo el rato amagaba con fundirse. Así pasaron las horas. Quien no haya probado el roquefort con chartreuse no sabe lo que es la amistad.  

***

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Me costó menos abrir los ojos que despegar la lengua del paladar. Estaba vestida, pero me inquietó más no reconocer la cama, aunque la perplejidad apenas duró un segundo. Después del respingo recorrí con la vista la habitación: los muebles oscuros seguían allí, pero no parecían tan anticuados gracias a la luz del día que entraba por el balcón; los dos grabados también me resultaron más alegres, mis maletas estaban tiradas de cualquier manera en el suelo y detrás de la puerta asomaba la cara inconfundiblemente eslava de un hombre que me miraba con gravedad.

-¡Señora, siento molestarla!

***

Capítulo 2: Revulsivo bajo el sol