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Zhuang Zi en el Recinto Ferial

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Hace más o menos dos mil años, Zhuang zi soñó que era una mariposa que revoloteaba por el éter y, cuando despertó, no sabía si era Zhuang zi que había soñado que era una mariposa, o una mariposa que soñaba que era Zhuang zi. ¿Cómo saberlo? ¿Dónde empieza esto y dónde empieza aquello? Hace más o menos una semana y más de dos mil años después de Zhuang zi, si tenías cinco euros en el bolsillo o conocías a la persona adecuada, podías entrar en el Rastrillo Nuevo Futuro, en la Casa de Campo de Madrid, y después de pasar un rato observando la filantropía de la gente de ringorrango podías salir a tomar el aire y a contemplar el cielo y, si tenías tres euros en el bolsillo o conocías a la persona adecuada (una persona distinta a la anterior persona adecuada), podías entrar en un pabellón contiguo y disolverte en la Feria Internacional de la Cerveza Artesana, donde todo era cerveza y espuma de cerveza, y pasado un tiempo era imposible saber si eras un visitante del Rastrillo Nuevo Futuro que soñaba con una feria de la cerveza artesana o en realidad eras un visitante de una feria de la cerveza artesana que despertaba después de soñar con el Rastrillo Nuevo Futuro. ¿Cómo saberlo? ¿Dónde empieza esto y dónde empieza aquello? ¿Qué es esto y qué es aquello?

El Rastrillo es la parte más visible y chocante –digámoslo así– del proyecto Nuevo Futuro y tiene un componente alucinatorio. Todas esas señoras de Puerta de Hierro que insisten, cuarenta años después, en vestirse como criadas de Arriba y Abajo (de acuerdo: criadas de Downton Abbey), ¿son personas de verdad o son una ensoñación? ¿Por qué lo hacen?, ¿por qué lo hacen todavía? Tal vez todo sea una pequeña trampa de los sentidos o un retorcimiento de la lógica para hacernos comprender, finalmente, que lo importante aquí es el dinero (lo importante siempre es el dinero, y las escuelas y los hogares y los comedores que se mantienen con ese dinero) y que las cofias y los delantales son lo accesorio. El caso es que hay delantales por todas partes. En el puesto de las Damas Árabes, las mujeres de los embajadores de Egipto, Jordania y Argelia también llevan delantal, y hacen o mandan hacer comida de su país y reparten besos y abrazos y cada cierto tiempo una señora mayor que con toda seguridad no es la esposa de ningún diplomático rasga el aire con un alarido ondulante –la palabra es zaghareet– y agudo. Más delantales. En la llamada Casa de Rembrandt hay un montón de holandesas vestidas como mujeres de la época de los Tercios de Flandes que venden quesos, velas que no gotean y pan de gambas de origen balinés.

Al  otro lado del pasillo, en un puesto de cachivaches, los matadores Ramis Rodríguez y Gabriel Picazo han subarrendado una especie de corner para promocionar un tratamiento de biocosmética del cual son los únicos representantes en España. En los carteles taurinos, Ramis, que es venezolano pero criado en Sanlúcar y de padre jordano, aparece como El Califa de Aragua.

Entre tiendas de antigüedades y bazares de ropa elegante, hay una mesa corrida con una ristra de escritores tristes de los que se espera que firmen unos cuantos libros (pero antes tendrían que venderlos y esto no llega a ocurrir). Uno de estos escritores aborda o incluso violenta a los viandantes con la pregunta «¿Te gusta leer?», igual que hacen los comerciales del Círculo de Lectores en los pasillos del Metro. Pero en realidad no es una pregunta sino que es una acusación, y si intentas quitártelo de encima o incluso razonar, te señala con el dedo y te pregunta:

–¿Qué pasa?, ¿no te gusta leer?

Hay un puesto de Frutas Vázquez Jr. –fundada en 1943– que es exactamente lo que parece, una frutería del Barrio de Salamanca: «En las mesas más distinguidas de España». Y en la cafetería Rodilla se puede merendar o beber una «copa ilustrada» por cinco euros, con el interés de que te atienden señoras –esas señoras de las que se hablaba arriba, disfrazadas de mujeres de abajo– que no se dedican a ello habitualmente y que, con estos pequeños ensayos de permeabilidad social, convierten la tarde noche en una ensoñación extraña.

En la Feria Internacional de la Cerveza Artesana nadie lleva delantal, ni siquiera el hombre que dirige los cursos de cata y que nos enseña, por ejemplo, qué es el IBU (International Bittering Units): la unidad que sirve para medir el índice de amargor de la cerveza. Si tiene menos de treinta ibus es una cerveza suave. Si tiene más de cincuenta, es una cerveza fuerte. Hay una cerveza que tiene mil ibus de amargor, pero podría tener un millón de ibus porque según nos explica el director o maestro de cata, la boca humana no capta más allá de cien ibus. Probamos seis cervezas y emitimos opiniones que no tienen ningún valor teórico y que tampoco valen nada en términos poéticos. Pero hemos venido aquí a aprender.

–No es muy vivaz, no desprende – dice el director de la cata.

Para no mezclar sabores, enjuagamos las copas y echamos el contenido en unos barreños que hay encima de la mesa. Mi compañero de la derecha, un niño terrible de cincuenta y cinco años que sale a fumar cada cinco minutos, usa esos barreños como escupidera y enseguida se gana mis simpatías. Remeda la oratoria pomposa de los expertos en vinos, y tal vez el estilo algo menos elevado, pero seudolírico, de nuestro maestro.

–Inteligente en el final –señala hacia mi libreta–: tú, apunta: Inteligente en el final.

Hay ciento cincuenta variedades de lúpulo. La suerte final de una cerveza depende del momento en que añadas el lúpulo. El director de cata dice: «cuando hago cerveza en casa». Admiración, adhesión, pertenencia. El club de los que saben apreciar una buena cerveza y de los que incluso saben hacer cerveza en casa. El maestro nos enseña un tarro con cogollos de lúpulo, que parecen posturitas de hachís. Hemos visto el lúpulo, hemos estado en el origen de todo. El maestro dice que en España «no tenemos cultura de la cerveza», pero es evidente que no se refiere a nosotros. Una cerveza está balanceada cuando los aromas y los sabores están bien integrados. En las cervezas industriales se usa maíz, arroz o mijo además de malta. ¿Es cierto que a veces se usa repollo? De repente, eso nos parece intolerable. ¿Cómo pueden usar algo que no sea malta? Acabada la cata, nos despedimos con la barbilla y nos dispersamos por el pabellón.

La Feria es una cancha grande de baloncesto con muchos puestos en los laterales, donde se vende cerveza no filtrada y sin pasteurizar, hecha con agua, levadura, lúpulo y malta (cebada germinada y tostada para hacer cerveza). Hay muchos jóvenes o semijóvenes con chaquetón o sudadera negra, pantalones vaqueros y zapatillas de skater. También hay gente con barba profunda, posibles moteros, y algún que otro mod (o ex mod, uno nunca sabe), y parejas con niños.

Se producen sinergias. Un hombre de mediana edad y alemán se presenta a los dueños de Zerep –una fábrica de gaseosas de San Andrés del Rabanedo, en León, que ahora también produce cerveza– como maestro cervecero y de Munich. Explica que tiene una tienda especializada en cervezas artesanas en el barrio de Santa Ana y los dueños de Zerep le miran con desconfianza –la palabra Munich no ha tenido el efecto deseado– pero le cogen la tarjeta de todos modos.

En realidad hay dos ferias, una para que la gente del sector se intercambie tarjetas de visita y otra para que el público, toda esas masa de verdaderos creyentes de la cerveza artesana, beba y diga unas cuantas veces la palabra lúpulo. Esto ha de quedar muy claro desde un principio. Aquí no se viene solo a beber cerveza sino también a usar palabras como fermentación, segunda fermentación en botella, malta o lúpulo. Lupulus, en el caso de Pete. Pete tiene más o menos mi edad (y yo tengo más o menos la edad del lector) y es de Leicester y ahora vive en España. Le pregunto si es profesor de inglés y se ríe, no consigo que me diga qué hace en España exactamente. Pero el caso es que le gusta la cerveza y dice que en Inglaterra, o al menos en Leicester, muchos pubs fabrican su propia cerveza. Ha venido con un grupo de compatriotas que se deslizan por el pabellón y prestigian, con su aura de bebedores extranjeros, aquellos puestos en los que se detienen.

Para que nadie beba en ayunas, hay un puesto de salchichas o butifarras y en los faldones de ese puesto hay una bandera española y una senyera. Hay pinchos de lechazo a cinco euros y hay un puesto de hamburguesas gigantes dentro de un remolque cromado que parece gritar «imagínese que está usted en América». En el centro del pabellón hay puestos de ropa, libros y otros artilugios que no acaban de venderse. Hay un concurso de bigotes originales, hay una cerveza hecha con agua de mar y hay un microcervecero de San Sebastián, Jabi Ortega, que vende sobre todo cerveza embotellada aunque defiende las cualidades de la lata: «Es un barril pequeño».

Pero hay un tema que todo el mundo parece pasar por alto, y es el hecho de que la cerveza emborracha. ¿Por qué no se habla de esto? Busco un interlocutor válido y encuentro dos, Carlos y Carmen: una pareja de treintañeros con un niño en un carrito. Les endoso mi teoría: si la cerveza no tuviera la facultad de emborracharnos no estaríamos dándole vueltas al asunto, y no diríamos nada de su sabor en boca ni de su olor en nariz. Ni malta, ni lúpulo, ni fermentación. Todo desaparecería. Lo que quiero decir es que toda la cerveza es igual en el plano psicológico, porque la borrachera es la misma, y es el mismo viaje. Los aficionados y los teóricos del cannabis, por ejemplo, establecen diferencias entre una marihuana y otra en función de los efectos que te produce: te dispersa, te exalta, te concentra, te eleva, te relaja o te convierte en paranoico. ¿Qué tienen que decir Carlos y Carmen sobre esto?:

–¿Qué pasa?, ¿no te gusta la cerveza?

Y de pronto me acuerdo del Rastrillo Nuevo Futuro y de la ristra de escritores tristes y de las Damas Árabes y de la copa ilustrada y del Califa de Aragua, y me pregunto: ¿quién soy?, ¿dónde estoy?, ¿dónde empieza esto y dónde empieza aquello? ¿Cómo saberlo?